Los árboles están entre los seres vivos más antiguos del planeta. La relación que establecemos con ellos los convierte casi más en animales que en vegetales: por los sonidos que emiten cuando los atraviesa el viento, por la intensidad con la que nos acompañan, por su importancia en la propia supervivencia del planeta, por el papel que los bosques ocupan en nuestra imaginación. Pero, además, los árboles cuentan historias. Su vida está tan ligada a la de la humanidad que reflejan nuestros sueños y nuestros anhelos, pero también lo que nos ha ocurrido a lo largo de los siglos.
Los árboles están llenos de relatos escondidos. Impresiona, por ejemplo, al pasear por Sarajevo y cruzar una calle para adentrarse en el barrio de Grbavica, al otro lado del río Miljacka, y descubrir que, de repente, las arboledas que jalonan las calles son viejas. Hasta ese momento, solo había ejemplares jóvenes. Acabamos de cruzar sin saberlo —en breve nos fijaremos también en los carteles en cirílico— de la antigua zona musulmana, sometida al asedio durante la guerra de Bosnia (1992-1996), a la serbia, los sitiadores. En la primera, sus habitantes tuvieron que cortar toda la madera que tenían a mano para calentarse; en la segunda, no tenían que utilizar cualquier cosa para hacer fuego y sobrevivir al invierno.
Los árboles siempre forman parte del viaje, pero también pueden ser un destino en sí.
1 Los ginkgos que sobrevivieron a la bomba atómica
Hiroshima es, inevitablemente, la ciudad de la bomba. “Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima…”. Así arranca el gran clásico del periodismo Hiroshima, de John Hersey, una historia de muerte y destrucción, pero también de supervivencia tras el estallido de la primera bomba atómica utilizada contra seres humanos. Esa resistencia tiene uno de sus símbolos más poderosos en un Ginkgo biloba. Los árboles que aguantaron la explosión nuclear tienen un nombre, hibakujumoku —de hibaku, afectado por la bomba, y jumoku, árbol—, pero el más conocido de todos ellos es un ginkgo situado en el jardín Shukkeien de la ciudad japonesa y que brotó de nuevo la primavera siguiente a la explosión.
El ginkgo es una criatura extraordinaria, un recuerdo de la prehistoria, que ya crecía en la Tierra hace 270 millones de años, pero que se extinguió en la naturaleza. Los conservadores de los Kew Gardens de Londres, que albergan un ejemplar plantado en 1762, lo definen como “la especie que sobrevivió a los dinosaurios”. Se preservó gracias al ser humano, sobre todo en Japón y China por su carácter sagrado, que comparte con muchos otros árboles. Existen muchos ginkgos famosos en el mundo —en Madrid se pueden ver ejemplares magníficos en el parque del Oeste y en el Real Jardín Botánico—, pero ninguno supera al de Hiroshima.
El escritor chileno Ariel Dorfman relató en un artículo en The New York Times su visita a la ciudad nipona. Narra que un superviviente de la bomba le exhortó: “Debe ver los hibakujumoku’, me dijo —casi me lo ordenó—. ‘Debe ver los ginkgos”. Dorfman siguió el consejo y comprendió la historia que esconden: “La supervivencia de esos árboles constituye un mensaje de esperanza en medio de la lluvia negra de la desolación: es posible nutrir la vida y conservarla, pero debemos a la vez recelar de las fuerzas que nosotros mismos hemos desatado”.
2 Sangre de dragón en Canarias
En Canarias también vive otro árbol cuyas raíces se pierden en la noche de los tiempos: el drago, una impresionante criatura centenaria. Existen ejemplares en Marruecos, Cabo Verde y Madeira, y algunos primos en lugares tan lejanos como la isla de Socotra, en Yemen. El drago ofrece un perfil inconfundible para los españoles que crecieron con las pesetas, porque aparecía en los billetes de mil: un tronco rugoso y la copa mirando hacia arriba, buscando la luz, como un recuerdo de los espesos bosques de la prehistoria. El árbol de aquellos billetes era el drago milenario de Icod de los Vinos (Tenerife), que puede tener, en realidad, 700 años de antigüedad.
La leyenda del drago, y su nombre, se debe al color de su savia, que se vuelve roja en contacto con el aire y que tiene propiedades cicatrizantes. Es un árbol conocido y venerado desde la antigüedad, cuyos poderes llegan también al arte. En el libro La vuelta al mundo en 80 árboles, Jonathan Drori explica que Stradivarius utilizó “sangre de dragón”, la savia de los dragos de Socotra, para barnizar sus famosos violines. Eduardo Barba, en su precioso libro El jardín del Prado, en el que cataloga las plantas que aparecen en 1.050 obras del museo madrileño, describe el drago más famoso de la historia de la pintura, el que aparece en El jardín de las delicias, del Bosco. La presencia de dicho árbol en este cuadro refleja los intercambios comerciales y culturales en la Europa moderna. “En el drago que ha pintado el Bosco es posible saber hasta el número de floraciones que ha tenido la planta”, escribe Barba. Como ocurre con tantos otros árboles, su poder simbólico es tan intenso como su poder natural.
