Mi opinión
Los relatos de Paul Bowles o las referencias que alguna vez diera Juan Goytisolo de la ciudad de Marrakech que fue suya mil veces, no me han servido para terminar de armar el retrato que me llevo de este primer día en una urbe idéntica a las que describe Manu Chao en sus canciones. África del Norte, al menos la porción de ella que voy recorriendo, se parece al sur donde yo vivo.
Marrakech me pareció Lima: su cielo plúmbeo a pesar del solcito limeño de noviembre que me recibe pareciera no tener complejos en disolverse en la faz de un desierto que se advierte por todas partes. No viajo solo esta vez ni tengo más apuros que los que traen los pocos turistas que tomamos el vuelo low cost de Ryanair en Barcelona. La ciudad que antaño recibía mesnadas de turistas y bon vivants dispuestos a arrendar un piso en la Ciudad Vieja, la de la Medina donde se alza la mezquita de Kutubía con su célebre minarete y sus zocos miliunanochescos, se convirtió de pronto en un destino simplón desde que las huestes del Talibán decidieron sentar reales en sus barrios para imponer viejos hábitos y combatir a los infieles.
El departamento que hemos tomado, oh, dichosos tiempos de los alojamientos Air B & B, había que encontrarlo entre los muretes siempre rojo-ocre de la ciudad nueva, la ville nouvelle que rodea los extramuros de la ciudad fundada en el siglo XI cuando en estos llanos gobernaban los príncipes bereberes de la dinastía de los almorávides, los mismos que impusieron sobre la península ibérica un dominio varias veces centenario. El barrio que nos va a alojar unos cuantos días hierve a las diez de la mañana de vendedores de trastos usados cuyas bondades anuncian a voz en cuello y de parroquianos que apuran el paso para comprar cualquier cosa. Cualquiera diría que nos hallamos en Matute o en las inmediaciones de un barrio de esta Lima tan alejada y al mismo tiempo tan parecida a esta ciudad trajinada por autos Dacia, de indudable procedencia este-europea, mercedesbenz destartalados, motos salidas de un anticuario y carretones halados por caballos.
África del norte, al menos está que me hace mohines desde las faldas de los montes Atlas, parece detenida en el tiempo. De primera impresión Marruecos es Yugoslavia antes de la cruenta guerra civil que parió a Mladic y a Milosevic o La Habana de Fidel y los del Granma. Dejamos nuestros bártulos en casa y salimos a caminar: el calorcito de Marrakech y las buenas costumbres nos pedían a gritos, nos exigían a grito pelado un par de cervecitas y un bocadillo. Tomamos la avenida Hassam II, amplia y salpicada de unos árboles muy parecidos a los molles de nuestras calles y palmeras intentando rozar el cielo, pasamos por la puerta del hotel Ibis Marrakech Center Gare, de paredes ocre y azul y la bonita y muy colonial estación ferroviaria. Para entonces nos quedaba claro que hallar birras que sofrenen nuestro sediento estar y el buen ánimo que traíamos a cuestas iba a ser una osadía. En los países musulmanes el alcohol ha dejado de ser parte de la corografía cotidiana y no teníamos mucho más que acotar. Igual seguimos insistiendo en encontrar una sola, aunque sea…
Las mujeres con las que nos tropezamos llevan velos y me parece que se mueven a sus anchas por dónde vamos. De pronto una de ellas se baja de la moto que conducía para increparle al chofer del vehículo que estuvo a punto de llevársela de encuentro por tamaño descuido. La noto furiosa. El hombrecillo motivo de su grita no dice mucho. La gente que se mueve en ese momento por la avenida por donde avanzamos ni se inmuta. Yo cavilo: ¿no era que la sumisión femenina en el Islam era una constante? Es evidente, me queda claro que somos nuestros prejuicios y estereotipos.
Alborozados nos acercamos a la plaza Yamaa El Fna, la puerta de ingreso a la Medina o ciudad vieja, epicentro del turismo masivo en Marrakech y también el punto de encuentro de los marrakechíes de todos los linajes desde que se fundó esta villa que alguna vez fue la capital del mundo islámico. Miles de personas la recorren durante todo el día: nosotros que sabemos lo que son los desbordes populares y el desvarío propio de los mesarredondas y gamarras que en el mundo existen no hicimos otra cosa que sacarnos el sombrero por tan increíble apocalipsis urbano. La plaza triangular flanqueada por restaurantes, tienduchas y edificios públicos que comparten espacio con hoteles y pisos para turistas es una explanada de dimensiones colosales donde se han armado como sea tenderetes y puestos de cualquier cosa y donde se reúnen para hacer de las suyas en las mañanas y sobre todo en la noche juglares, acróbatas, cuentacuentos, encantadores de serpientes, pedigüeños, faquires, vendedores de agua, predicadores, dentistas con tarros llenos de dientes, tatuadores, curanderos, adivinos, tahúres, ladronzuelos de poca monta, carteristas, de todo. Macondo en el Magreb.
