Mi opinión
El Chocó es el lugar soñado, un pedazo del mundo donde arriban las ballenas desde el extremo sur para amamantar a sus crías, un pedacito del paraíso repleto de delfines, de tortugas, de manglares infinitos, de selvas enmarañadas donde abundan las historias de otros tiempos. Un territorio poblado por negros, por indios, por gente de trópicos lejanos como Javier Montoya, un hombre bueno acribillado a balazos el 6 de junio último en su casita-hotel al lado del mar y de sus sueños.
Sobre el Chocó he leído mucho. Acabo de cerrar el último libro de Alfredo Molano (De río en río) y estoy por la mitad del trabajo de Juan José Hoyos sobre la tragedia aurífera en los resguardos emberá de esa región prodigiosa (El oro y la sangre). Leyéndolos no termino de entender el cúmulo de desgracias de este punto del globo desangrado por la coca, el narco, el tráfico de madera, el paludismo, el oro, las pieles, los paramilitares, la muerte en todas sus acepciones.
La guerra parece no tener fin en el Chocó, tampoco en Colombia. Qué horrible, qué pena. El asesinato de Javier Montoya, en Morromico, su hotel, a vista y horror de su esposa, uno de sus hijos y dos turistas es una tragedia, tristísimo, una afrenta a la paz, al mundo nuevo en el que soñamos. Me ha conmovido.
Les dejo el testimonio del periodista José Alberto Mojica del diario El Tiempo de Bogotá. Larga vida a los sueños de Javier Montoya, descanso y plenitud a su familia.
Hoy no sopla el viento.
Hoy no hay puja ni quiebra.
Hoy el canto de las ballenas es silencioso.
Hoy no hay sombra porque el radiante sol se niega a salir.
Hoy Javier inicia otra aventura.
Palabras de Jaime Andrés Londoño para su amigo Javier Montoya.
5 de junio del 2017
A Javier Montoya Restrepo lo recuerdan con amor y dolor. Con el alma sin alma. Y también, pese a las heridas tan frescas, con ilusión.
A Javier Montoya lo mataron de seis disparos el pasado domingo 5 de junio a las 2:20 p. m., según reportó la Policía del Chocó.
Estaba en su casa, que a la vez es un hotel donde acogen a viajeros de todo el mundo –uno de los mejores hoteles del Pacífico colombiano según TripAdvisor–, en la playa de Morromico, en el norte del municipio chocoano de Nuquí. Un paraíso entre la selva y el océano –verde y azul, bravo y sereno– adonde Javier Montoya llegó hace 37 años con su hermano Alejandro buscando una vida sin afanes.
Un lugar que convirtió en su hogar mientras pescaba loros, palometas y tejecueros sobre un acantilado. Un lugar a donde se llevó a vivir a la jovencita de la cual se enamoró y donde nacieron y crecieron sus tres hijos, mientras contemplaban, juntos, el salto de las ballenas yubartas que atraviesan ocho mil kilómetros desde el helado Polo Sur para parir sus crías en estas cálidas y profundas aguas colombianas. Un lugar a donde empezaron a llegar los amigos y más adelante los turistas para contemplar el sol fundiéndose en el mar y nadar con delfines y tortugas, a ver el vuelo de los pelícanos en fila, a comer atún fresco con patacón y arroz con coco, y a explorar los secretos de una de las zonas más biodiversas del planeta.
Un mundo ideal. Un cuento de hadas con villanos incluidos. Un lugar donde le arrancaron la vida de seis tiros. Tenía 60 años, una esposa, tres hijos, una familia amorosa y amigos regados en todo el mundo. No le conocieron enemigos.
Todos querían a Javier, pero igual lo mataron.
Tal vez los paramilitares rearmados en las Autodefensas Gaitanistas que, según la Defensoría del Pueblo, vienen ocupando los terrenos que dejó la guerrilla de las FARC –y que no ha ocupado el Estado–; esa estructura criminal que ahora quiere ahuyentar el turismo para apoderarse de esta región del Chocó, que hace parte de un estratégico corredor del Pacífico hacia Panamá. Tal vez el ELN, que también viene ocupando el territorio abandonado por las Farc y que se disputa el territorio con ‘los gaitanistas’ ante la ausencia del Estado.
Tal vez.
