Conozco a Iñigo Maneiro Lavayén (San Sebastián, 1968) desde hace muchos años, soy testigo de excepción de su obstinación vasca y, sobre todo, de su capacidad de trabajo, sus competencias profesionales y su intenso amor por el Perú. Me alegra por ello que haya aceptado el reto de dirigir la estrategia nacional de Turismo Rural Comunitario que impulsa desde el 2005 el Ministerio de Comercio Exterior y Turismo (MINCETUR).
Íñigo asume una responsabilidad superlativa, compleja, de muchas dificultades. Lamentablemente nos hemos convertido en un país cuyos especialistas evalúan los resultados de los programas públicos, iba a decir sociales, mirando solamente los fríos indicadores económicos: cuánto dinero se gastó o dejó de gastar, cuánto empleo se generó, cuánto se avanzó en dígitos, en tal o cual cosa…
Nunca cuánta felicidad se produjo, cuánta autoestima se logró, cuánto poder popular –sí, esa es la palabra- generaron.
El Turismo Rural Comunitario peruano, para los que no los saben, fue una creación heroica de la inolvidable Cecilia Raffo y creció gracias al impulso y compromiso de los equipos que dirigieron Fernando Vera y Leoncio Santos, por cierto también amigo míos. El programa ha sido, a mi criterio, una de las contribuciones más notables que se ha hecho desde el Estado para construir desarrollo de verdad en el alicaído mundo rural nuestro. Lo certifica el hecho, no muy valorado, de haber sobrevivido a cuatro gobiernos y estar respaldado por el trabajo y la fuerza de cientos –o tal vez miles- de líderes locales que conducen a sus comunidades hacia el buen vivir, hacia el bien estar.
Dicho lo anterior, le deseo al buen Íñigo, padre de familia de Los Reyes Rojos, nuestra casa en Barranco, la mejor de las suertes. Su éxito va a ser el de todos. En especial el de Juan de Dios, Cristina, Valentín, Félix, Ema, Jacinto, Pilar y tantos otros peruanos que con esfuerzo y sacrificios miles han sabido cimentar de mejor manera la Casa de Todos.
Buen viaje…