Mi opinión
Luis Tayori Kendoro y Jaime Corisepa Neri, líderes harakbuts, el pueblo indígena que desde el año 2002 co-administra con el Estado peruano la Reserva Comunal Amarakaeri, un territorio de más de 400 mil hectáreas de pura selva en los límites departamentales del Cusco y Madre de Dios, tuvieron que sortear mil dificultades para llegar al Rostro del Hombre, el tótem natural que los abuelos de su raza habían reverenciado antes, mucho antes, que la maldición minera se abatiera sobre los territorios de sus comunidades.
Y que ellos, los hijos y nietos de las nuevas generaciones del pueblo harakbut no habían visto jamás.
Guillermo Reaño, especial para Solo para Viajeros
Me reúno con ambos en el sur oeste de la extraordinaria reserva de biodiversidad que cuidan con legítimo orgullo. Para Tayori y Corisepa, también para Yesica Patiachi, la maestra bilingüe que alegó ante al papa Francisco en Puerto Maldonado por los indígenas amazónicos atrapados entre la minería ilegal y los demás extractivismos, el oro, el vil metal que se extrae en las playas de estos ríos torrentosos, está destruyendo los últimos rezagos de historia y tradición que le quedaban a su nación.
Lo que no pudieron hacer los Fitzcarrald y los buscadores de dorados al peso que los siguieron, lo están haciendo los mineros que bajan de los Andes como serpientes hambrientas, me dijeron.
En Quincemil, la capital de Camanti, un distrito minero en las selvas del Cusco, Tayori recuerda su ingreso a las quebradas donde permanecía oculto, por lo menos desde 1935, el impresionante rostro tallado en piedra del guerrero harakbut, un sitio sagrado para los hijos de su pueblo. “Nos vimos obligados a movernos como intrusos debido a la hostilidad de los mineros ilegales que se desplazan por la zona como si fuera suya”, me cuenta.
Eso fue en el 2013. Desde entonces el pueblo harakbut ha venido recuperando posiciones y está a punto de conseguir que el Estado peruano le otorgue al llamado Rostro del Hombre el bien merecido estatus de Patrimonio Cultural de la Nación. Y quieren ir por más: por lo pronto, se han propuesto detener, con la ley y mucha tecnología en las manos, el avance de las hordas mineras que siguen codiciando el territorio que heredaron de sus ancestros.
En el bosque de los harakbut
Nos hemos subido al lomo de tres potentes camiones Unimog, los poderosos vehículos 4 x4 que aquí todos conocen como saltamontes, para ingresar por caminos inexistentes a uno de los sectores más complejos del área natural protegida. Me acompañan guardaparques del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (SERNANP), técnicos del Servicio Forestal (SERFOR) y la Autoridad Nacional del Agua (ANA) y un nutrido grupo de vigilantes comunales que han llegado desde las lejanas comunidades nativas de Shipetiari, Queros, Boca Ishiriwe, Diamante y Puerto Luz para llevar a cabo un patrullaje relámpago en una zona del bosque dónde, en apariencia, ha rebrotado, la actividad minera ilegal.
Escucho ahora a Jaime Corisepa, técnico del ente Ejecutor del Contrato de Administración de la Reserva Comunal Amarakaeri (ECA-RCA), un organismo compuesto en su totalidad por indígenas harakbut, yines y matsigenkas que cogestionan el área: “El operativo anti-minería ilegal en La Pampa que viene ejecutando el gobierno ha trasladado hacia nuestras tierras comunales parte de ese problema”.
Efecto globo, lo llaman. Cuando el Estado reprime la actividad ilegal en un sector del país, el negocio se mueve con toda su parafernalia a cuestas hacia otro lado, rapidito. En este caso, es vox populi en Cusco y en Puerto Maldonado, a los territorios indígenas y a las cuencas fluviales fuera del control de la policía y la ley. Maldito metal.
“Para nosotros, el bosque es nuestra botica, nuestra ferretería, la bodega donde encontramos los productos necesarios para vivir”, le explica Corisepa a un grupo de mineros de indudables trazos andinos que encontramos in fraganti en las cercanías de la reserva. “También el lugar donde viven nuestros ancestros, prosigue. Así como ustedes cuidan sus apus, nosotros cuidamos estas selvas”.
