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Douglas Tompkins: «No creo en las herencias, tener dinero sin esfuerzo no sirve»

Mi opinión

No conocía el trabajo de Tompkins, ni siquiera sabía quien era antes de enterarme de su muerte en un lago de Chile. En estos días, apuradamente, he tratado de informarme un poco más sobre la vida y la obra de este singular filántropo gringo a caballo entre Chile y Argentina. La entrevista que les presentó, que la posteó el cineasta peruano-chileno Inti Briones, resume en pocas palabras el pensamiento ecológico de quien fuera en vida propietario de The North Face y de miles de hectáreas de tierras en el sur continental que se están convirtiéndolo en patrimonio de la humanidad.


Espigado, su cuerpo magro y elástico como un junco no acusa 70 años de edad. Mochila negra al hombro, atildado de sport, Douglas Tompkins ingresa en el local Patagonia de la plaza San Martín, el lugar elegido por él para la entrevista, y su única excentricidad será pedir «un vaso de agua caliente» para beber. Nada advierte que el hombre que ahora se acomoda en el «living» del local -empresa fundada por su mejor amigo, con quien hizo cima en el Fitz Roy, y de la cual su mujer, Kris, fue CEO-, es un megamillonario, dueño de vastas porciones de tierras en la Argentina y Chile, y blanco de críticas lapidarias.

Los más suspicaces lo acusan de querer apropiarse del mayor acuífero de América del Sur. Lo dicen por sus dominios de 150.000 hectáreas en los esteros del Iberá. Allí mismo donde reside parte del tiempo y proyecta un futuro parque nacional (PN). Y donde libra una batalla de restauración ecológica y de reintroducción de especies extinguidas en Corrientes, como el oso hormiguero gigante, el venado de los pantanos y, próximamente, el yaguareté. En la Patagonia trasandina, algunos también lo acusan de escindir Chile en dos, mientras que para la platea global de ambientalistas, Tompkins se proyecta como un visionario magnánimo; una rara avis abocada a restaurar y conservar la biodiversidad en ecosistemas vulnerados, para luego legarlos como parques nacionales.

Cordial pero distante, muestra lo que se intuye es uno de sus pocos objetos de deseo, ya que es un férreo detractor del consumo banal: una Leica digital, con la que desde el biplaza, que él mismo pilotea, fotografía la evolución de paisajes degradados.

Foto:Silvana Colombo

Deportista extremo, eximio esquiador, surfista y andinista, su paso por Buenos Aires será fugaz. Tan sólo unas horas para disertar en el Four Seasons sobre «La próxima economía»: el paradigma de desarrollo orgánico y ecolocal pergeñado para contrarrestar la crisis ambiental desenvainada -sostiene- por un capitalismo «rapaz e irresponsable».

-¿Los deportes fueron su escuela formal y sellaron su destino conservacionista?
-Sin duda, mucho de lo que soy vino por el deporte. Conocí los lugares más silvestres por la escalada, mezclado con gente ajena a mi grupo social. Provengo de una familia [padre anticuario; madre, decoradora] de clase acomodada, que no se relacionaba con deportistas. A los 12 años fui a escalar y me relacioné con gente con vocación por la naturaleza, que no hubiera conocido si seguía la tradición familiar de educarme en Yale, como lo hicieron mis padres y abuelos.

-Le pesó a mi familia, no a mí. Incluso, no terminé el secundario: me expulsaron del internado por faltas leves. Y cuando debía retomar, opté por el deporte. No dejé, como dijo Mark Twain, que la escolaridad interfiriera con mi educación.

-¿Dejó el equipo nacional de esquí de Estados Unidos por el éxito empresarial?
-No. Ya había fundado The North Face cuando me quebré un tobillo y el DT de mi equipo me prohibió practicar otros deportes. Tengo ADN deportivo. No iba a resignar ninguno: seguí en la montaña y en la empresa. Ahora soy fanático del esgrima, sigo con el squash, escalo en Chile y acampo con mi mujer.

