Mi opinión
Acompáñenme a Boca Pariamanu, la única comunidad de indígenas amahuaca de Madre de Dios, una localidad cuya población se dedica mayoritariamente a la zafra y comercialización de castañas, un producto casi exclusivo del bosque más biodiverso del Perú. Las dos veces que he visitado esa comunidad nativa lo he hecho por invitación de Eddy Peña, funcionario de la SPDA y amigo de los mejores. Eddy trabaja con los comuneros desde hace mucho tiempo: su institución los ha apoyado en el largo y exitoso proceso de titulación y ahora los asesora en el sueño de convertir más de mil hectáreas de su propiedad comunal en un Área de Conservación Privada que se llamará Papa Francisco.
No soy un gourmet ni pretendo serlo. En serio. Ninguna de las acepciones de la palabreja de marras –que algunos escriben gurmé aunque la modificación no haya sido admitida todavía por la DRAE- describen mi oficio de escribidor gastronómico.
Vamos, mi gusto no es delicado ni mi paladar exquisito; no soy un conocedor de los platos de cocina significativamente refinados y soy incapaz de encontrar las sutilezas cuando de catar alimentos y vinos se trata. Testigo de esto último: Cora Tola, compañera hace unos días de cordada por los chiringuitos de la plaza Yamaa el Fna, en la medina de Marrakesh, Marruecos.
Allí no di pie con bola y todas mis deducciones gustativas fueron un soberano fracaso. No era zukinni lo que traía el cuscús que nos sirvieron los apremiantes vivanderos del impresionante mercado marroquí, ni mazapán los dulces que un vendedor ambulante nos puso sobre la mesa. Ni té lo que tomaban con fruición los parroquianos de los garitos que frecuentamos con tanto placer.
A pesar de ello, tengo el tupé, la inmensa osadía de animar una de las secciones que más me gustan –y que más consultan – en esta plataforma: la muy simpática columna “culinaria” Viajar & Comer -que alguna vez se llamó Dónde comer en el Perú.
¿Cómo explicar tamaña frescura?
Fácil. De los infinitos placeres que produce una buena mesa yo soy adicto de aquellos que tienen que ver con sus detalles más nimios y los cuadros generales, que casi nunca se corresponden con las recetas, los maridajes y las cocciones. Para esos menesteres, bien vale consultar a Gastón Acurio y a una larga lista de periodistas gastronómicos que leo con renovada atención.
Me explico con un poco más de detalles: en asuntos culinarios prefiero quedarme en los exteriores de las cocinas que visito antes que introducirme en sus recutecos. En esos territorios apenas soy un comensal que aprendió su oficio en los puestos de comida del estadio Nacional. O en el de la tía Veneno de mi rioba.
De verdad, me conformo con observar los mohines que hacen los parroquianos de los restaurantes que visito cuando disfrutan un buen platillo antes que rebuscar entre recetarios o revistas gourmet los datos que necesito para llenarme la boca de frases Michelin. Soy de los que se afana como escolar aplicado al enterarme de la procedencia de los insumos que componen la comilona de por medio o la singladura personal de quienes la promueven. Lo mío son las historias que me cuentan los cocineros, sus ayudantes, los propietarios de tal o cual emprendimiento nuevo, siempre indago por ellas y a eso dedico mis columnas en Viajar & Comer.
Con los datos que recojo, una vez de vuelta en casa me enzarzo en una navegación personal que tiene mucho de aromas y recuerdos de la finca de los abuelos para tratar de contarles lo que voy viendo y sintiendo mientras me muevo por la ruta. Confieso que ese, el de escribir sobre confites, chefs y marmitones, es uno de los placeres que más disfruto de mi trabajo.
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Dicho lo anterior acompáñenme a Boca Pariamanu, la única comunidad de indígenas amahuaca de Madre de Dios, una localidad cuya población se dedica mayoritariamente a la zafra y comercialización de castañas, un producto casi exclusivo del bosque más biodiverso del Perú. Las dos veces que he visitado esa comunidad nativa lo he hecho por invitación de Eddy Peña, funcionario de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental y amigo de los mejores. Eddy trabaja con los comuneros desde hace mucho tiempo: su institución los ha apoyado en el largo y exitoso proceso de titulación y ahora los asesora en el sueño de convertir más de mil hectáreas de su propiedad comunal en un Área de Conservación Privada que se llamará Papa Francisco.
