Mi opinión
El buda de los suburbios es una fascinante novela de denuncia social, sumamente crítica de esa Europa que ha nacido al calor de las nuevas invasiones y las transculturaciones, que debe leerse con calma, sin apresuramientos, tratando de saborear en extremo la buena prosa de este extraordinario escritor que ya había gozado en Intimidad que merece la pena seguir frecuentando.
Karim Amir tiene diecisiete años, se alimenta por lo general de kebabs y chapati, vive en los suburbios de Londres y a pesar de no parecerlo, es un inglés de los pies a la cabeza, o casi. “Soy inglés, aunque no me enorgullezco de ello”, suele decirse, mientras ve pasar los días y se aburre de lo lindo. Su vida carece de episodios que merezcan la pena ser resaltados, es hijo de un indio y de una inglesa deprimida que no sabe como acabó viviendo entre emigrantes y que solo logra alcanzar ciertas cuotas de felicidad cuando se sienta a repasar la absurda programación televisiva local. En el vecindario donde habitan Karim y su familia nadie sueña con ser feliz.
Pero un día todo cambia. Su padre, Haaron, hasta entonces un oscuro empleado estatal decide salir del anonimato y convertirse en Dios, o mejor dicho, en una suerte de profeta urbano al servicio de las almas sufrientes. Esa es la trama de inicio de El buda de los suburbios, la soberbia novela del escritor inglés de origen paquistaní Hanif Kureishi que tiene del mejor Murakami la musicalidad y el culto al rock contemporáneo que brota a borbotones en Tokio Blues. Al menos esa fue la primera impresión al comenzar el relato de la decadente familia de Karim Amir, un adolescente que lee a Kerouac mientras se acuesta con su prima Jamila y no tiene mayores reparos en hacer lo propio con Charlie, su compañero de escuela e ídolo juvenil.
Kureishi al diseccionar la vida de Haaron, un indio en Londres y los conflictos personales, de Karim, un mestizo en los suburbios de la inmutable capital del reino, por lo general plagados de neo-nazis y skinheads que no suelen ser compasivos con los emigrantes o con quienes parecen serlo, retrata con absoluta brillantes el rostro de las nuevas ciudades que empezó a parir la Europa de los refugiados, la Europa de los llegados allende los mares, la de los hijos de los otros. Un continente apátrida, donde las contradicciones ya no son solo generacionales y están todas a punto de explotar. Como en el film de Laurent Cantent, “Entre les Murs”, ganador del Festival de Cannes en el 2008 o en “La journée de la jupe” (2009), la película de Jean Paul Lilienfeld con la soberbia Isabelle Adjani en el papel de una maestra harta de trabajar entre inmigrantes, la novela de Kureishi se regodea escarbando con cachita los escombros de los suburbios de una ciudad que contiene a otra, una metrópoli, en este caso Londres, poblada por ciudadanos que apenas se reconocen como tales a pesar de viajar apretujados en el mismo tren.
Mientras su padre se convierte en Buda para integrarse de mejor manera a la sociedad que lo acoge, Karim se adapta como puede a la vida mediocre que le ha tocado vivir y va probando suerte en compañías de teatro cuyos directores suelen reservarle papeles secundarios, cuando no de extranjero. Es Mowgli en una obra existencial y en otra es obligado a repetir un monólogo que reproduce en todo la vida apurada y extrema de su tío Anwar, un vendedor de productos ultramarinos que intenta volver a la India para morir en paz, alejado de un país que lo ha tratado todo el tiempo. En todos los sentidos los dos, padre e hijo, son bufones de una corte poblada por saltimbanquis de todo linaje. No hay para ellos otro papel que aquel que deben cumplir.
Sin embargo, digamos, resulta mejor ser un Buda en West Kensington aun cuando se tenga que hacer grandes esfuerzos para soportar a la legión de diletantes que asisten a las sesiones de Lieh Tzu, Lao-Tzu y Chuang-Zu que imparte en salones siempre limpios, que vivir eternamente dentro del traje del empleaducho público que habita un barrio de asiáticos. Lo mismo sucede con Karim, la opción del actor que solo puede ejecutar papeles de negros,mientras descubre el glamour de los cenáculos de la gran ciudad intelectual, es objetivamente mejor que la del crío que va viendo cómo se destruye el frágil matrimonio de unos padres disímiles en casi todo. “Todos los días era testigo del desgaste de los cimientos de nuestra familia”, confiesa.
En suma, una fascinante novela de denuncia social, sumamente crítica de esa Europa que ha nacido al calor de las nuevas invasiones y las transculturaciones, El buda de los suburbios debe leerse con calma, sin apresuramientos, tratando de saborear en extremo la buena prosa de este extraordinario escritor que ya había gozado en Intimidad que merece la pena seguir frecuentando.
El Buda de los suburbios
Anagrama, 1994
366 p