-¿Su ascenso al Fitz Roy, en 1968, selló su pasión por la Patagonia?
-No, comenzó antes. Aquel viaje posterior, de seis meses, con Yvon Chouinard [dueño de Patagonia], en van desde California y en velero desde Perú hasta Chile, para luego llegar al Fitz Roy y hacer cumbre a través de una ruta que nadie había intentado, fue una gran aventura. [N. de la R.: quedó registrada en el film Mountain of storms]. Habíamos leído sobre la expedición francesa de 1963 y visto las fotos de esa desafiante pared vertical de hielo. Discutíamos la ruta con José Luis Fonrouge, mientras él vivía en nuestra casa en San Francisco. Pero de la Patagonia argentina me enamoré al recorrerla en una avioneta chica en los años 60. Partimos desde Bariloche, parábamos en distintos lugares y llegamos hasta Usuhaia.

-¿Por qué eligió la Argentina y Chile para su proyecto de conservación?]
-En Estados Unidos las trabas para crear PN son inmensas. Cuando vendí Esprit en el 89, mi segunda compañía, y salí de San Francisco buscando un lugar para «jubilarme» de los negocios, hastiado del hiperconsumismo, fui a Canadá y a Noruega. La Patagonia, a donde iba seguido desde el 61, era una posibilidad. Y por casualidad, como pasa muchas veces, un fotógrafo de National Geographic me llevó a recorrer un bosque de alerces en Chile. Cerca había un campo en venta, lleno de alerces. Lo compré compulsivamente y comenzó otro capítulo.

-¿El de la restauración ecológica?
-Sí. Compramos campos degradados para recuperar la salud de los suelos, la belleza de los paisajes y para reintroducir la fauna faltante. El hombre debe aprender a compartir el hábitat con todas las criaturas. Así avanzamos en Chile con el Parque Pumalín, que algún día será PN. A partir del 97, tuvimos un buen superávit bursátil y contactamos a ambientalistas argentinos para ver qué se podía hacer aquí. El gobierno de Menem nos invitó a recorrer el norte argentino. Querían crear un corredor verde entre el PN Baritú y el Calilegua. La Argentina, con 36 PN bien mantenidos a pesar de las crisis, tiene la cuarta red verde del mundo, detrás de Estados Unidos, Canadá y Zimbabwe. Compramos una estancia en Iberá y, más tarde, mi mujer esperó y adquirió Monte León, el campo de 66.000 ha de los Braun en Santa Cruz.

-¿Por qué genera tantas resistencias en Corrientes?
-No, eso pasa en todos lados. Es típico de la oposición política a la conservación. Pero en Corrientes eso va a cambiar. Las nuevas generaciones piensan distinto.

-¿Cómo lo toma en lo personal?
-Es parte del juego, ya estoy curtido. En Australia, Europa o la estepa rusa los locales siempre son resistentes a la preservación. Porque se tocan intereses y prevalecen otras visiones sobre el desarrollo.

-Lo acusan de querer adueñarse de las reservas de agua dulce.
-¡En 20 años se han dicho tantas cosas! Como activista ambiental, hay que enfrentar eso y más. Sólo en Monte León tuvimos suerte: le donamos a Santa Cruz las tierras cuando Kirchner era gobernador y luego él no tuvo objeciones en ceder la jurisdicción a la Nación.

-Invirtió US$ 400 millones, compró 810.000 ha y donó 85.000 al país. ¿Qué pasa con el resto?
-Tenemos 14 proyectos de conservación en total, pero son procesos lentos; hay que esperar las condiciones para donar las tierras con la certeza de que sean PN. Esperar otras veces a que los dueños quieran vender. A veces, hasta hay que esperar que cambie el presidente. Donamos ya dos PN [con la ampliación del Perito Moreno y el Monte León, el primer PN marítimo del país] y en unos meses saldrá otro en Tierra del Fuego, en Chile, justo en la frontera. Chile absorberá más donaciones porque allí tenemos más campos, pero los cinco PN allí demandarán más años. La Argentina tiene una mayor conciencia ecológica que Chile.

-¿No es una ironía que se haya desencantado del consumo capitalista que lo convirtió en millonario?
-El mundo está lleno de ironías y paradojas. Yo mismo me debato entre muchas otras.

-¿Cuáles?
-En un mundo hecho a mano, sin las megatecnologías que deslumbran al mundo moderno y que se aceptan sin reparos, no existirían los aviones. Mi única extravagancia es ésa. Pero no es difícil imaginar cómo el mundo podría estar en mucho mejor estado sin tecnología nuclear, agroquímicos en la agricultura, sin minería ni TV, sin el motor de combustión interna, etcétera.

