Mi opinión
Dennis Hopper filmó en Perú una película que pensó iba a transformar el cine de su tiempo pero que fue inmediatamente sepultada por la crítica y los capitanes de la industria de Hollywood por impertinente y mal hecha. La historia del rodaje de The Last Movie en Cusco y principalmente en Chinchero, entonces un villorrio campesino poblado por indígenas quechuahablantes, y la leyenda negra que se tejió alrededor de los excesos de sexo, drogas y roncanrol de Hopper y sus amigos es narrada por la periodista Fietta Jarque con rigor y mucha investigación de por medio. Un libro ameno que nos permite seguir reflexionando sobre el encuentro que produjo el turismo y sus exégetas en el mundo rural de un país que es también un destino turístico y cultural.
La historia de la filmación en el Perú de The Last Movie, la metaficción cinematográfica escrita y dirigida, también actuada, por un treintañero Dennis Hopper, el director y consagrado protagonista de Easy Rider estaba a la espera de una pluma ágil y consciente de los claroscuros de un país que a pesar de tanto sigue siendo un país adolescente, como la de Fietta Jarque, periodista peruana y animadora cultural con más de treinta años en el oficio y larga permanencia en el viejo continente, para ser narrada en tono de epopeya y ser entendida, o leída, como quien asiste a una ópera bufa. Y lo festeja.
Los hechos ocurrieron así. Entre enero y marzo de 1970, en los albores del velascato, el cuestionado gobierno socialista impulsado por los militares nacionalistas que en materia de reivindicaciones sociales hizo más que todos los anteriores, una troupé de treinta jóvenes melenudos y pasados de vueltas se instaló en la aldea campesina de Chinchero para rodar, bajo la dirección de Hopper, recién estrenada estrella del cine underground gringo, una película cuyo propósito, no lo sabían en ese momento los mandamases de la Universal Pictures, la compañía que invirtió un millón de dólares para producirla, no era otro que criticar duramente el falso glamour de Hollywood y todo lo que representaba.
O citando al propio Dennis Hopper, el de producir un film “sobre la pérdida de la inocencia y la corrupción que lleva esta industria [la del cine de Los Angeles] adónde va”.
El paso de Hopper por el país fue meteórico y a pesar de ello ha quedado registrado en la prensa limeña y la del Cusco. “Fumo marihuana desde hace diecisiete años”, declaró al diario La Prensa el ganador el año anterior del Festival de Cannes con la sensacional Easy Rider, su ópera prima. “La marihuana no crea hábito como el cigarrillo. No fumo desde anoche, puedes pasarte años sin fumar, aunque yo preferiría no hacerlo”. Ante la insistencia de los periodistas, acotó: “No considero el LSD y la marihuana drogas. El LSD es muy fuerte. En Estados Unidos, los indios en sus cultos usan el peyote. Yo lo tomé por primera vez hace diecisiete años en una ceremonia india. Es muy parecido y tan fuerte como el LSD, sólo que el ácido es como comerse una máquina IBM y el peyote es como una flor. Todo es reluciente”.
Los periodistas no salían de su asombro y acosaron al artista con más preguntas. Para todas Hopper tuvo respuestas altisonantes. Cuando le preguntaron sobre los homosexuales y las lesbianas se despachó a su antojo: “Hace dos años que vivo con una lesbiana y la paso muy bien. Encuentro el lesbianismo más fácil de explicar y entender que la homosexualidad masculina. Hay que hacer como los animales. Estar seis o siete años juntos, tener un hijo y, si quieren, seguir juntos”.
Los dos meses y medio y los cinco viajes que realizó el nativo de Kansas para tomar contacto con los burócratas a cargo de los permisos que se necesitaban para el rodaje, son narrados con precisión y abundancia de detalles por la periodista que recogió muy temprano, siendo estudiante de cine a mediados de los años setenta, los ecos y el exagerado constructo de una peregrinación hippie, sicodélica, al corazón de la nacionalidad inca que sirvió para impulsar, entre otras cosas, el “prestigio” entre los jóvenes post Woodstock de Chinchero y el Valle Sagrado de los Incas como destino ideal para las drogas, el sexo y el rocanrol.
El relato de Arturo Sinclair, uno de los protagonistas peruanos de la aventura de Hopper por el país de los Incas, tomado en cuenta por Jarque, fue crucial para la elaboración de una investigación que le llevó a la autora varios lustros de pesquisas por diferentes partes del mundo, una prolija inmersión en el universo Google y You Tube y cientos de horas de entrevistas con testigos del tour de force de Hopper Peter Fonda, Kris Kristofferson & Co. Sinclair acusa al director de la película grabada en Chinchero de haber destruido una antigua torre de la época incaica en su loco afán de recrear un western andino que denigraba a la población local y convertía en trágica realidad lo que la película trataba de ficcionar.
Sobre ese punto habría que mencionar, siguiendo a la propia periodista, que la trama de The Last Movie se mueve alrededor «de un equipo de Hollywood que llega a filmar un western a un pequeño pueblo en los Andes peruanos y ante la mirada atónita de hombres y mujeres que no tienen la menor idea de lo que es una película, y menos aún de cómo se rueda una, construyen ahí mismo el decorado de un pueblo típico del Oeste norteamericano y desarrollan toda la ficción de muertes y tiroteos. Al terminar el rodaje se van, pero se queda en el pueblo uno de ellos. Y entonces los del pueblo deciden hacer su propia filmación utilizando los decorados que han quedado ahí y remedos de cámaras hechos con cañas. Solo que, para ellos, la ficción de las muertes no se entiende sin la realidad, sin el sacrificio».
Sin la muerte real de Kansas, el protagonista del film, Dennis Hopper hecho carne y también ficción.
