Encontré este texto perdido entre los «pliegues» de un blog que escribí hace bastante tiempo que sigue dando vueltas por el ciberespacio. Travieso y todavía combativo. Se llamaba Boleto de Ida y durante todo su desarrollo pue capaz de alojar casi cien artículos que daban cuenta de mi recorrido por al planeta que sigo habitando. Rescato éste sobre el Yasuní, el territorio amazónico del Ecuador que hoy es materia de un acalorado y necesario debate en en ese país. Los ecuatorianos deciden esta mañana la continuidad o no de la explotación de un lote petrolero en una importante sección del parque nacional de un millón de hectáreas ubicado en las proximidades de la frontera con el Perú. Debo haber escrito este alegato por el sumaq kawsay que les dejo en del 2013 rememorando un viaje de varios años atrás por el río Napo con una nutrida delegación de estudiantes y científicos de los ocho países que integraban la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA) decididos a repetir la travesía de Orellana en busca de la desembocadura del Gran Río. Léanlo, pienso que sigue siendo actual. La obstinada fiebre de los hidrocarburos ha seguido en ascenso desde entonces a pesar de los disensos de la ciencia y el sentido común. Estoy, espero que ustedes también, sumamente interesado y expectante en los resultados del referéndum en el Ecuador. De aprobarse el sí podrían encenderse algunas luces en el camino que debemos tomar para tratar de salir del túnel en el que nos encontramos como civilización. Ojalá.
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(Pantanos de Villa, Chorrillos) En junio del 2006 visité el polémico Lote 31 del Parque Nacional Yasuní, en la selva amazónica del Ecuador, por entonces en manos del consorcio brasileño Petrobras que, enfrentado al gobierno ecuatoriano, intentaba hacer valer sus derechos de propiedad sobre el yacimiento, anteriores todos a la creación del área protegida en 1979. Ese fue un viaje insólito, de aprendizajes como cancha y contradicciones miles (¡ay, la Amazonía nuestra!) que me permitió conocer, entre otras cosas, a periodistas de la cuenca amazónica interesados en promover una cultura respetuosa de la biodiversidad de una región rica en excesos. Recuerdo algunos de sus nombres: Carolina Eliá, Sergio Amaral, Sandra Lefcovich, Moisés Pinchetski, Jorge Soruco, Leandro Praxedes, Christian Torres y un jovencísimo Miguel Ángel Cárdenas, de El Comercio, terco defensor ahora de los pueblos indígenas de nuestra Amazonía.
En muchas calles de la provincia de Napo, la que hace frontera con nuestro país, el lenguaje de las paredes era claramente opuesto a la explotación petrolera en la región y al TLC, eso dicen las notas que he revisado estos días después de conocer la decisión del gobierno de Rafael Correa de dejar sin efecto la propuesta Yasuní-ITT que tantas esperanzas había creado ente los que todavía creemos en las buenas intenciones y en la mayoría de grupos ecologistas del planeta. Como se sabe, un año después de mi viaje a bordo del flotel La Misión (una nave de tres pisos y 120 habitaciones que llevó al grupo con los que viajaba por la manigua amazónica hasta la desembocadura del Gran Río) Ecuador se comprometió ante el mundo a mantener indefinidamente bajo tierra las reservas petroleras de los campos Ishpingo, Tambococha y Tiputini (de allí las siglas ITT), en el Parque Nacional Yasuní, a cambio de una retribución internacional equivalente a la mitad de las utilidades que recibiría en caso se explotase el petróleo en el mencionado bloque.
La propuesta ecuatoriana fue recibida con entusiasmo por medio mundo. Se trataba de una iniciativa muy bien planteada que implicaba –lo expuso ante la Asamblea General de la ONU el propio presidente Correa- la creación de un fondo fiduciario con capacidad para recolectar de gobiernos amigos e instituciones internacionales la friolera de US$ 3,600 millones necesarios para compensar las ganancias que hubieran generado para Ecuador los 840 millones de barriles de petróleo que se quedarían para siempre en lo más profundo de su Amazonía con el propósito de salvarla de la destrucción inminente. La revolucionaria decisión evitaba además la emisión a la atmósfera de 407 millones de toneladas de dióxido de carbono.