3 Gigantes en California
Al igual que los dragos se han convertido en un símbolo de Canarias, en muchos otros lugares se produce esta identificación entre un árbol totémico y el territorio. El oeste de Estados Unidos es uno de ellos. Allí crece un pino longevo llamado Matusalén que es el organismo vivo no clonado más antiguo del mundo, con casi 4.900 años —los últimos mamuts vivieron hace 4.000— y cuya ubicación se mantiene en secreto. Mucho más joven, aunque también milenaria, otra especie del Lejano Oeste se ha transformado en icono de California y Oregón: las secuoyas, que se cuentan entre los seres vivos más grandes de la tierra.
Su altura vertiginosa y la inmensidad de sus troncos inabarcables no han logrado protegerles, sin embargo, del cambio climático, que en California mantiene uno de sus frentes más activos, con incendios, tormentas e intensas sequías. Una de las secuoyas más famosas del mundo, conocida por el túnel abierto en la base de su tronco, que incluso podía atravesar un coche (una salvajada de otros tiempos), fue derribada por una tormenta en 2017. En el parque nacional de las Secuoyas (California) se puede contemplar el anciano General Sherman, de 2.200 años de antigüedad. En España existen inmensos ejemplares en la puerta de los jardines de La Granja de San Ildefonso (Segovia) y un evocador bosque de secuoyas en Cabezón de la Sal (Cantabria). Pero no son, ni de lejos, los únicos gigantes del bosque.
4 Los venerables baobabs africanos
La naturaleza ofrece pocos espectáculos tan bellos como contemplar un baobab, un árbol que se divide entre África y Australia y que resulta difícil de ver fuera de su hábitat porque requiere de un clima muy cálido. Existe una especie de baobab en África continental —marca el árido paisaje de las sabanas de Senegal o de Tanzania, entre otros países—, seis en la isla de Madagascar y otra en Australia. ¿Pero cómo llegaron hasta Kimberley, al noroeste de la inmensa isla continente? Es un misterio, que demuestra que, de una forma u otra, los árboles logran moverse por el mundo. Sus troncos son rechonchos e inmensos, con ramas al final.
Pocos árboles han logrado una representación literaria tan universal, porque son los responsables del viaje de El Principito a la Tierra, preocupado por conseguir una oveja que se coma los brotes a tiempo, ya que acabarían por destruir su pequeño planeta con sus raíces. El famoso “Por favor, dibújeme una oveja” es, en realidad, la búsqueda de un remedio contra los baobabs. Sin embargo, en la tierra, se llevan muy bien con los humanos. En Senegal forman parte de la vida cotidiana: en la bella y destartalada Saint Louis, al norte del país, sus ramas y sus frutos asoman al otro lado de las tapias de los patios. Como explica Francis Hallé, el gran investigador francés de los árboles tropicales, en su libro Alegato por el árbol, su función social es muy profunda: “Los grandísimos y viejísimos baobabs están a menudo huecos y, siempre y cuando les hagamos una puerta, podemos conseguir que desempeñen funciones diversas: casa, bodega, pozo séptico, tumba, osario, prisión, iglesia o ¡sala de reunión!”.
5 Olmas sagradas en Castilla
Como los baobabs en África, muchos árboles desempeñan un papel central en la vida de los pueblos y de los ciudadanos. Durante siglos, en España, y sobre todo en Castilla, las plazas estaban presididas por una olma centenaria, que marcaba el lugar donde se celebraban las reuniones importantes. Ignacio Abella, naturalista y escritor, relata en su libro Árboles de junta y concejo su papel social: “Existen muchos árboles de junta: los olmos, tejos, robles, que están presentes en toda la Península. Cada vez que hay que hacer algo importante se recurre a ellos, el árbol del parlamento, de la fiesta, del baile. Eso se ha perdido, aunque queda algún ejemplo: el tejo de Bermiego, en Asturias, o, naturalmente, el árbol de Gernika. La olma era la gran diosa que estaba en mitad de la plaza, era venerada por los vecinos”.
Sin embargo, un hongo, la grafiosis, mató a gran parte de los olmos de Europa y dejó un hueco enorme en el imaginario colectivo castellano. Pero la veneración de los árboles continuó a través, por ejemplo, de los tejos asturianos; el citado de Bermiego o los de Santa Eulalia de Abamia —se trata de un árbol extraño, porque se cree que tiene una conexión con el otro mundo—. En la provincia de Segovia, al pie de la sierra de Guadarrama, vive un ejemplar muy venerado: la enebra de Sigueruelo, que tiene entre 400 años y 500 años. Sus 3 pies y sus 15 metros de altura guardan la memoria de Castilla.