-¿Y que sea la filantropía de capitalistas la que solvente a las organizaciones que combaten el daño ambiental?
-No sé si se puede acumular riquezas sin un sistema más o menos capitalista. Pero el imperativo ético es reconvertir o dejar de utilizar las tecnologías dañinas para los ecosistemas. Hoy todo mi dinero se destina a la conservación, que incluye a mis granjas sustentables, aunque sólo éstas tienen fines de lucro. Se trata de encontrar modos de producción rentables, sin impacto ambiental. Nuestro caso testigo es un campo en Entre Ríos, Laguna Blanca, con policultivos orgánicos y ganadería controlada, que pasó por un arduo proceso de restauración.

-Lo tildan de «ecologista extremo», opuesto a todo desarrollo, ¿qué contesta?
-No hay una manera amable de decir que los negocios y las industrias gobiernan al mundo. Ha sido este modelo de desarrollo el que nos indujo no sólo al calentamiento global, sino a la crisis de extinción, con una especie por hora que deja este planeta para siempre. La biodiversidad es la vara que mide la salud del planeta. Estamos así por un capitalismo fuera de control. Hay que consumir menos y mejor. Cuanto más uno se informa y sabe, menos necesita. Algunas respuestas están en la agricultura ecológica, y no en la agroindustria; en el ecolocalismo, en la generación de energía local, en lo artesanal y no industrial; en la preservación y generación de belleza como un concepto que no debe estar ausente del discurso político y económico.

-¿Por qué cree que su filantropía genera sospechas?
-Porque aquí no tienen esa herencia cultural de generosidad y responsabilidad por la cual brilla Estados Unidos. Los ricos y no tan ricos, todos entregan parte de su dinero a las causas con las que se identifican.

-¿Cómo es un día en su vida?
-Son largas jornadas de trabajo duro y de placer, a pesar de los dolores de cabeza. No creo en las vacaciones. Son un concepto creado por el industrialismo como excusa para enfrentar labores agobiantes física y mentalmente, que necesitan de una pausa para poder ser retomadas.

-¿Y al final del día qué lo hace irse a dormir con una sonrisa?
-Bueno, enfrentamos una crisis ambiental enorme, con mucha inercia, ya que es parte del modelo económico. Cómo transformar sociedades, crear conciencia, establecer un cambio de paradigma en la elección de estilos de vida son temas que me desvelan. Uno mis esfuerzos a los que piensan en cómo cambiar estos valores. Es necesario un cambio sistémico, que es un proyecto a 200 años, que reemplace este modelo de producción. Lo que me da satisfacción, entonces, es ver avances: suelos y paisajes restaurados, especies extinguidas reintroducidas. Ensayamos un modelo de ecoagricultura en escala que es rentable y sirve de ejemplo. No sé si nuestros esfuerzos y los que haga cada uno son suficientes para revertir el daño. Pero éticamente uno se siente mejor a la mañana si descarga su responsabilidad social.

-¿Qué dicen sus hijas que no heredarán su patrimonio?
-Nada, ya está hablado. Ellas son independientes y no les falta nada. Hace 35 años que saben que yo no creo en las herencias. Tener dinero sin esfuerzo no sirve: malogra a los hijos, les anula su capacidad y potencial. Crecí en una familia con riqueza, con vecinos y amigos que tenían dinero y he visto lo mal que hacen las herencias.

-¿Cuál es su lugar en el mundo?
-Me siento medio argentino, medio chileno. Renunciaría a mi ciudadanía sólo si existiera un pasaporte sudamericano.

-¿Cómo se describiría a sí mismo?
-Como un hombre intenso, enfocado, con determinación y atravesado por un fuerte sentido de la ironía.

Bio

Profesión: conservacionista y filántropo ambiental. Edad: 70 años, Andinista y esquiador, fundador de The North Face y de Esprit, vendió sus empresas para abocarse a la conservación. Está casado con Kristine McDivitt, tiene dos hijas de su primer matrimonio, y su pensamiento está influenciado por el filósofo Arne Naess, mentor de la Ecología Profunda. Financia think tanks ambientales.

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