Atravesé el puente sobre el río Desaguadero decidido a subirme a la primera combi con destino a La Paz que se me cruzara en el camino. Veinte pasos fueron los que necesité para ingresar a Bolivia. En la oficina de migraciones la cola estaba compuesta por las mismas personas que me habían acompañado en la aduana peruana. Ni modo, a esperar mi turno.
Para matar el tiempo le pregunto a uno de mis ocasionales compañeros de viaje por el lugar dónde debía cambiar soles por bolivianos. En Perú, me responde, solo en Perú, en Bolivia, imposible. La traviata, a volver sobre lo andado, de nuevo a mi país, a cruzar la frontera otra vez.
Hechas las gestiones en el lado peruano y de nuevo en Bolivia, dos policías me intervienen. Me había convertido en un sospechoso. Me trasladan a una oficina donde tratan de ponerme en aprietos. Ese es el juego, lo conozco. Revisan mis documentos, todo en regla; me hacen mil preguntas mientras auscultan con meticulosidad una a una todas mis pertenencias. No he cometido ningún delito, trato de serenarme. Uno de los uniformados me pide el IPhone que llevo y lo revisa con detenimiento.
¿Y esto?, me pregunta el otro como quien acaba de encontrar la pieza que faltaba para armar el expediente.
Un Kindle, le digo. Allí guardo los libros que voy leyendo, soy un investigador peruano camino al Primer Congreso Boliviano de Ictiología. Me esperan en Cochabamba. Ah, dice uno. Está bien, corrobora el otro. Bienvenido a Bolivia, concluyen. Había pasado, en un santiamén, de espía a celebridad.
Ictiología, escuché que decían mientras recogía mi equipaje, ¿qué será eso?.
Buen viaje…