Max Costa acaba de cumplir 64 años y lleva a cuestas una vida de truhán, repleta de fantásticas imposturas. En Sorrento, frente a la bahía de Nápoles, el sempiterno embustero, el elegante amante de ocasión asiste a su ocaso con resignación y cierta dosis de nostalgia. Ha perdido su sombra, no le queda ninguna duda, pero aún así sigue esperando un cambio de timón, un golpe de la fortuna.
Mientras ésta llega ha logrado emplearse como chofer en la mansión de estío del Dr. Hugentobler, un eminente sicoanalista suizo que debe su patrimonio al buen funcionamiento de una clínica que no ha dejado de atender a judíos ricos que siguen huyendo de las pesadillas del holocausto. Max, eterno bon vivant y bailarín mundano, conduce un Jaguar Mark X y se ocupa de los demás vehículos de su patrón.
Mecha Inzunza, Mercedes Inzunza Torrens, tiene unos cuantos años menos y mucho mundo recorrido. También unos cautivadores ojos color miel. La suya es una historia que ha transcurrido entre dos épocas, entre la Europa -España para ser más precisos- antes de Franco y el mundo que parió la post guerra, pérdida de todas la inocencias incluidas.
Ha llegado a Sorrento y se aloja en el hotel Vittoria para asistir al duelo entre Jorge Keller, su hijo y el maestro ruso Mijail Sokolov. Los dos ajedrecistas, 1966, Guerra Fría en pleno desarrollo, se enfrentan por el Premio Campanella y la expectativa mundial parece haber detenido las manecillas de todos los relojes.
No es así, el ajado chofer y la mujer de porte aristocrático y restos evidentes de una belleza que ha demorado en esfumarse tienen deudas pendientes y van a tratar de saldarlas a pesar de lo imposible de sus afanes. Han sido amantes en dos momentos claves de sus vidas, primero en el lujoso Cap Polonio, trasatlántico que en 1928 acoderó en Buenos Aires y donde Max se ganaba las pesetas (mientras planeaba desvalijar a algún incauto) entreteniendo a las aburridas señoras de primera clase que viajaban sin pareja o cuyos esposos carecían del talento del buen bailarín; luego en Niza, Riviera francesa, 1937, en medio de una trifulca de espías y conspiraciones entre republicanos y nacionales.
Encuentros ambos que solo sirvieron para dejar cabos sueltos, heridas y reproches, dos biografías en paralelo y una pasión carnal desbordada.
Esos son los insumos básicos que Arturo Pérez-Reverteutiliza para tejer una maravillosa historia de amor, de amor temprano, de amor maduro, de amor de viejos, entre dos almas al garete en un siglo que también había perdido el rumbo. Y como contrapunto de tanto amor desbocado, traidor, repleto de zancadillas, una historia lo organiza todo y le pone a la novela del insuperable Pérez-Reverte la música de fondo que necesitaba: la del tango, la del tango lunfardo que Armando de Troeye, el primer esposo de Mecha Inzunza, fue a buscar al Buenos Aires de La Ferroviaria y el Barrio de La Boca, con el deliberado propósito de afrontar con éxito una insulsa apuesta con Maurice Ravel, el famoso músico de origen vascongado y padre también del bolero.
Confieso que la contrariada historia de Max y Mecha –y Armando de Troeye, el compositor flemático y voyeur- me dejó sin aliento; primero, por la magnífica puesta en escena –Arturo Pérez-Reverte es un artista del cinematógrafo, escenografía y tramoya incluidas-; segundo, por la perfecta armonía del relato de un amor inconcluso, material, corporal, exento de reglas y convenciones; un ménage a trois que va a contracorriente de los amores convencionales. Tercero, por la adolorida descripción de una vida, la de Max Costa, embaucador de mujeres, tahúr en cruceros y hoteles de lujo, que llega al epílogo sin mucho que mostrar a pesar de tantas aventuras y ambiciones vividas. Cuarto, por el silente actuar de una Madame Bovary de nuestro tiempo, una mujer, Mecha Inzunza, decidida a recorrer todos los intersticios de su piel y armazón interno con tal de satisfacer sus deseos más mundanos y auténticos.
¿Parentescos y similitudes? Lo acabo de decir, Pérez-Reverte alcanza la estatura de Flaubert y su Mecha a veces supera, en digresión y osadía, a la Emma de Madame Bovary. Max Costa, a lo lejos, vive su Casablanca personal, es Rick Blaine / Bogart distanciado de los ideales que mueven el mundo real, preocupado por seguir cumpliendo una agenda personal que tiene una hoja marcada con el nombre de una mujer que jamás va a poseer completamente, finalmente solo es un mozalbete pobre de Riachuelo, en Buenos Aires, un pasajero de segunda clase.
Como lo comenta en un pasaje de la novela, los tipos como él solo saben perder guerras.
Y el “As time goes by”, la canción que siguen escuchando los Humphrey Bogart e Ingrid Bergman que en el mundo han sido y seguirán siendo, es el invisible “Tango de la Guardia Vieja”, una entrañable canción que cada uno de los lectores del fascinante Pérez-Reverte nos imaginamos cómo suena, cuánta nostalgia nos trae… y cómo se baila.
Dio en el clavo, el maestro de la composición de cuadros y closes up, su Tango de la Guardia Vieja supera a casi todas sus novelas anteriores y Mecha Inzulza, a su manera, resulta tan notable como los mejores héroes y heroínas de su universo personal.
El tango de la Guardia Vieja
Alfaguara, 2012
497 páginas