Bueno, llegué en setiembre pasado a Boca Pariamanu en el bote que trasladaba a los invitados oficiales a los actos de celebración por el trigésimo tercer aniversario de su creación como comunidad nativa, que por cierto incluían partiditos de fútbol, carreras de encostalados, tiro con arco y flecha, carreras de tortugas, chelas a discreción y, cómo no, concurso culinario. No sé si los organizadores estaban al tanto de mis devaneos como crítico gastronómico de apuntes heterodoxos pero sin más ni más me nombraron miembro del concurso vecinal de platos típicos.
Tremendo encargo, las señoras que habían accedido a la finalísima, dos muy jóvenes por cierto, conocían su oficio. Y en estos certámenes si es que uno funge de juez y de por medio hay premios o distinciones se tiene que hilar fino para llegar salvo al final de la fiesta, que en el caso de Boca Pariamanu se cerraba con un bailongo de rompe y raja. Advertido estaba, así que dejando de lado los brindis cerveceros me puse a derecho para dedicarme, concentradísimo, a la cata. Bendito encargo para alguien que en materia gustativa, ya lo dije, sigue los dictados del corazón. Jamás los del cerebro.
Los cuatro platos en contienda estaban en su punto, lo recuerdo. Empecé con la gallina canga, léase, lo sé por Ana, la reina y señora de mi cocina sambartolina, una gallina regional cocinada a la parrilla que previamente fue sazonada con frutos de la selva y su tantito de naranja o limón. La explicación de la concursante no fue la mejor y las tiras de carne que logré extraer del ave en mención no estuvieron del todo suaves.
De la gallina pasé al ninajuane, un clásico de la comida amazónica: hummm, el de Boca Pariamanu sí que estuvo buenísimo, había sido elaborado con las menudencias de la gallina a la parrilla y la seño que lo presentó bien pudo competir por el reinado de belleza de la localidad. Casi la declaro ganadora ipso facto… pero mucho roche: quedaban todavía dos platos por probar.
El tercero, el bagre en paca, mismo patarashca, me pasó de vueltas. Riquisisísimo, con su sachaculantro y su buena dotación de menjunjes propios de la huerta amazónica.
Sin embargo, fue el último de los platillos en competencia el que se llevó las palmas del jurado (y también del respetable): un mechado de picuro con su ración de yuca y madurito. La dama que lo presentó explicó los detalles de la preparación del potaje y dio cátedra sobre las bondades de la carne de monte.
Los cinco miembros del jurado convenimos en que el mechadito se debía llevar el premio mayor y así lo comunicamos a la nutrida concurrencia que saludó con una sonora ovación la decisión de los evaluadores. No hubo piconería, felizmente.
De alguna manera sentí que por alguna vez mis competencias de escribidor de textos culinarios habían servido para algo más que una buena lectura. Me sentí Gastón, no, no, mejor aún, me sentí Pedro Miguel Schiaffino. Y así, satisfecho como un obispo, esperé mi turno para subirme a la embarcación que había de trasladar a los invitados especiales de regreso a Puerto Maldonado.
Copié en mi cuaderno de notas: “De Boca Pariamanu, esta vez sobre las aguas de un río silente, sin bravuras, nos dirigimos a casa, en Maldonado, en un bote repleto de pasajeros, una suerte de combi rural llena hasta el tope de felices festejantes. Pensar que antaño los primeros amahuacas de Pariamanu, toditidos venidos desde los lejanos bosques del Purús, hacían la misma ruta en 20 días. Nosotros la hicimos en apenas dos horitas”.
En este país bendito, todos somos gurmés, perdón gourmets. Buen viaje y a seguir navegando, ustedes y yo, por los confines de la comida nuestra de cada día. Linda semana…