Lo único que se sabe con certeza es que a Javier lo mataron y que su muerte no solo destruyó una familia. También llenó de miedo a una región que vive del turismo y que teme quedar en manos de los bandidos. El crimen de Javier Montoya –dicen sus familiares, dice la Defensoría del Pueblo– demuestra que aunque el país dio pasos agigantados al ponerle fin al conflicto armado con las Farc, está lejos todavía de conseguir la paz.
***
Se dice que no hay muerto malo. Pero no. No es el caso de Javier.
“Ay, hombre. No te imaginás el dolor tan grande ni lo destrozados que quedamos. ¿Cómo nos quitan a Javier de esa manera? Mataron a Javi, un hombre tan bueno que no se metía con nadie. Un hombre tan tranquilo y generoso. Todo el mundo lo quería en Nuquí y en el Chocó: la comunidad afro, los indígenas. Todos lloramos a Javi”, dice Alejandro con esa voz tan paisa y tan temblorosa. Llora Alejandro tratando de evocar el momento en el que se fueron ambos a buscar un sueño en esas playas perdidas del Chocó:
Corría el año de 1980 en El Retiro (Antioquia), una época convulsionada por cuenta del narcotráfico. Alejandro tenía 19 años y estaba en cuarto de bachillerato y Javier, de 22, ya se había graduado como programador de computadores; una carrera muy promisoria en ese entonces pero que a él no le interesaba, aunque trabajaba como pagador de policía (en el área administrativa de esa institución). Javier no estaba dispuesto a que la vida se le fuera dentro de una oficina y por eso le dijo: “Alejandro, hermano, en el Chocó hay unas tierras baldías, unas playas dizque muy hermosas, vámonos a colonizar”. Y se fueron, un día del mes de junio de 1980.
Un día del mes de junio, 37 años más tarde, mataron a Javier.
Dos de los once hijos de Blas Montoya y Jael Restrepo se fueron con una mano adelante y otra atrás, solo con unos pocos pesos en los bolsillos y con sus ansias de libertad.
De Medellín volaron a Bahía Solano, el aeropuerto más cercano. Y desde allí empezaron a buscar playas. Arañaron el monte y llegaron al corregimiento del Valle, pasaron por la ensenada de Utría –donde la selva encierra al mar, la ‘sala de partos’ de las ballenas– y siguieron avanzando de norte a sur. Y al llegar a una playa desolada de arena morena, gruesa pero suave, larguísima –de un kilómetro–, decidieron que era lo que buscaban.
Se dice que todo paisa lleva un colono adentro y ellos se convirtieron en colonos de su propio paraíso: la playa Morromico, en el corregimiento de Jurubirá. La tradición oral cuenta que este rincón del Pacífico fue bautizado así, Morromico, por los kunas que habitaban la zona y que migraron a Panamá en épocas de la conquista española. Y es que frente a la playa hay un morro de esos que brotan del mar, con árboles que nacen hasta de las piedras y por donde revoletean los pájaros. Uno lo mira con detenimiento y, sí, tiene la forma de un mico.
“Javi inspiró a toda una migración de paisas –hippies, rebeldes, aventureros, viajeros, gente aburrida del sistema y que no quería una vida de oficina– que terminamos siguiéndole los pasos”, dice uno de sus grandes amigos: Juan Darío Zea, mejor conocido como ‘Guereguere’; un hippie jubilado que vive en un velero que compró con sus ahorros y que navega por todos los mares pero siempre vuelve a las aguas de Nuquí.
El primer día, un nativo llamado Melchor –recuerda Alejandro– les ayudó a armar una choza con cuatro horquetas y techo de palma de iraca. Los hermanos Montoya pasaron de ordeñar vacas y de cuidar la carnicería del papá en El Retiro a aprender a sobrevivir en medio de la selva y el mar: a pescar con un nailon y un anzuelo y a comer pescado –Javier no comía pescado, pero le tocó después de que se acabaron las salchichas, el arroz, las pastas y demás provisiones–; a cultivar piña, coco, papaya, plátano y banano. A echar remo, a sortear las olas bravas del Pacífico sobre una inocente canoa, a prender el fogón de leña con palos secos y a cuidar los fósforos como el más grande tesoro.
Alejandro decidió irse dos meses más tarde. Estaba muy joven y comprendió que era el sueño de su hermano. No el suyo. Quería viajar a Estados Unidos a aprender inglés y a hacer una vida allí. Y así lo hizo.