El paisaje que nos rodea es impresionante. El río Nusinascato, un torrente bravucón que recibe los infinitos cauces que descienden de los contrafuertes andinos es de un verdor sorprendente. Lamentablemente la selva que recorremos a duras penas en los saltamontes está llena de cicatrices. Por donde avanzamos los restos de carrancheras, chutes, motores y maquinarias abandonadas destacan en medio de la desolación y la belleza natural. Una suerte de Chernobil en medio de un paraíso poblado de árboles majestuosos por donde se multiplican las orquídeas, los helechos, las bromelias y habitan pumas, jaguares y osos de anteojos. Un edén en el infierno de la minería a la mala.
Los comuneros que me acompañan y los esforzados guardaparques que cuidan el área -trece y dos vigilantes comunales según el Ing° Asvín Flórez, jefe de la Reserva Comunal Amarakaeri- están decididos a todo con tal de salvar estos bosques. Los envuelve una mística pocas veces vista en trabajadores estatales. Son los últimos defensores de una selva repleta de incógnitas y paisajes que podrían atraer, de organizarse de otra manera el desarrollo en la región, a turistas de naturaleza y científicos de toda laya.
“Vamos a colocar en este punto un primer letrero informativo”, vuelve a la carga Lucho Tayori, alto directivo del ECA Amarakaeri, acabamos de dejar atrás la Zona de Amortiguamiento de la reserva para empezar a movernos por el interior de sus bosques. “Los mineros tienen que entender que a partir de aquí estas tierras nos pertenecen, las vamos a defender con nuestras vidas”.
También con drones y con teléfonos inteligentes programados para detectar en tiempo real el accionar de la minería, si es que sus atrevidos operarios intentan cruzar la frontera de la legalidad. Un dron Nimbus 1800 de última generación -“y bien pichicateado para estar a tono con la geografía de estos bosques de nubes” de acuerdo a lo que nos refirió Carlos Castañeda, investigador de Conservación Amazónica ACCA, una ONG que viene apoyando la cogestión- se ha sumado al equipo de aguerridos vigilantes del territorio harakbut.
“Estos drones son como perros mitayeros, comenta Corisepa, con su ayuda vamos a perseguir a los ilegales hasta chaparlos”. Los harakbut, cazadores sumamente diestros, se valen de sus perros para perseguir a sus presas durante la caza o mitayo. Un perro mitayero es cosa seria. Un dron capaz de elevarse a 50o metros con una autonomía de vuelo de dos horas, también. Avisados están los ilegales.
Misión cumplida
Tres días después de haber salido de Quincemil regresamos a la capital del distrito de Camanti. El grueso de vigilantes comunales y guardaparques continuó la marcha y a pie hacia las zonas más agrestes de la reserva comunal con el fin de colocar dos letreros más y georeferenciar con sus celulares los puntos de mayor peligro. De vuelta en Quincemil logro conversar con el alcalde distrital don Sebastián Velásquez quien me dice, en exclusiva, lo siguiente: “Quiero impulsar el turismo, no todo puede ser oro, la gente tiene que comprender que la minería tiene límites, se acaba y debe saber también que nuestro distrito tiene increíbles bellezas naturales que mostrar”.
Algo así, pienso, como minería, no (o ya no); turismo, sí. Suena bien: en las gargantas de la Reserva Comunal Amarakaeri la posibilidad de generar propuestas de turismo, lo saben los harakbuts, los sabe el ingeniero Flórez del Sernanp, lo saben las ONG que se han sumado al esfuerzo de salvar la reserva comunal de las garras de la minería ilegal, son inmensas. No hay lugar en el Perú más rico en biodiversidad y despensas de agua que éste. Salvarlo de la prepotencia minera es una exigencia de los nuevos tiempos.
“En nuestra reserva, termina de contarme Marco Patiachi Tayori, de la comunidad harakbut de Puerto Luz y guardaparque del Sernanp, no hay solamente un rostro, hay tres, dos de ellos aún los estamos buscando”. ¿Has visto el Rostro del Hombre?, le pregunto. “Por supuesto, he estado allí con dos dirigentes de mi pueblo”. ¿Qué sentiste?, insisto, ¿verdad que es un lugar especial?. “Sí, me responde, cientos de guerreros harakbut, los vi, salieron a recibirme. Por eso creo que somos invencibles, sus lanzas y cuerpos pintados nos protegen”. Aunque su relato se mueva entre la realidad y el sueño, le creo, he puesto mis pasos sobre los caminos ancestrales de un pueblo indígena que se niega a seguir el rumbo de la historia y lo he sentido. Para ellos el Perú no debe ser más el país del “metal y melancolía” del poema de García Lorca.