Mi opinión
Desde ayer ando embelesado con la primera lectura del libro de mi amigo de toda la vida Antenor Guerra-García Campos, una exploración maravillosa por el planeta fútbol -en su subyugante versión peruana.
El texto que abre el capítulo Los Artistas de Alberto Vergara, ex Los Reyes Rojos, como diría el autor del libro, me ha parecido extraordinario: un testimonio en modo nostalgia de dos de las mejores obras de arte pergeñadas por César Cueto, maestro de maestros, en el Parque de los Príncipes y el Monumental de River Plate. 1982 y 1985, respectivamente.
Se los paso, disfruten este primer texto del trabajo de Antuco, hincha crema de los buenos y admirador a ultranza del fútbol bien jugado. Felicitaciones hermanito, ni al gran Pocho Rospigliosi le hubiera salido mejor.
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El fútbol es una de las raras actividades que nos acompaña, igualita, toda la vida. Para quien fue futbolero, la pelota es la ilusión perpetua. Cualquier pichanguita de barrio puede merecer un alto para ver un poco de fútbol. En la calle pateamos latas y piedras, las cuales clavamos en el ángulo de un arco imaginario que cargamos desde siempre. Y si de adultos ya no pintarrajeamos las paredes de la sala ni jugamos a las escondidas, vemos y jugamos fútbol con la misma ilusión infantil. Ni padres ni hijos nos acompañan en la vida de inicio a fin. Solo el fútbol.
Un porcentaje ínfimo de niños se convierte en futbolista profesional. Para ellos el fútbol muta en profesión. Pero para la mayoría de nosotros el fútbol nunca deja de ser diversión. Es el tiempo libre y feliz de quien escapa de un salón de clase o de un maldito trabajo. Lo veas o lo practiques, siempre es juego. En mi caso, el juego mayor ocurría en los ochenta cuando de niño peregrinaba en las noches de verano al colegio Carmelitas para ver fulbitear a los hermanos Rey Muñoz, a Motta, al pato Cabanillas, entre otros artistas. Lo ignoraba entonces, pero aquello era una escuela estética y ética. Mi patria es una huacha para atrás.
Es el futbolista artista quien nos conecta con la ilusión infantil del verbo jugar. El correlón y el cancerbero, más que jugar, cumplen una función. Sabemos lo que harán. El juego, en cambio, es libertad incierta: ¿Qué hará Riquelme?, ¿Qué hará Cueto?, ¿Qué hará Messi? En la rutina del fútbol prefabricado, el artista nos regala la insurrección del amague o el riesgo irresponsable –pero también libre y soberano- de salir jugando. Jugando. Y el estadio, en eléctrica comunión, ruge un imprevisto ¡ole! Todos jugamos.
Nuestro futbolista artista juega con verbos importados del arte. Dibuja como Humareda, la toca como Óscar Avilés, baila a rivales con paso de don Amador Ballumbrosio y brinda un recital como García Zárate. Nos recuerda que es día de fiesta. De los diez que ha recopilado Antenor Guerra García, yo recuerdo con especial cariño a tres: al Diamante, al Poeta y al Chorrillano. El lector se habrá dado cuenta de que solo uno es artista con carnet: el Poeta. En Perú cuando se evoca al “poeta”, así, sin más, solo pueden ser tres: Vallejo, el poeta de La Ciudad y los Perros, o César Cueto, el Poeta de la Zurda.
Ahora bien, Cueto era artista como el resto, pero no era solo un artista, era un visionario. Si el artista puede celebrarse con unas coplas, el visionario precisa de una épica. Para entender la diferencia trasladémonos al teatro de los sueños del (triste) peruano futbolero. Son dos teatros, en realidad, y hemos visto la obra mil veces: el Parque de los Príncipes en 1982 y el Monumental de River en 1985. Julio César Uribe y César Cueto son actores principalísimos en ambas funciones.
En París hicieron la luz. Ni siquiera hace falta ver el video para recordar los toques, goles y amagues. Diablo Uribe, que arranca y engancha, acelera y vuelve a frenar. Hay un pobre defensa francés con el número 4 que intenta seguirlo, pero ahora Uribe le aplica su célebre cuchara y al francés se le nota la cara de c’est quoi ça?, porque al hombre nunca nadie lo había dribleado a tiempo de panalivio. Y el resto se suma al festejo. La tocan, dibujan, mandan. Y así anotan el gol del triunfo. Son diez, quince, toques, finos, precisos. Desde nuestra cancha hilvanan pase a pase un ataque letal y peruano, con taco de Cueto y enganche de Uribe que ahora se la pasa Malásquez, el Flaco se la entrega a Cueto con un micro-pase que es nostalgia bella y pura del pistazo, y la pelota regresa a la zurda del Poeta y el país completo es una veredita alegre que sonríe cuando tu pie la acaricia… Pero atención, Cueto podría tocarla chiquitita de nuevo y no lo hace, el Poeta le pega tremendo up-grade a nuestro ADN pericotero: lanza la pelota larga y transforma lo de siempre en lo de nunca, porque allá lejos en la rive gauche de la cancha, casi fuera del encuadre televisivo, Oblitas ya empezó la carrera y la pelota de Cueto viaja treinta o cuarenta metros para que el Ciego la controle y la cruce en gol histórico.
