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De sampedros y otras maravillas de mi jardín sambartolino

Mi opinión

Hay quienes suponen, desde la ciencia y no desde la imaginación, que los cactus que han hecho tan famosos a los mexicanos se originaron en algún remoto lugar de la cordillera de los Andes que compartimos con los bolivianos. Y que desde ese confín sudamericano salieron, como geniecillos con cabellos de serpiente, colmillos de jaguar y garras de ave rapaz, a poblar el mundo, desierto de Sonora y extramuros de Casablanca incluidos.


Fue la señora Ana, la mujer que desde hace más de veinte años trabaja cerca de mí para darme protección y abrigo, quien los plantó por primera vez en casa. Entonces vivíamos en un borde de los pantanos de Villa, en Chorrillos, y los robos se habían convertido en una insólita presencia en el barrio que habitábamos a pesar de las tranqueras que tanto daño nos hacen y con las que guardo un prolongado diferendo. Ana, sagaz como buena amazónica, me aseguró, y le creí, y todavía le sigo creyendo, que los sampedros que había decidido sembrar en los rincones más visibles del jardín que daba a la calle nos iban a proteger de los ladrones de ocasión e iban a mantener nuestra morada a buen recaudo.

Esos mocetones que me siguen acompañando y se reproducen con absoluta magnificencia siguen conmigo, me los traje como pude a mi huarique sambartolino donde han continuado, guardianes supremos de la nocturnidad y las ausencias temporales, cumpliendo su cometido: batiéndose como guardias pretorianos al servicio de sus convocantes, dos señorones que siguen creyendo en la infalible compañía de los conjuros y las buenas tretas de las plantas que curan y han aprendido a espantar a los intrusos.

Lo anterior tiene relación con el insólito despertar de los sampedros que seguimos cultivando con ahínco Ana y yo. Me refiero a los que han crecido en el jardín posterior de nuestra casa en San Bartolo y al que alarga su espigada figura en una maceta en el balcón: todos se han dado el lujo de florecer más de la cuenta desde fines del año que acabamos de dejar atrás e inicios de este 2021 cargado de indefiniciones. Digamos que si en Villa eran unos mozalbetes de pecho henchido seguros de su talla, a cincuenta kilómetros de Lima han devenido en unos adultos vigorosos capaces de arrojar sus flores blanquísimas y de tan efímera vida en el momento menos esperado, tal vez como queriéndonos decir que el sol está por volver a iluminar los días que se vuelven a amontonar y ha llegado el momento de convocar a las abejas para que prosigan el tejido de la vida.

El sampedro (Echinopsis pachanoi), la wachuma o gigantón que nuestros antepasados han venerado por lo menos desde hace diez mil años por sus virtudes mágicas, divinas, es un cactus que crece en los Andes de Ecuador, Bolivia y el Perú en altitudes que van de los 1,000 a los 3,400 msnm. Carlo Brescia, estudioso de las plantas medicinales de la Cordillera Blanca, refiere en la guía de salud y buen vivir que acaba de publicar que en la cueva de Guitarrero, en Ancash, 8,600 años a.C, entre los despojos de instrumentos líticos y huesos de animales, se encontró evidencias del enteógeno y que en Las Aldas, en la costa de Casma y también en Chavín de Huántar, en el Callejón de Conchucos, se han hallado más indicadores del uso de la planta milagrosa entre los antiguos peruanos.

Los cactus, a excepción de una especie que crece en el África tropical, Madagascar y Sri Lanka, son nativos de nuestro continente.  Desde Canadá hasta la Patagonia, desde la orilla marina hasta  las alturas que sobrepasan los 4,200 metros, en las selvas más enmarañadas de Brasil, en el desierto de Atacama y hasta en las islas Galápagos, se han reportado más de dos mil especies, algunas de ellas de apenas un centímetro de altura y otras muy grandes como el saguaro de los descampados de México, el país de los cactus por antonomasia, que llega a medir 16 metros y ha sufrido la desmedida furia de la administración Trump que cortó de raíz muchos de ellos para construir el demencial muro fronterizo.

Los he visto en la costa de Almería, en España, donde se han adaptado a la perfección, también en las islas Baleares y en Marruecos, donde se reproducen como si el desierto norafricano fuese una bendecida prolongación de los nuestros. El de mi jardín, el cactus sampedro que me acompaña por lo menos desde hace veinte años y ha sabido multiplicarse para solaz de la audiencia que me rodea, es una maravilla por donde se le mire. Es un árbol columnar de color verde que ya superó con creces los dos metros de altura que en la cúspide de su voluminosa estampa guarda espacio para que se acumulen las flores que con nocturnidad y alevosía se han dado maña para desafiar los vientecitos del verano con la intención de regalarnos sus aromas y extraordinaria belleza. Lo máximo.

Del espíritu sagrado de la planta y su maravilloso magisterio puedo dar fe: la he tomado en Menorca, en una de las mágicas calas del Camí de Cavalls, con Raimon Plá, tabaquero catalán y estupendo guía para transitar, primerizo, por los caminos rituales del cactus de los chavinos. Como dice Brescia su uso requiere de la presencia y conocimientos de un especialista que contenga los efectos de la planta.

Voy a volver a las cactáceas cuando le toque el turno al cactus candelabro, otro buen compañero de cuitas, que sembré con mis hijos en un rincón de mi jardincito sureño. Increíble, hay quienes suponen, desde la ciencia y no desde la imaginación, que los cactus que han hecho tan famosos a los mexicanos se originaron en algún remoto lugar de la cordillera de los Andes que compartimos con los bolivianos. Y que desde ese confín sudamericano salieron, como geniecillos con cabellos de serpiente, colmillos de jaguar y garras de ave rapaz, a poblar el mundo, desierto de Sonora y extramuros de Casablanca incluidos.

Buen viaje…

Las flores se abren de noche, son de color blanco y de mucho olor. Son de vida breve, ya que suelen durar uno o dos días. Luego se marchitan y caen…

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