Vuelvo a navegar las aguas inquietas del río Las Piedras, uno de los afluentes más importantes del río Madre de Dios, la principal avenida fluvial del departamento que he empezado a recorrer hace varios días.
He salido a media mañana con un entusiasta grupo de chicos y chicas de la facultad de Ecoturismo de la Universidad Nacional Amazónica de Madre de Dios (UNAMAD) del puerto de La Pastora, al otro lado de la ciudad, con el propósito de evitar el zigzag que el río Madre de Dios forma al acercarse a la ciudad de Puerto Maldonado.
Con ellos y con su profe, mi amigo Charlie Peña, visitaré la concesión castañera de Jergue López, el ocasional compañero de navegación que funge de capitán de barco y tour conductor.
El frío es intenso y el grupo lo está padeciendo, me queda claro. Por primera vez debo enfrentarme a un friaje de los buenos, de esos que solo se pueden paliar con abundantes frazadas y mucho coraje.
Felizmente, estaba prevenido y traigo conmigo la casaca de plumas que pensé solo iba a utilizar durante mi paso por la sierra en este viaje por la Amazonía que espero se prolongue más de la cuenta.
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El río Las Piedras es un río ancho, calmo en apariencia, de inconfundible color chocolate. Nada parece interrumpir el ritmo de sus aguas que vienen surcando el bosque desde el lejano Purús, donde se encuentran sus nacientes.
Siguiendo su cauce, siete días de navegación de por medio, se llega a Monte Salvado, la comunidad nativa en conflicto con los mascho-piros en aislamiento voluntario de la reserva territorial que el estado creó para darles protección y sustento.
El frío arrecia. El buen Jergue nos provee de mantas de polar mientras alarga sus historias. Cualquiera diría que estamos navegando por el Mecong o por el río Congo.
Pasamos por la comunidad yine de Santa Teresita, la misma que visité hace unos años con un equipo especializado en titulación de tierras indígenas del Gobierno Regional de Madre de Dios. Aquella vez, Anna Cartagena, Walter Silvera y yo, mis compañeros en la revista Viajeros, no pudimos evitar la desazón que nos produjo el estado de abandono de esta población asentada a duras penas en un confín del bosque.
Por Amancio Zumaeta, el apu de la comunidad, nos enteramos que sus mayores habían tenido que navegar el río Las Piedras durante veintisiete días antes de tomar posesión de las cien hectáreas que intentaban legalizar para terminar su diáspora.
Tremendo. La felicidad aparente de las niñas del aula unidocente que visité aquella vez contrastaba con las estrecheces de una vida al borde del abismo.
Apunté en mi bitácora de entonces: “La maestra y los niños nos recibieron con unos carteles llenos de pedidos. Todos necesarios, todos justos. Me sentí incómodo, de pronto me había convertido en el representante de un país ausente, sumamente ingrato con sus hijos”.
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Vuelvo a pasar por Santa Teresita tres años después y las cosas no han mejorado, por el contrario, pareciera que van de mal en peor. El 24 de mayo pasado, a las siete de la noche, una crecida intempestiva del río Las Piedras produjo un alud cerca a la playa donde acampaban once vecinos de la comunidad, siete de ellos niños. ¿Qué hacían en ese apartado y a esa hora?. Lo de siempre, pescar, extraer del bosque lo que el bosque tiene para regalarles.
La estampida fue feroz y el desastre imaginable. Cuatro niños desaparecieron en medio de la confusión y los gritos de sus padres y familiares. Solo el cuerpo de una de las cuatro víctimas pudo ser rescatado, tres o cuatro días después, donde río Las Piedras se junta con el Madre de Dios.
De los otros desaparecidos ni rastro hasta el día de hoy.
Tristísimo, esas criaturas seguramente eran parte de la alegre comitiva que salió a recibirme en el 2015 para pedir atención y compromiso de sus autoridades. Tengo sus fotos, atesoro sus rostros, su clamor…
País de mierda que no escucha las voces de sus hijos, pienso, qué ganas de llorar y mandar todo al diablo.
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Los chicos que me acompañan guardan silencio mientras pasamos por lo que fue una playa y ahora es un paisaje ganado por la muerte más cruel. El frío arrecia.