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En el 2004 andaba como una furia tratando de salvar de la destrucción la ensenada de San Fernando, un oasis de neblina al lado sur de la Reserva Nacional de Paracas. En esa zona desértica en apariencia, entre el cerro Huaricangana y el océano que reverenciaron con afecto nuestros ancestros, se imponía la geografía deslumbrante de una bahía y una isla que solía a veces convertirse en parte del continente, un ecosistema poblado por pingüinos de Humboldt, lobos de mar, ballenas, nutrias, aves de todos los plumajes y muchas otras criaturas. En ese pedacito del territorio patrio donde volaban los cóndores y, por si fuera poco, vagaban a sus anchas las tropillas de guanacos, se estaba produciendo un desvarío y había que detenerlo.

Fue Antonio Brack, el maestro, quien me habló de Olivia Sejuro. “Búscala, me dijo, ella es una defensora sin tregua de los tesoros de Nasca, ella nos puede ayudar”.

El lugar, la ensenada de San Fernando, había sido descrito en los sesenta por Carlos Manuel Vereau, el padre de Lucho, viajero de los buenos y fundador en nuestro país del periodismo de viajes. El propio Antonio, Marc Dourojeanni y el señor Vereau, Luchito seguramente a cuestas, habían recorrido el refugio de vida para tomarle el pulso a toda su riqueza. Cuentan los memoriosos que San Fernando también fue visitada por entonces por Brigitte Bardot, beldad rubia e indesmayable defensora de los animales.

Busqué a Olivia y de inmediato nos atrincherarnos -con la razón en la mano y el apoyo de toda la feligresía conservacionista- para defender la ensenada. Resultado de esa batalla fue el establecimiento, en el 2009, de la Zona Reservada San Fernando y, posteriormente, en el 2011, la creación de la Reserva Nacional San Fernando, un paraíso de más de ciento cincuenta mil hectáreas en la provincia de Nasca que no dejo de visitar.

Desde entonces gozo de la amistad de Olivia Sejuro Nanetti, una dama del desierto nasqueño que conduce con acierto una de las experiencias de turismo rural (y/o vivencial) que conozco: el Wasipunko Ecolodge.

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En la huerta de Olivia Sejuro

Wasipunko Ecolodge, es mucho más que un alojamiento rural. En principio, es la casa de Olivia Sejuro, una delicada artista nacida (y crecida) en estos pagos de canícula eterna, que ha recorrido su geografía al milímetro para guardar en su refugio/museo/taller de alquimista todos los recuerdos -materiales e inmateriales- de una zona del Perú riquísima en historia y tradiciones. Hablo del valle de Nasca, una campiña cercada por el desierto más áspero del Perú donde se desarrolló una de las civilizaciones más extraordinarias del planeta.

Olivia declaró alguna vez a un medio local lo siguiente: “Mi padre hacía que nos quitemos las medias y zapatos para caminar descalzas cuidando de no pisar los bellísimos mantos de flores que cubrían las lomas de Marcona. Los pastores también nos enseñaron a pedir permiso a sus cerros para cortar flores y llevarle un puñado a mi madre”,

Así, de puntillas y pidiendo permiso a los apus, Olivia y sus hijos fueron reconstruyendo la casa, el rancho, que don Bartolomé Martín Sejuro, padre y abuelo, se animó a construir al ladito de un centro ceremonial de los gentiles, para compartir con los que huyen del tedio citadino el descanso propio de una huerta poblada de tamarindos, algarrobos, vides buganvilias y cuerentaitantas especies arbóreas más.

Suelo visitarla y ponerme a descansar bajo la sombra y el abrigo de los espíritus del tamarindo centenario que refresca la tarde de su patio central. De ese patio salen los senderitos de piedra que conducen a las habitaciones de adobe con aplicaciones de vidrio que aguardan el sueño de los bienaventurados. Su cocina es un remanso de tranquilidad y al mismo tiempo un almacén de sabores. En el patio donde resisten el paso del tiempo los molles que plantaron los que ya no están, se encuentra el espacio sacro donde ella y los suyos prepararán la pachamanca de siempre.

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(La chacra de la familia Sejuro tiene 10 hectáreas de extensión. Ella permutó su nombre original de Las Vegas por uno más acorde, Wasipunko. En Wasipunko Olivia guarda las colecciones que ha ido atesorando: cráneos de cetáceos, osamentas de animales del desierto y el mar, plumas, motores de vehículos que alguna vez dominaron el desierto, bicicletas de otros tiempos, camioncitos de madera, botellas de todas las formas y colores…Y no me estoy refiriendo a los artículos de un desván, no, en la casa de Oli las colecciones armonizan con el todo para proponer sensaciones y buena vibra).

El ecolodge de mi amiga resulta ideal para pasarla en familia o simplemente en actitud zen. La atención esmerada de su propietaria y su conversación inagotable estimulan los sentidos. Desde Wasipunko, la puerta de mi casa, en runa simi, Olivia sigue batallando duro para recuperar los cultivos de algodón nativo que van de las tonalidades del blanco característico hasta los rosados, lilas, marrones, beiges y verdes intensos. Batallando y pintado en hermosas acuarelas los rostros y los detalles más íntimos de las plantas que ha ido conociendo en su recorrido por la faz de esta tierra que ella protege con tanto esmero.

Hace unos meses, con Rulo, con Gonzalo y con Rafael, los Camino Films, la visité en su remanso. La encontré como siempre, levitando, hablamos de Antonio Brack, el amigo común que descansa entre las estrellas, lo extrañamos mucho, sentimos su halo jugueteando por las copas de los árboles. La sentí bien, feliz, gozando de la libertad que produce estar haciendo las cosas con gusto, en armonía con los sueños y escuchando las voces que nos llegan desde tan lejos…

Su ecolodge es uno de mis lugares favoritos, un refugio para estar bien y volver recargado.

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Julio de 2016


 

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