Durante los días previos a la navegación por el río Napo que les comento, había tenido la oportunidad de charlar en Quito con Rosalía Arteaga, presidenta en ese momento de la Organización del Tratado de la Cuenca Amazónica (OTCA) y ex presidenta interina del Ecuador y con Marcelino Chumpi, indígena shuar al mando del Instituto para el Ecodesarrollo de la Región Amazónica (Ecorae), los dos me habían trasmitido una visión sobre el desarrollo que se había ido gestando al calor de la revuelta indígena y su posterior ascenso al poder que no se parecía en nada a la que en el Perú discutía nuestra inteligentsia. Chumpi me había dicho con sorprendente convicción que “los pueblos indígenas ecuatorianos estaban forjando una sociedad pluricultural respetuosa de la realidad socioambiental de la Amazonía”.
Tenía razón, en el 2008 se aprobó una Constitución que por primera vez en la historia de América Latina incluía entre sus principales enunciados el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Los ecuatorianos, escuchando el clamor de sus pueblos originarios y mestizos, herederos de una tradición milenaria de respeto a la Mama Pacha, introdujeron en su Carta Magna un concepto que hasta ahora me emociona: el del buen vivir o sumak kawsay. “Soñamos con un país en donde los seres humanos convivamos armoniosamente con la naturaleza, con sus plantas, con sus animales, con sus ríos y sus lagunas, con su mar, con su aire y todos aquellos elementos y espíritus que hacen la vida posible y bella”, se llegó a decir durante los largos debates parlamentarios que precedieron a la firma de la llamada constitución de Montecristi. Extraordinario.
Sé que Correa no es santo de la devoción de quienes manejan la cosa pública en el Perú y en la mayoría de países de nuestra región. Sus peroratas y muchas de las medidas que ha tomado para fortalecer su propuesta de gobierno no generan simpatía entre los defensores de esta modernidad neoliberal tan absurda y suicida. Pero que un gobierno soberano decidiera pararle el macho a la sinrazón y proponer una medida como la del Yasuní me tenía tremendamente ilusionado. Y no solamente a mí, en diferentes foros, en ciertos corrillos académicos y en todas las redacciones de los medios de comunicación alternativos (y no alineados), el verbo “yasunizar” empezó a hacerse fuerte. En Guatemala, Nueva Zelanda, Noruega y Nigeria, se prendió la chispa de iniciativas como la ecuatoriana, en todos los casos intentando frenar a este neo-extractivismo abusivo que convierte en campos baldíos los bosques y selvas donde se esconden los hidrocarburos y demás recursos naturales.
El sueño del sumak kawsay -también el del suma qamaña o buen convivir) que empezábamos a digerir sin tantas arcadas se esfumó de sopetón el jueves último con el anuncio de Correa de dejar sin efecto la iniciativa Yasuní-ITT debido la poca efectividad de la campaña que su gobierno había activado con el propósito de recaudar los fondos necesarios para hacer viable la propuesta. Un descorazonado Rafael Correa comunicó el jueves pasado a la opinión pública de su país que todo volvía a fojas cero y que estaba enviando al parlamento nacional un proyecto de ley para iniciar la explotación de hidrocarburos en el Lote 31. “El mundo nos ha fallado”, comunicó con el mismo dramatismo con que ha trasmitido sus decisiones más polémicas. Dijo también que solo se había logrado recaudar US$ 13, 3 millones en dinero contante y sonante y US$ 116 en compromisos por cumplir; es decir un 0.37 % de lo requerido. Esta vez, empero no ha recibido el aplauso de las multitudes que han manifestado su extrañeza con una decisión que atenta contra la dignidad de un pueblo que aprobaba casi al unísono la decisión del 2007. Una encuesta realizada en junio de este año había señalado que en Guayaquil y Quito el nivel de aprobación de la medida alcanzaba un poderoso 93 % entre los consultados