Javier se quedó solo, aunque más adelante llegaría la Negra: su mujer hasta el último pálpito de vida. Pero nunca dejó de visitarlo. Pasaba largas temporadas en la cabaña que Javier levantó con palos y a la que empezaron a llegar los amigos a pasar vacaciones. No les cobraban, recuerda Alejandro. Pero a modo de trueque dejaban comida, una hamaca, ropa, unas chanclas. Cualquier cosa. Luego –hace unos 18 años, cuando inauguraron el aeropuerto de Nuquí– empezaron a llegar los turistas y así nació el ecohotel Morromico. El turismo se convirtió en el sustento de la familia y en una esperanza para la región, y Javier era escudo y estandarte de todos.
La última vez que se vieron fue a comienzos de mayo de este año, un mes antes de que lo mataran. Alejandro viajó desde Estados Unidos –donde vive de la fotografía– y llegó hasta Morromico a ayudarle a levantar la casa nueva. Durante los últimos años, Javier almacenó mucha madera, juntó todos sus ahorros, sacó un préstamo y decidió tumbar la casa vieja y construir una nueva. Alejandro y otro hermano, Héctor, fueron a ayudarle con la parte eléctrica y otros ajustes domésticos.
Pero todo se derrumbó. “Vieras cómo quedó de espectacular la casa. Javi estaba feliz, todos estábamos felices. Ya la estábamos promocionando con los turistas en la página de Internet de Morromico y teníamos muchas reservas. Pero mira qué cosa más cruel: Javi no la pudo estrenar. Esa gente nos lo mató”.
Alejandro no para de llorar.
***
La Negra no es negra. Es blanca, pero terminó con la piel del color del arroz con coco por tanto sol. Pero en tierra de negros –y la familia y los amigos– la conocen así: como la Negra. Se llama Gloria Stella Tabares Bolívar y también es antioqueña, de Salgar, y fue muy amiga de las hermanas de Javier. Sobre todo de Mireya, con quien estudiaba en el colegio en El Retiro. Todas las tardes –recuerda– iba a la casa de los Montoya a tomar el ‘algo’, como le dicen en Antioquia a la merienda vespertina; en este caso, unas arepas deliciosas con quesito paisa que preparaba doña Jael.
Entonces, Javier llegó del Chocó. Y desde el momento en que lo vio entrando a la casa –con la piel bronceada, con la melena salvaje, con su estampa de galán de cine de los 80– supo que sería el amor de su vida. Quedaron flechados. Era el año de 1982, tenía 17 años y cursaba cuarto de bachillerato cuando se voló de la casa para irse a la selva con Javier.
Un día, a las cinco de la mañana, la Negra se disponía a la fuga. Pero la mamá la sorprendió y le quitó la maleta. Y le dijo: “Mija, no se vaya, qué se va a ir para el monte a buscar males”. Y ella le respondió: “Mamá, yo me voy a aventurar, es que estoy muy enamorada”. Cruzó la puerta y dijo adiós, y se fue sin la maleta.
En Morromico comenzaron una vida juntos. Una vida feliz en semejante paraíso. Allí nacieron sus tres hijos: Melissa, hoy de 32 años; Pablo, de 18, y Sebastián, de 15. Los niños nacieron y crecieron entre la selva y el mar –sin televisor, sin internet, solo la naturaleza–, y estudiaron en la escuelita de Jurubirá como cualquier otro nativo. Cuando fueron creciendo los mandaron a estudiar inglés al exterior, para que así volvieran a fortalecer el negocio familiar, pues el 80 por ciento de los huéspedes del hotel han sido y siguen siendo extranjeros.
Y mientras Javier atendía a los turistas y se convertía en todo un gestor del turismo ecológico en el Chocó –generando empleo, dinamizando la economía, enseñándoles a los nativos a convertirse en prestadores de servicios turísticos sin dañar los recursos naturales–, ella trabajaba con la comunidad. Comenzó enseñándoles a leer y a escribir, y luego conformó un grupo de danzas. Más tarde montó la Fundación Creadores de Sueños, que ha buscado rescatar la cultura ancestral a través del arte, la educación y las artesanías.
En el 2004, cuenta ella, tuvieron que salir de Morromico porque sucedieron cosas. Habían visto pasar grupos armados y el turismo en la región y la economía familiar se vieron amenazados. Era la época dura de la guerra con las Farc. Se fueron para El Retiro y empezaron a vender ropa y zapatos, lo que fuera para sobrevivir. Pero habían dejado el alma en Morromico. Por eso, unos meses después, volvieron a casa. Decidieron asumir las consecuencias.
