La nueva administración de la ciudad de Lima decidió tomar al toro por las astas, como se dice en criollo, y se lanzó a remediar a la fuerza, efectistamente, uno de los principales males que aquejan a sus ciudadanos: el problema del tránsito que se manifiesta cotidianamente en la existencia de “horas punta” a cada rato y servicios de transporte público de temer.
Para tal fin puso en salmuera las soluciones que la anterior gestión había propuesto y de un plumazo mandó al tacho proyectos e iniciativas que se estaban por implementar.
Para muchos de mis amigos se trata de decisiones sospechosas, que en lo sustantivo tienen que ver con el sambenito que se le endilgó al alcalde durante la campaña electoral (“roba pero hace obra”) o, simplemente, con la falta de “inteligencia” que se le achaca.
Para mí, en cambio, se trata de algo más complejo. En realidad de dos fenómenos convergentes. El primero tiene que ver con el deseo del alcalde y de su entorno de borrar de un solo plumazo las obras de la administración Villarán plagadas del tufillo y las formas de ese progresismo que recusan y les causa, como a un gran sector de limeños, repulsión. Por eso el encono contra la política cultural de la anterior gestión y el pogromo contra los artistas progre que sembraron de grafitis las paredes de la ciudad colonial.
Significativo gesto el del alcalde: restaurar a punta de brochazos el antiguo régimen cubriendo de amarillo las paredes que por un tiempo cayeron en manos de los apologistas de lo nuevo.
El segundo fenómeno tiene que ver con la concepción que muchos habitantes de esta tres veces coronada villa tienen de la ciudad y que se traduce en lo sustancial en una construcción de la misma que no toma en cuenta les espacios para la convivencia y el encuentro ciudadano. Acostumbrados seguramente a habitar una urbe desprovista de lugares donde ejercer la civilidad, su visión de ciudad solo tiene en cuenta by passes y obras para la comodidad de los que la recorren. Qué importa el precio que se deba pagar en falta de jardines y áreas verdes si se cumple el objetivo de llegar a la hora convenida al destino de ocasión.
Como alguna vez se animó a mencionar uno de los urbanistas más prestigiosos que teníamos, nos toca decidir en estos tiempos de controversias y alborotado crecimiento económico qué tipo de ciudad queremos. O una que esté definida por los consensos y la planificación, que integra en su relato el respeto a la vida sana, plural, democrática y la puesta en marcha de obras que alientan esa intención. O una donde la solución de los apuros de coyuntura define la hoja de ruta de alcaldes preocupados en obtener aplausos mostrando obras y más obras.
Me apunto por la primera.
Buen viaje…