Tomado de National Geoghraphic
En 1911, dos campesinos del Urubamba condujeron a Hiram Bingham hasta las ruinas de una ciudad devorada por la selva
En su libro Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas, Bingham explica: «La gente me pregunta a menudo:“¿Cómo consiguió usted descubrir Machu Picchu?”. Respondo que buscaba la última capital inca, cuyas ruinas se creían en la cordillera de Vilcabamba».
Nacido en Hawai, hijo y nieto de misioneros, profesor de Historia de América del Sur en la selecta Universidad de Yale y esposo de Alfreda Mitchell, nieta del fundador de la joyería Tiffany, Hiram Bingham se apasionó por el pasado incaico del Perú cuando, en 1908, viajó por este país para dirigirse al Primer Congreso Científico Panamericano que se celebraba en el vecino Chile.
En aquel entonces, el prefecto de Apurímac le invitó a excavar las ruinas de Choquequirao para determinar si ese lugar era Vilcabamba la Vieja, la capital de los incas que resistieron el avance de los españoles en Perú. Capturada por los invasores en 1572 y destruida, su rastro se perdió hasta convertirse en una leyenda que espoleó a Bingham a volver al Perú.
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En efecto, en 1910, tras leer que el monte Coropuna, en aquel país, era el más alto de América, acarició la posibilidad de remontar el río Urubamba, en el corazón del antiguo Imperio inca, hasta la altura del meridiano 73, para dirigirse desde allí hacia el océano Pacífico atravesando el país, escalando el Coropuna y, de paso, explorando las ruinas que hallase a su paso, entre las que quizá se encontrasen las de Vilcabamba.
Bingham habló de esa posibilidad en el curso de una comida en el Yale Club de Nueva York, en invierno de aquel año, y recibió un apoyo entusiasta, de manera que en 1911 pudo partir a Perú acompañado de un geólogo-geógrafo, un topógrafo, un naturalista, un cirujano, un ingeniero y un joven asistente.
En Lima, el historiador Carlos A. Romero le dio a leer la Crónica de fray Antonio de la Calancha, un agustino del siglo XVII que recogió en esta obra los avatares de los misioneros de su orden que fueron a Vilcabamba. Con las anotaciones tomadas de la Crónica en su equipaje, Bingham se dirigió hacia Cuzco, desde donde comenzó a remontar el valle del río Urubamba.
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LA CIUDAD OCULTA
La expedición alcanzó una pequeña planicie limitada por quebradas, Mandor Pampa, donde vivía Melchor Arteaga, arrendatario de aquellas tierras. Fue él quien les dijo que en la aldea opuesta había unas ruinas de interés. Hacia ellas se encaminó Bingham el 24 de julio, con Arteaga y el sargento Carrasco, que escoltaba al grupo.
El trayecto fue agotador. Primero cruzaron el embravecido Urubamba a través de un inseguro puente de troncos atados con lianas, que recorrieron a gatas. Luego, durante una hora y veinte minutos, ascendieron por una ladera prácticamente vertical en medio de un calor asfixiante. Pasado el mediodía alcanzaron una choza, donde les acogieron dos campesinos: Melquíades Richarte y Anacleto Álvarez.
Éstos se quedaron charlando con los acompañantes de Bingham, mientras un niño, hijo de Richarte, guiaba a aquel hacia las ruinas. Al dar la vuelta al promontorio donde se levantaba la vivienda de sus huéspedes, el explorador, sorprendido, vio un centenar de terrazas incaicas escalonadas, de unos cien metros de largo y tres de alto, en las que los incas cultivaban maíz y patatas.
Pasando de una terraza a otra, Bingham y su pequeño guía se adentraron en la maleza. «En la densa penumbra, tras las cañas de bambú y las lianas enredadas, aquí y allá aparecían paredes construidas con bloques de granito blanco perfectamente tallados y encajados con esmero. De pronto, sin previo aviso, bajo el gran saliente de una roca, el muchacho me mostró una cueva hermosamente flanqueada por sillares de piedra tallados a la perfección.
Era evidente que había sido un mausoleo real. En lo alto de aquel saliente se alzaba una construcción semicircular cuyo muro externo, ligeramente curvado en pendiente, guardaba un asombroso parecido con el templo del Sol de Cuzco».
Bingham siguió descubriendo la ciudad de la mano del chico. «Sentí que me faltaba el aliento. ¿Qué era aquel lugar? ¿Por qué nadie nos había dado razón de él?». La misteriosa ciudad se extendía por la cima del Machu Picchu, el cerro con cuyo nombre Bingham la dio a conocer al mundo.
Al año siguiente, 1912, Bingham organizó una expedición para explorar Machu Picchu, auspiciada por la Universidad de Yale y National Geographic Society, que le concedió la primera ayuda que esta institución destinaba a una investigación arqueológica.
El apoyo de la Sociedad contribuyó a convencer al gobierno peruano del interés científico de los trabajos, de manera que Bingham pudo contar con suficientes trabajadores indígenas para despejar las ruinas y proceder a su excavación, para lo que tendió un puente sobre el Urubamba y acondicionó el camino al yacimiento.Aún volvería a Machu Picchu dos veces más, en 1914 y 1915.
El hecho de que la gran mayoría de esqueletos hallados en Machu Picchu perteneciese a mujeres, que en opinión de Bingham serían acllacunas (las sagradas vírgenes del Sol), así como las características del templo del Sol de esta ciudad, le llevaron a identificarla con Vilcabamba.
Cuando murió, cuarenta años más tarde, seguía convencido de ello. Pero, dado que los edificios más notables de Machu Picchu eran demasiado elaborados como para haber sido edificados en tiempos de los incas de Vilcabamba, Bingham consideró que los orígenes de la ciudad eran todavía más antiguos: se trataría del mítico Tampu Tocco, de donde partió, según la leyenda, el primer soberano inca, Manco Cápac.
Hoy sabemos que Machu Picchu no es ni Vilcabamba ni Tampu Tocco, aunque no hay acuerdo sobre qué fue en realidad; en los últimos años se ha sugerido que habría sido un mausoleo real, un santuario dedicado al culto de la momia o mallqui del rey Pachacuti (1438-1471).
También sabemos que Machu Picchu no era una ciudad «perdida»: otros viajeros la habían visitado antes que Bingham, y los naturales del país no desconocían su emplazamiento. Pero a él le cupo el mérito de calibrar su importancia, excavarla y darla a conocer al mundo.