Solo Para Viajeros

Caña de las alturas, Caña Alta

Día 19, Ollantaytambo. Haresh Bhojwani antes de enfundarse el overol negro con el que suele recibir a los visitantes que llegan a la planta de la destilería que dirige en Ollantaytambo con Joaquín e Ishmael Randall, sus socios cusqueños, fue un exitoso abogado de Nueva York especializado en derechos humanos.

Hasta el año 2015, año decisivo en su vida, el canario de origen hindú con el que me topo en el Valle Sagrado de los Incas, fue director adjunto del prestigioso Instituto Internacional de Investigación para el Clima y la Sociedad.

Desde entonces ha sabido dejar por un tiempo sus andanzas laborales por América Latina y el Caribe, el sur de Asia y el África subsahariana para dedicarse a tiempo completo a destilar por segunda vez la caña que compra su empresa a pequeños productores del Cusco y Apurímac.

Y convertirla –milagros del segundo debut- en un cañazo exquisito que empieza a ganar prosélitos en Lima, Cusco y el resto del valle sagrado.

Yo uno de ellos.

El primer sorbo del destilado de caña de la marca Caña Alta que probé en mi vida lo tomé en Lamay, en casa de Zacarías de Ugarte y Mayra Callo. El gentil invitante fue aquella vez Talo Molinari, sibarita como pocos y magnífico catador de licores espirituosos. El Caña Alta –Azul, Verde y Reposado- de Destilería Andina es un trago sutil, herbáceo, con un inconfundible aroma de chacra y mucha, muchísima historia que contar.

La caña del Perú es un portento de la fusión indio-española forjada al calor del encuentro quinientista. Como lo dice con sapiencia de conocedor Javier Masías, periodista que sabe mucho del tema, el cañazo, guarapo o yonque, según donde lo encontremos, es “una extensión importante del mundo andino [que] se empleó como parte de pago por la faena realizada, y compartió por siglos con la chicha el rol de bebida ritual y pagana en las fiestas patronales”.

La leyenda urbana, o rural para ser más precisos, indica que Wendy Weeks, la madre de los hermanos Randall, ollantaytambina por elección, ha venido preparando desde hace cuarenta años un matacuy a base de caña de estos valles y hierbas aromáticas de campeonato.

Esa tradición, la del matacuy hecho en casa, es la que han recogido estos pergeñadores de sueños extraños que se juntaron en el Valle Sagrado para dejar que la imaginación prospere y se echen a rodar los sueños.

Junto al torrentoso Willkamayu, el río sagrado de los Incas, gozando sus aguas que marchan sin prisa hacia el Atlántico, Haresh Bhojwani, veinte años litigante, me va enseñando los mil y un frascos repletos de los elixires que su ingenio está a un  paso de crear para beneplácito de los que amamos las bebidas con alcurnia, potentes, propias de estos caminos forjados por unos titanes que siguen desafiando el Tiempo.

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René Gmünder en la laguna de Huaypo, día 20
Encontré a René Gmünder chino de risa, feliz de la vida, más hiperactivo que nunca. Dentro de unos días llegarán al Cusco los equipos que mandó traer para que el sueño de todos estos años se convierta en realidad: dentro de poquito nomás sus paddles se desplazarán a lo largo y ancho de la laguna de Huaypo y el camping que él y su socio, pero también su esposa y sus dos hijos, han ido imaginando, construyendo de a poquitos y con entusiasmo, será por fin una realidad.

Primero fue la idea, luego la búsqueda del lugar apropiado entre los que abundan por esta tierra tan promisoria. Después la compra de un terreno en el sitio perfecto. De allí el conseguir el visto bueno de la comunidad próxima para empezar a construir la ilusión, caminar y conversar mucho, hacer los planos, remover la tierra, entender el ritmo de la laguna, realizar los ensayos necesarios para que el proyecto sea un éxito y cruzar los dedos…

René sabe de estas cosas, desde hace más de diez años vive en el Valle Sagrado de los Incas desarrollando ideas, metido de pies a cabeza en proyectos hoteleros que se han hecho sólidos y han contribuido a convertir el destino Urubamba en uno de los más dinámicos de Sudamérica. De eso Gmünder sabe mucho, de su padre, un suizo que llegó a nuestro país para fundar una escuela de buen trato al cliente y formar familia, aprendió las reglas básicas para armar un negocio que le brinde al pasajero lo que quiere, lo que ha venido a buscar.

En la laguna de Huaypo, muy cerca de Chinchero, la ciudad colonial levantada sobre un santuario inca, René ha instalado sus petacas. Esta mañana mientras el sol refulge en lo alto y las nubes se amontonan para cercar las montañas que se elevan por todas partes, me va contando sus planes: aquí va estar la instalación central, por acá la terraza; en esta zona el muelle de madera que ingresará, flotando, al humedal, por aquí dejaremos los botes, más allá el lugar donde los pasajeros podrán dejar sus biclas… y cerquita a la laguna pondremos las mesa para que nuestros visitantes puedan saborear el más exquisito picnic de esta pampa tan misteriosa.

Huaypo Green – Stand Up Mountain Bike and Picnic , el emprendimiento que debe estar en plena operación mientras cierro estas líneas, brindará servicios de navegación en Stand UP Paddle, paseos en bicicleta y picnics de placeres plenos en la laguna de Huaypo y alrededores, el tesoro que el buen René quiere proteger para siempre.

Tomo nota de sus intenciones, esta laguna enclavada en una de los pliegues más ricos, culturalmente hablando, del Cusco de todos los tiempos, tiene que sobrevivir, intacta, a la llegada de los nuevos tiempos, esos que, para algunos, lamentablemente, solo significan bulla como cancha, adrenalina sin gusto y excesos.

El sueño de René es otro: consolidar una empresa que cuide lo que es de la gente y potencie el desarrollo de este rinconcito de la pampa de Anta a solo treinta y cinco kilómetros del Cusco. Y que le sirva a Ud. y a mí de cuidado patio de juegos para aspirar el viento suave que baja desde el nevado Chicón y las demás montañas de la cordillera Urubamba.

La hija del presidente, día 30
Panchito Llacma recuerda muy bien el momento. Iba a cerrar la cocina de la Estación Biológica de Villa Carmen, su feudo desde hace mucho en estos bosques de Kosñipata tan llenos de vida, cuando una señorita, la más educada del grupo de estudiantes de los Estados Unidos que los visitaba desde hacía varios días, se acercó con el plato que había usado en la cena y le pidió, con una gentileza conmovedora, permiso para lavarlo.

Panchito, chumbivilcano de armas tomar, es un hombre duro y sabe muy bien su oficio. Desde hace más de quince años trabaja en las estaciones de Conservación Amazónica – Acca haciendo lo que más le gusta: cocinar para los investigadores que llegan de todas partes del mundo, pero esa muchachita, tan aplicada y solícita, tan educada, me lo comentó, lo conmovió.

Podría ser mi hija, llegó a pensar.

Al día siguiente el rumor había tomado por asalto las instalaciones de la ex hacienda Villa Carmen en las proximidades de la localidad de Pilcopata, en un fantástico borde le Parque Nacional Manu. En el grupo de gringos que estaban atendiendo se encontraba Malia Obama, 18 años, la hija del presidente de la nación más poderosa de la tierra.

“Era ella, la altota”, me termina de contar. “Fue ella la que entró a mi cocina a utilizar mi fregadero. Hasta ahora no lo puedo creer”.

Cosas que ocurren en el paraíso, le dije.