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Joaquín Randall y el Chuncho de Ollantaytambo, cocina de autores populares y sabores andinos

Mi opinión

La cocina peruana se renueva, de eso no me cabe la menor duda, es el signo inevitable de los tiempos. Sin embargo, mientras muchos aplauden el nacimiento de la «nouvelle cuisine péruvienne» hay quienes siguen hurgando en los fogones para entender la trascendencia de mesa popular y el impresionante aporte de los productos nuestros a la seguridad alimentaria de los terrícolas. Y el buen gusto de sus potajes. Uno de estos tozudos defensores de lo nuestro es Joaquín Randall Weeks, nativo de Ollantaytambo, Cusco. Hace unos días visité su última travesura. Parabienes.


Rum, rum, rum, el camión va bajando a toda prisa por los caminos de piedras y barrancos de la quebrada que se inicia en Pataqancha para morir en los bordes del Willkamayu, el río reverenciado desde tiempos inmemoriales por los gentiles de estos valles.

El chofer del viejo vehículo saluda a la altura de Willoq a un grupo de campesinos vestidos con ponchos y chullos de un rojo iridiscente, intensísimo, que han decidido tomar un atajo para llegar a Ollantaytambo, la ciudad inca viviente al pie de los andenes y edificios pétreos que nos legaron nuestros ancestros.

Son los wayruros, habitantes antiguos de estas montañas sagradas y tan llenas de historia.

Tienen apuro, es día de vender sus productos en la ciudad que despierta.

El camino cimbrea para cruzar una y mil veces el cauce del río Pataqancha por puentes que desafían la gravedad y algunas otras leyes de la física. En la bodega del viejo Volvo del sesenta y pico, cercada por las maderas añtañosas de una carcasa que cruje en cada curva, se arremolinan los productos de las chacras: las habas, las papas lizas, las achocchas, los choclos, las morayas…

Al llegar a la plaza de Ollantaytambo, frente a Chaupi Calle, el motor del aguerrido sobreviviente de mil batallas por las cordilleras del Perú, se va apagando entre el barullo de los paseantes.

Brom, brom, brom, termina de bramar y emitir sus últimos quejidos.

Los Randall de la estación del tren

En casa de los Randall junto a la estación del tren, la cocina, por lo general poblada de mujeres sabias, se transformaba cada mañana en un hervidero de sabores.

A los productos traídos desde las vecindades en vehículos de todo linaje, había que sumarle los cushuros, los kochayuyos, las uncuchas, las kallampas, las sales que iban llegando desde los confines del mundo en las tolvas de camiones igual de bravos.

Y ese arsenal de verduras y otras exquisiteces se enriquecía con la cotidiana dotación de hortalizas, aguaymantos, tomatillos silvestres, huacatayes que aportaba, generosa, la huerta familiar…

La cocina de los ollantinos ha sido desde siempre una fiesta en la que los insumos de la huerta deciden el ritmo que se debe bailar. Así ha sido antes y así tiene que ser ahora, me lo va contando Joaquín Randall, el menor de los hijos de Robert Randall y Wendy Weeks, dos gringos locos que llegaron a estos pagos para quedarse para siempre y sembrar de buenos hijos este universo lleno de incógnitas.

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Joaquín es el creador de Chuncho Restaurante Bar, una propuesta de comida casera, oriunda de estas comarcas, que ha hecho de la ortodoxia el objeto principal de sus afanes. Dicho de otra manera, en el Chuncho de Ollantaytambo los insumos de la tierra y de la mamacocha no hacen concesiones, no transigen con esa cocina trendy que ha impuesto condiciones por todas partes.

La carta de Randall, desarrollada en complicidad con la gente que durante años dominó el fogón y el batán de El Albergue, el icónico hotel familiar,  con Jossi Rimachi a la cabeza, es un tributo a la cocina de autores anónimos que se desarrolló en estas tierras de mestizajes y variados intercambios comerciales. Y un homenaje también al mercado popular: ese inacabable surtidor de insumos para la improvisación, la magia y el éxtasis culinario. No se diga más…

En el Chuncho de Chaupi Calle

El Chuncho también es un bar, esta vez heterodoxo, que pareciera haberle declarado la guerra al rey de la coctelería peruana. Al protagónico pisco Joaquín le hace mientes, prefiere usar en su barra los poderosos atributos de la buena caña, ese licor elaborado con los jugos de la caña de azúcar que se forjó en los alambiques coloniales para convertir los cocteles en elixir, en medicina pura, también en adecuado anticipo del convite o punto final del opíparo banquete.