Nos internamos en ese mercado persa, nunca mejor utilizada la expresión, para tratar de entender su dinámica. El batiburrillo y los excesos se maridan a la perfección en este punto de encuentro entre varios mundos. Yo, que a pesar de creer lo contrario en casos como éste suelo parecer un turista más, me detuve más de la cuenta ante el espectáculo de unos feriantes que sostenían una serpiente a punto de iniciar algún espectáculo inusual y sin darme cuenta saqué a relucir mi teléfono para la obligada foto de reglamento. Craso error: un muchachote, miembro sin duda de la troupé, se abalanzó a exigirme a viva voz el pago por la instantánea. Traté de eludirlo, me hice el sueco hasta donde pude, pero la situación se agravó. El tipo no se arredró por nada e insistió, con vehemencia, en su pedido: la plata o la vida, parecía decirme mientras yo iba sopesando la gravedad de sus insultos. No era momento para trifulcas, lo supe de inmediato, apuré el paso mientras la grita destemplada se iba perdiendo entre el barullo de los paseantes. Me queda claro que esta plaza soy una mercancía, valgo one dolar que no se pueden perder así por así.
…
Confundidos y sin saber qué hacer nos zambullimos en los zocos de la Medina de Marrakech, un dédalo de callejuelas estrechas llenas de tienduchas y gatos, un laberinto al interior de unas murallas de tapial rosado transitado por hombres y mujeres de infinitas procedencias y motos que zigzaguean a toda prisa mientras resuenan cercanas las letanías de los muecines. En las ciudades del Islam las mezquitas y las madrazas, las escuelas donde se aprende la ley coránica, también los hammams o baños públicos, parecieran funcionar todo el tiempo. Las horas pasan colmatadas de sorpresas. El gran zoco de la Ciudad Roja de Marruecos es un hervidero, un Mercado Central a escala superlativa. En la noche volvemos a la plaza Yamaa El Fna que explota de tenderetes de comida al paso. El humo agobia y el bullicio también. Unos malabaristas han logrado agrupar a un gentío regular que se alborota ante las evoluciones de un jovenzuelo que se sostiene en un andamio dispuesto para la ocasión. La gente observa al acróbata con rendida complacencia y aplaude cada uno de sus movimientos; sin embargo, cuando el artista termina su espectáculo y se acerca a la “tribuna” sombrero en mano, el público se retira, toma las de Villadiego. Como en las plazas públicas de la ciudad de donde provengo.
Ingresamos al food court al aire libre. Los jaladores, esa estirpe de baja ralea que se agolpa en los mercados del tercer mundo, se pelean a viva voz el favor de los turistas a punto de elegir el mejor chiringuito donde probar los cuscús y las fritangas, las carnes y los exquisitos sabores que se agolpan y se lucen sobre las mesas y parrillas. Harto de la perorata y los afanes de estos acosadores callejeros que abundan en mis pagos hago un comentario limeñísimo al respecto que uno de ellos parece escuchar para pasar a interpretarlo a su manera y abalanzarse sobre nosotros. Nuevamente soy el motivo de las iras públicas y no hay vuelta para atrás, el peligro acecha, lo sé. “Arrogante”, me dice, “arrogante”, me increpa a voz en cuello. Dos tíos más lo acompañan en el asalto mientras trato de escabullirme entre la masa. Mis acompañantes temen una reacción destemplada de mi parte, pero he aprendido a ser precavido, a medir bien mis arrebatos, sé que en algunas situaciones es mejor arrugar, poner reversa y partir, caballero nomás. Y eso es lo que hago sin chistar. Fin del incidente.
Esta Ciudad Roja que visito, este territorio formateado por la literatura, el cine de mis años primeros y los relatos de viajes que he frecuentado desde siempre no se parece en nada a la Babel de trashumantes que guardo en mi imaginación. Los relatos de Paul Bowles o las referencias que alguna vez diera Juan Goytisolo de la ciudad de Marrakech que fue suya tantas veces, no me sirven de mucho para terminar de armar el retrato que me llevo de este primer día en una urbe idéntica a las que describe Manu Chao en sus canciones. La fragilidad de la economía de Marruecos, una de las más estables de la región, víctima como tantos otros destinos turísticos de la crisis que afronta el turismo se refleja en los apuros de sus gentes, en el apremio que le ponen a la persecución de esos seres humanos de trajes estrafalarios que han llegado desde tan lejos buscando convertir en reales sus quimeras y apetencias.
Tomo el camino de mi austero alojamiento en las afueras de la Ciudad Vieja. Atrás va quedando el perfil del minarete de la mezquita de Kutubía y el dédalo de 19 kilómetros de callejuelas y callejones del zoco de Marrakech, un baratillo donde es posible encontrar la aguja que se perdió en un pajar, peluquerías a granel y boutiques muy refinadas que ofertan el oro y el moro. Ya para entonces había descubierto que en este país y quizás en el resto del mundo islámico el té de menta resulta un elixir más entonado que las cervezas heladas que suelo apetecer cuando cabalgo el planeta. Esta noche espera una duermevela prolongada, pienso, mientras retumba en mi sesera una voz que repite sin cesar un estribillo aterrador: “arrogante, arrogante, sos un arrogante…”.
Buen viaje…