Aunque la destrucción de la mencionada torre no fue real, lo han observado la mayoría de peruanos comprometidos en la filmación, el recordado Jorge Vignatti, Mario Pozzi-Escott, Billy Hare, Fernando de la Jara, entre otros, la leyenda que se tejió sobre ese acontecimiento y la gira sicodélica que lo rodeó tuvo mucho de veracidad. “Fue una larga orgía de sexo y drogas, comentaría Hopper en el ocaso de su vida. Dondequiera que miraras, había personas desnudas fuera de sus jodidas mentes. Pero no diría que eso se interpuso en el camino. Nos ayudó a terminar la película. Podíamos ser drogadictos pero éramos drogadictos con una ética de trabajo… Las drogas, la bebida, el sexo loco, todo eso alimentó nuestra creatividad”.
El gobierno revolucionario, encandilado con la retórica contracultural del estadounidense, no solo permitió los excesos de las jóvenes estrellas, les facilitó también gran parte de la logística que necesitaban, que incluyó la construcción del afirmado del camino que unía Chinchero con el Cusco y vuelos de aviones militares sobre el pueblo convertido en estudio fílmico, para darle mayor veracidad a alguna de las escenas. Y cuando los informes de la policía que siguió con inusitada complacencia la gira de la muchachada especificaban el uso y abuso de drogas, los militares en el poder miraron para otro lado. A Velasco y sus allegados más les importó las broncas con la International Petroleum Company (IPC), la filial peruana de la recientemente expropiada Standard Oil de Nueva Jersey.
Curioso el accionar de un gobierno que por menos, mucho menos, pondría de patitas en la calle a Carlos Santana y su banda de rock un año después de la partida de Hopper.
¿Cuánto de real tiene la leyenda negra construida en grado sumo por los relatos de los testigos de estos acontecimientos recogidos por Life, Esquire, Look y The Rolling Stone, las publicaciones que se ocuparon de la obra del artista? Jarque trata de separar lo verosímil de lo irreal y lo hace muy bien, sin tomas de posición innecesarias, con el mismo rigor con el que produjo sus artículos periodísticos en Oiga, El Observador y en El País de España donde laboró por casi treinta años. Ese es uno de los méritos principales del libro que comento.
Otro es el de haber puesto en el tintero el tema de la imagen que del Perú se tiene en el extranjero en estos tiempos de apropiaciones, visibilizaciones y branding turístico. En “Inventando una ciudad perdida. Ciencia, fotografía y la leyenda de Machu Picchu”, un libro publicado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) también el año pasado, la antropóloga estadounidense Amy Cox Hall demuestra que la imagen del sitio arqueológico de Machu Picchu como una ciudad perdida en los confines del mundo que la revista National Geographic ayudó a construir con la publicación en 1913 del reportaje preparado por Hiram Bingham sobre sus hallazgos y exploraciones en el cañón del Urubamba ha sido la que ha prevalecido hasta nuestros días. Una ciudad perdida, agrega la estudiosa, sin hombres que la falseen, de piedras colosales finamente trabajadas y un pasado milenario.
La imagen fotográfica de Machu Picchu impuesta por los que la “descubrieron”, o el estereotipo en boga de la llacta imperial, tiene el propósito de ocultar a los habitantes de los contornos, no los toma en cuenta, simplemente los racializa. Y sobre esa imagen arquetipo, insuficiente para decir lo menos, se ha fundó el turismo peruano.
The Last Movie, una película censurada y puesta en el desván durante casi cinco décadas por sus patrocinadores, contribuyó a crear una narrativa que gatilló un “otro turismo” -místico, mágico, de mochileros en busca de drogas fáciles de conseguir y mucha sicodelia- que puso al Cusco y al Valle Sagrado de los Incas en el centro de una inédita movida cultural y turística que cambió la vida de la población de muchas de sus aldeas. A partir de esa nueva apropiación, para bien o para mal, Chinchero y sus habitantes, indígenas históricamente asociados al trabajo agrícola, empezaron a “migrar” hacia otro tipo de actividades. Kansas, podríamos decirlo a manera de metáfora y colofón, el protagonista de la metapelícula de Hopper, se quedó en los Andes para inaugurar un nuevo film, otra representación: la del turismo que no escatima recursos para abalanzarse sobre la pampa de Chinchero y reclama para sí la construcción de un aeropuerto, sobre las sementeras y el riquísimo pasado de sus habitantes , que cambiará para siempre la vida de la región.
Una imagen, una construcción, despojada nuevamente del carácter de los hombres y mujeres que heredaron la grandeza de sus antepasados.
Fietta Jarque nos muestra con su investigación sobre las andanzas peruanas de Hopper y los suyos que es posible rebuscar en los anales del periodismo peruano historias y más leyendas negras utilísimas para entender un poco más nuestro devenir bicentenario y la forma cómo nuestra aldea local se ha ido integrando a la globalización supérstite. La historia de este gringo que se creía Fellini, y a veces dios, magníficamente narrada por la periodista peruana bien pudo haber sido tomada en cuenta por Rodrigo Núñez, el autor de Relatos Bárbaros, la novela que intenta revelar la vida y los excesos limeños de un grande del cine cholo: Rafael Delucchi, para seguir metiendo una película dentro de otra como las matrioskas rusas. Me gustó mucho el libro de Fietta Jarque, la delicada periodista detrás de las memorias de Fernando de Szyszlo que he reseñado en esta misma columna.
Buen viaje…
Donde Dennis Hopper perdió el poncho
Crónica del rodaje de The Last Movie en Chinchero, Cusco, 1970
Seix Barral Biblioteca Breve, 2020
202 páginas