El ex ministro de economía Alfredo Thorne ha rescatado de dicho gol su carácter colectivo. Casi todo el equipo la toca y el país, o sea nosotros, deberíamos aprender de ese ejemplo. Pero hasta un ministro de economía puede equivocarse: ese gol se debe menos a la cadena de toques cortitos del ballet nacional, que a la cabeza única del maestro Cueto, quien pudiendo proseguir la estirpe futbolera decide romper con ella e inventa un destino distinto e inesperado. A diferencia de todo el resto elige ser, además de artista, visionario: ve a Oblitas donde nadie más lo veía y nos ofrece un futuro diferente. A todos.
Y lo repite en el último episodio relevante del fútbol peruano. Ya no en el París de Platini sino en el Buenos Aires de Maradona. El contexto es conocido: Perú debe ganar el partido para ir al mundial de 1986. Comenzamos perdiendo. Empatamos cuando Cueto se la tira a Uribe que la baja de cabeza para Velásquez quien la mete de macho en esa área chica y enfangada. Otra vez Cueto y Uribe. Al arto se juntan de nuevo. Estamos empatados. Se juega sobre un lodazal.
En el centro de la cancha la pelota queda dividida. Cueto se la gana a Maradona, en un metro cuadrado de barro denso como el petróleo Uribe y Cueto la tocan, la pelota regresa al Poeta, Giusti y Garré van a por él, con furia, pero Cueto, más torero que nunca, como si con la misma chicuelina desairara a dos miuras. En medio de semejante caos, Cueto vuelve a imaginar nuestro porvenir, enfila con decisión hacia el área contraria y con la cara externa de la zurda traza nuestro destino. Lanza el pase. Como una flecha rasante viaja esa pelota, se infiltra en la defensa argentina, busca a Barbadillo, ni los backs argentinos ni el barro argentino logran detener esa pelota, y no lo consiguen porque ese balón envenenado ya dejó de ser un balón, esa pelota es un pueblo en comunión, ahora la alcanza Barbadillo, desparrama a Fillol, la clava arriba, ¡gol de Perú! El visionario lo hizo de nuevo: éramos apenas una colección de individuos y Cueto nos soñó e hizo nación.
Cuando Cueto toca la pelota cortita y de taco nos representa porque pone en escena lo que somos o creemos ser. Pero cuando se la tira larga a Oblitas en París, cuando la infiltra entre los centrales argentinos en busca de Barbadillo, ya no solo nos representa, nos constituye en algo nuevo. Es artista como otros, pero es visionario como ninguno. Hila nostalgia y futuro. Es visionario porque incrusta serenidad en el caos natural del fútbol. En medio de correrías, patadas y cansancio, el visionario consigue el triunfo improbable de la razón.
Luego Cueto se retiró y se llevó los zaguanes y los patios encantados, las plazuelas y los amores soñados. Nuestra media cancha quedó entre tinieblas. El grande y querido Chorrillano Palacios nos representaba, pero no era visionario. Su arte era el chorrigolazo. No era el oráculo que calma la angustia colectiva del desorden. Son más de tres décadas sin ir a un mundial. Son también tres décadas sin visionario. ¿Y no es esta carencia acaso una gran metáfora del Perú contemporáneo? Corremos y corremos, crecemos y crecemos, pero el malestar no nos abandona. Tanto en el país como el fútbol pareciéramos haber abrazado el nombre de aquel programa de televisión inventado por Les Luthiers: El que piensa pierde. Un secreto lazo pareciera el elogio permanente del emprendedor con la ausencia de luz. Un lazo discreto pareciera atar nuestro fútbol de correlones atarantados a un país embalado y sin norte.
Pero nadie solicito aquí una metáfora sociopolítica. Dejemos de pensar, que es hábito de viejos.Que ruede la pelota, que es ilusión de niños. Hay trece artistas calentando.
«El Fútbol Peruano: Protagonistas de su Historia», es un libro escrito por Antenor Guerra-García, que sintetiza las vidas de personajes que trascendieron en el fútbol peruano. Intercala textos y fotografías de los protagonistas que influyeron en los éxitos de nuestro centenario fútbol. Teniendo como hilo conductor la personalidad y esencia de los protagonistas, los agrupa de acuerdo a sus características dentro del campo. Asimismo, incluye a otros personajes ligados al futbol: entrenadores, árbitros, periodistas y los dirigentes que tienen cabida en este conjunto armónico de 380 páginas de puro fútbol.
En total son 14 capítulos prologados por intelectuales amantes del fútbol como Alonso Cueto, Renato Cisneros, Jorge Eslava, Julio Hevia, Augusto Álvarez Rodrich, Augusto Ortíz de Zevallos, Alberto Vergara, Aldo Panfichi, Enrique Sánchez Hernani, Giancarlo Cappello, Miguel Rubio, Jorge Deustua, Cesar “EL Diablo” Zamalloa y Antonio Zapata.El libro es de formato grande, con 200 fotografías inéditas y dos carátulas reversibles (César Cueto y Roberto Chale).
12/11/2017