Javier –dicen todos– sabía que seguían sucediendo cosas. Pero no decía nada para no preocupar a nadie.
La Negra estuvo con él desde que se voló de la casa y dice, con orgullo, que él le dio una vida maravillosa. Ella vio cuando llegaron esos hombres y le descargaron seis tiros. Sebastián, el más pequeño de los hijos y el único que estaba en la casa con ella, cogió la lancha –es un gran navegante como lo fue el papá– y con el alma acuchillada llegaron juntos al pueblo a pedir ayuda y a contar que habían matado a Javier.
“Estamos muy tristes, sobre todo por la forma en que se nos fue. Yo me imaginé que iba a morir ahogado porque era muy osado en esos mares tan bravos. Quedamos destrozados pero agradecidos de haber tenido como padre y esposo a este hombre tan bueno”, dice la Negra, quien no está dispuesta –ni ella ni nadie de la familia– a abandonar el legado y el sueño de Javier. No va a permitir que Morromico quede en manos de los bandidos. Por eso, con miedo y fe a la vez, los Montoya volvieron a casa.
Y ya están listos para la temporada de ballenas, que promete estar buena, pese a que muchos turistas se han espantado. El Gobierno ha reforzado la seguridad y la promoción del destino para que los viajeros se sientan tranquilos. Las cosas están mejorando –como debe ser– en una región que vive del turismo. Porque si los turistas se van, los bandidos se quedan y todo se pone mal. Los malos ganan.
Y por honor a Javier, y por la paz de este país, no hay que permitirles esa cruel victoria.
***
Javier sabía que las cosas se estaban poniendo feas. Antes de matarlo –delante de la Negra, de su hijo Sebastián, de dos turistas extranjeros, de la cocinera del hotel y de un trabajador– esto fue lo único que le dijeron: “Por sapo”.
Un informe presentado por la Defensoría del Pueblo seccional Chocó, en diciembre pasado, evidenció una gravísima situación en la zona por cuenta de la avanzada y la disputa de dos grupos armados ilegales por quedarse con territorios desocupados por las Farc, tras la firma del fin del conflicto armado con el Gobierno: las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional (Eln).
Sin embargo, las autoridades no atribuyen el crimen ni a uno ni a otro grupo. Pero sí se sabe que entre el uno o el otro están los hombres que mataron a Javier. No fue delincuencia común ni un hecho aislado.
El informe de riesgo y alerta temprana, presentado al Gobierno Nacional –tras una inspección a los municipios de Nuquí, Juradó y Bahía Solano a finales del año anterior– comprobó la expansión y el control territorial de estos grupos armados, “que produce como resultado el confinamiento de las poblaciones, la violación de derechos humanos, el desplazamiento de dos comunidades de Bahía Solano ante la presencia de ‘los gaitanistas’ –en diciembre pasado– y las amenazas a los líderes sociales. Incluso, se sabe de la siembra de minas en comunidades indígenas, que no hacen parte de las zonas turísticas”. Un terror generalizado y varios asesinatos, entre estos, el de Javier Montoya.
“Tenemos mucho miedo. Con el asesinato de Javier a la comunidad le quedó un dolor muy grande. Lo único que les pedimos a esos grupos armados es que nos mantengan al margen de la guerra; y al Estado, que no nos deje solos”, dice Noelia Mosquera, profesora del centro educativo Pascual Santander.
En Jurubirá. Noelia, gran amiga de Javier, también dice: “Para la comunidad fue ese hombre que vimos levantarse de la nada, que no se dio nunca por vencido, muy querido por todos. Y no porque todo muerto sea bueno. Él era un ser humano muy bonito que ayudó siempre a toda nuestra gente y que no merecía ese final”.
El crimen del señor Montoya es un mensaje contundente de los grupos armados ilegales que están marcando su presencia y poderío en el territorio
Luis Enrique Murillo, defensor del Pueblo del Chocó, no conoció personalmente a Javier Montoya, pero sabía de su trayectoria. Visiblemente preocupado, dice:
“Para la Defensoría del Pueblo, el asesinato del señor Montoya es un mensaje contundente de los grupos armados ilegales que están marcando su presencia y poderío en el territorio y que demuestran su capacidad para desarrollar acciones de terror; acciones que afectan gravemente la tranquilidad y economía de una zona, que está basada en el turismo”.
10/8/2017
https://soloparaviajeros.pe/invitado/carta-a-antonia-un-dia-despues-de-la-guerra/