Mientras ordeno lo que la pizarra de hoy anuncia, me imagino al buen Joaquín, rubicundo y preguntón, creciendo lleno de vida en la fábrica de olores y texturas que fue la cocina familiar que intenta perpetuar en el Chuncho, un término muy usado en el habla de estos tierras que caracteriza lo silvestre, lo nativo, lo duro de domeñar.

Comencé la faena con una Sopa de trigo, una sopa  rumorosa y consistente, con su tanto de chuño y su tanto de papa liza, el olluco en la ciudad que habito. Antes, el mozo que gentilmente me atiende, me había servido un tentempié a base de motes, habas –pushpu, así llaman a las habitas tiernas por aquí- y quesitos que le dan vida a la merienda que el campesino lleva al trabajo al despuntar la mañana. Sabrosísimo, ideal para ir picando antes de los platos de fondo.

De allí a deleitarme con el Banquete Chuncho que estoy seguro, cuatro meses después de haberse puesto a andar el camión-restaurante de Randall, debe ser ya en un clásico de este valle tan inspirado en sabores, una suerte de Chiri uchu ollantino que trae un arsenal de ricuras.

Tomen nota: Torrejitas de quinua y maíz, unas lonjas de Cordero asado con sus morayas (chuño blanco) embadurnadas con queso;  un poquito de Cuy crocante y en su punto, un Solterito criollo-andino con sus toques de cushuro –un alga que crece en las lagunas altiplánicas- y kochachuyo y por último, quinto plato, un Rocoto relleno vegetariano que da gusto por la presencia sutil de las kallampas andinas tan jugosas y tiernas.

Un festival de sabores inolvidable y auténtico. Ya lo dije, en Chuncho son fanáticos de esos camiones que recorren los caminos del Perú trayendo en sus vientres enormes los productos más variado de la chacra y los cuerpos de agua del país…

Me too.

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Caña Alta para todo el mundo

Si en la cocina del Chuncho reina Josefina Rimachi, doce años al mando de la mesa de El Albergue, en la barra el capitán general es André Querol, bartender con amplio recorrido en estos avatares y extraordinarias ganas de explorar en los intersticios de la tradición andina.

Ambos, Jossi y André, fundan su ciencia en el uso a discreción de las hierbas y demás especies del valle urubambino. Las que se producen en sus rincones y las que llegan desde los más recónditos parajes de nuestro territorio.

El primer trago que probé de su coctelería fue el que llaman en Chuncho Wari, un  trago a base de Caña Alta, la marca que impulsa Joaquín con Ishmael Randall, su hermano y Harish Bhojwani, en Destilería Andina, jarabe de kion, jarabe de achira, limón y  ginger beer. Potente y en su punto.

El segundo fue el Saqra, un diablo andino de verdad; Caña Alta Verde con limón, almíbar de granada y sal molle de Maras. Buenísimo, la caña de Caña Alta es dúctil, juguetona y sumamente llevadera.

El tercero fue el que se empeñan en llamar Matacuy, una macerado de hierbas que las antiguas familias de Ollantaytambo cultivaban con esmero y que estos saqras –Joaquín, Ishmael, André, Harish y Guido Velásquez, bartender  también y barista de Café Mayu– han convertido en un delicioso y aromático Matacuy sour. Una bomba espirituosa que deleita a los que amamos los sabores inconfundibles y certeros.

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Fin de fiestas

La decoración del Chuncho hace honor a esos camiones de pitar fuerte y descender a toda prisa por los caminos del Perú; su vajilla rinde homenaje a los platos, vasos y cubiertos de las abuelas que siguen tercas en el ejercicio de un oficio antiguo y extraordinario. Esas alarifes de bocadillos tan excelsos como el Tocto de uncucha, un chicharroncito de la raíz de una planta que crece en las selvas del Cusco y otros lugares cuyos beneficios medicinales son casi infinitos. Y su sabor, buenísimo.

En fin, qué buena mesa la de este andeangringo, estudiante seguramente intenso del colegio estatal 50582 de Ollantaytambo y decidido cultor-cuidador de una tradición que no debemos perder en el intercambio trepidante con lo que viene de afuera.

Hay que seguir dándole y dándole a esos camioncitos machos que nos hacen la fiesta. Dándole y dándole…

Rum, rum, rum.

18/7/2018

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Lichi Vásquez, mujer montaña, mujer coraje…

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