6 Un paisaje creado por los romanos
Muchas otras especies se han convertido en guardianes del territorio, en recuerdos de su pasado. La historia del Mediterráneo, por ejemplo, puede contarse a través de la naturaleza. Helena Attlee escribió un libro maravilloso sobre la historia de los cítricos, El país donde florece el limonero. A través de ellos trazaba un relato cultural de Italia, desde los limones de Amalfi hasta las naranjas sanguinas que se recogen a la sombra del Etna, en Sicilia. Uno de los parques más bonitos de Roma es el Jardín de los Naranjos (Savello es su nombre oficial), en la colina del Aventino, desde donde se contempla una preciosa vista del Trastévere y del centro histórico de la ciudad, con la cúpula de San Pedro al fondo. Allí los naranjos comparten el espacio con los pinos, dos de los árboles simbólicos del paisaje mediterráneo. Son, junto al olivo, los grandes árboles del Mare Nostrum.
Al igual que los naranjos, los olivos centenarios son el resultado de una larga historia de mezclas, influencias y viajes, y además, como aquellos, representan una forma de vida, por la agricultura, pero también por la gastronomía. En su libro SPQR, Mary Beard explica el poder de la Roma antigua a través del monocultivo de la aceituna (y del aceite), ya que fueron las legiones quienes lo impusieron. “El paisaje del sur de España es sin duda romano. El monocultivo de olivos empezó entonces. Para Roma, España eran olivares y minas”, explicó en una entrevista.
En el imaginario cultural mediterráneo la higuera también ocupa un lugar central: por su olor en verano y porque produce dos frutos diferentes. El gran escritor Patrick Leigh Fermor contaba que en su tierra de adopción, la península del Mani, en el Peloponeso griego, se aconsejaba no dormir bajo una higuera porque se tendrían sueños pesados. Es uno de los muchos árboles que ofrecen una puerta a otros mundos.
7 El reino de los árboles amenazados
En ningún lugar del planeta la masa forestal ocupa un espacio tan imponente como en las selvas. Allí crece uno de los árboles más altos del mundo: un angelim rojo que mide 88 metros, rodeado de otros gigantes de la misma especie en Amapá, al noreste de Brasil. En ningún otro sitio están tan amenazados por la explotación económica: en la inmensa selva del Amazonas, las cifras son espeluznantes. Este diario contaba recientemente desde Brasil que en este país la Amazonia ha perdido en un año “11.088 kilómetros cuadrados de árboles; es decir, 626 millones de ejemplares, 1,58 millones de campos de fútbol, 3 campos talados por minuto”. No se trata solo de una amenaza para los seres que han tejido su vida en ese espacio natural —entre ellos, muchas de las últimas tribus no contactadas del mundo—, sino que constituye un peligro para la humanidad.
La historia de Europa, por ejemplo, podría contarse a través de los bosques desaparecidos, que marcaron el territorio y el imaginario del viejo continente prácticamente hasta el siglo XIX, cuando comenzaron a ser talados de manera inclemente para producir carbón durante la revolución industrial. Uno de los últimos bosques primitivos de Europa, el de Bialowieza, en Polonia, reserva de la biosfera y patrimonio mundial, también se encuentra en peligro por las talas masivas y el cambio climático. Hogar de los últimos bisontes europeos en libertad, constituye un recuerdo de cómo era Europa hace 9.000 años. Sus robles y sus abetos representan un tiempo en que los árboles eran libres.
8 De A Coruña a las Antípodas
En el espesor de Bialowieza resuenan ecos de la imaginación de J. R. R. Tolkien y su bosque de Fangorn de El señor de los anillos. En él vivían los ents, unos árboles que podían caminar, facultad que perdían cuando se dormían. Sin embargo, más allá de la Tierra Media, es evidente que los árboles se desplazan de formas extrañas. Hemos visto el misterio de los boababs de Australia, pero existe otro enigma relacionado también con las Antípodas. Los europeos no llegaron a Nueva Zelanda hasta el siglo XVII. Sin embargo, en el patio de la comisaría de la Policía Local de A Coruña crece un metrosidero o pohutukawa, cuya edad es imposible de calcular, aunque por diámetro y altura es posible que tenga hasta 500 años. El problema es que se trata de un árbol endémico de Nueva Zelanda: no crece en ningún otro lugar del mundo. ¿Qué hace ahí? ¿Llegaron exploradores españoles a las islas mucho antes de holandeses y británicos como sostienen algunos historiadores? Los caminos de los árboles son infinitos.