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La tierra prometida: Tacna y Arica, también Tarapacá

Mi opinión

Mi prima Beatriz Vargas es la memoria histórica de mi familia materna, los Vargas de Tacna, de Tacna y Arica, las irredentas, por muchísimo tiempo, provincias cautivas del Perú. Lo menciono porque hoy 30 de agosto, nonagésimo primer aniversario de la devolución de la heroica Tacna al suelo patrio, debe estar participando en alguna de las tantas reuniones cívicas convocadas en Lima para testimoniar la gesta de nuestros antepasados, patriotas resistiendo la ocupación en tierra propia.


Mi prima Beatriz Vargas es la memoria histórica de mi familia materna, los Vargas de Tacna, de Tacna y Arica, las irredentas, por muchísimo tiempo, provincias cautivas del Perú. Lo menciono porque hoy 30 de agosto, nonagésimo primer aniversario de la devolución de la heroica Tacna al suelo patrio, debe estar participando en alguna de las tantas reuniones cívicas convocadas en Lima para testimoniar la gesta de nuestros antepasados, patriotas resistiendo la ocupación en tierra propia. Guardo innumerables relatos de esta lucha transmitidos por nuestro abuelo, un hombre sencillo, hijo de un ilustre historiador ariqueño, que ofrendó sus mejores años a la causa de la liberación.

Le dejo a Beatriz, por aquí, este primer capítulo de un libro de viajes que tengo encarpetado donde hablo más de la cuenta de esta historia familiar. Sé que la parte que corresponde al abuelo común y a la acción patriótica del bisabuelo, le va a ser de utilidad en sus cuitas históricas. Como lo menciono en las líneas que siguen, el libro en ciernes -«Al sur de la concordia. Un viaje por el sur del continente»- narra los pormenores de una navegación personal emprendida en el verano austral del 2011 por todo Chile y el sur de Argentina que me sirvió para repasar una etapa de mi vida signada por la obstinación por viajar, por ser ave de paso. Por recorrer los caminos de este país y de este continente inabarcables.

Ojalá estas pinceladas personales sean de su agrado, linda semana para todos. Vuelvo dentro de unos días con más…

Tacna, Arica, Tarapacá, Antofagasta, Valparaíso, mas que los nombres de poblados lejanos que algún día habría de recorrer, fueron los hitos de una historia familiar desgarrada por una guerra que había sacudido el país cien años antes y que mi abuelo solía maldecir desde su retiro en Canto Grande, su pequeña finca poblada de árboles en los límites de una ciudad que se desbordaba por todas partes. El refugio que había elegido con sabiduría para esperar la muerte mientras llenaba sus pulmones con el mismo aroma que alimentó su niñez en el valle del Caplina, su lar nativo.

Pertenezco a una generación que alcanzó su mayoría de edad justamente cuando en nuestro país estallaban los primeros fuegos de la guerra anunciada por Sendero Luminoso, en 1980, el año del retorno del presidente Belaunde y la restauración del viejo orden que intentó desmontar el gobierno militar. La revuelta del camarada Gonzalo nos encontró distraídos, en otra, preocupados en asuntos menores. Nuestra educación, la cultura que nos habían ido inoculando en casa y en el colegio, solo había servido para adormecernos con un rollo tremendamente distractor y ajeno al desborde popular que se nos avecinaba: el de la revancha contra un enemigo que habitada detrás de nuestras fronteras, agazapado y torvo. Los de mi generación crecimos celebrando una verdad que nadie se afanaba en discutir; teníamos que marchar hacia el sur en búsqueda de  la dignidad que habíamos perdido ante un enemigo que había mancillado, nos dijeron, la honra nacional en 1879 para despojarnos de Tacna, Arica y Tarapacá, tres heridas lacerantes en la piel de una nación que veía con malos ojos los cambios propuestos por la dictadura de Velasco, el presidente nacionalista que intentó herir de muerte a la oligarquía nacional blandiendo el garrote de la igualdad y la justicia social.

Para nosotros, jovencitos imberbes y revoltosos, el enemigo habitaba hacia el sur de la patria y había que enfrentarlo para recuperar el orgullo perdido.

Destino complicado el mío y el de mi generación. Por un lado, el temor a los cambios que el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada anunciaba sin tapujos –la confiscación de tierras e industrias, la reforma educativa, la instalación del  quechua como idioma oficial en las escuelas y en la televisión; por otro, el torpe discurso patriótico definido por los alardes bélicos de un ejército que desfilaba cada 28 de Julio por la avenida Brasil lanzando gritos de odio contra Chile y proclamando el inminente reinicio de las hostilidades…cien años después de haber sido catastróficamente derrotado.

La lucha de clases y la guerra. Qué ironía, los que poco sabíamos de las miserias sociales grabadas en la piel de nuestro injusto país, los que apenas empezábamos a estudiar la historia de todas las batallas perdidas en nombre de cualquier causa, debíamos ocupar nuestro tiempo en conversaciones insulsas y especulaciones absurdas. En los recreos  de mi infancia en el colegio de la Recoleta solíamos perder el tiempo repitiendo monsergas sobre el potencial bélico de nuestro ejército, que en esos años de reagrupamientos entre países y estertores de la Guerra Fría, mostraba al mundo la fortaleza de sus aviones Sukhoi adquiridos a los jerarcas del politburó soviético.

Luis Sepúlveda (1949-2020), el escritor chileno que mejor describe la Patagonia de su país, cuenta en Patagonia Express, su mítica novela sobre esa región inalcanzable, que fue su abuelo anarquista quien le mostró el mapa de un mundo por descubrir. Y el que a la postre le selló el pasaporte con el que todavía suele andar por el mundo: el de ciudadano de cualquier parte, el de trotamundos por la tierra de todos. A mi, peruano a punto de iniciar su mayoría de edad en las postrimerías de 1979, fue el mío, nacido en Arica en 1903, miliciano contra el torvo ocupante de su tierra malherida, venerable anciano en medio de la naturaleza cómplice de los extramuros limeños, quien me enseñó un credo hasta cierto punto similar: amar con desparpajo la geografía del planeta que nos tocó habitar y no tener reparos en conocerla de cabo a rabo hasta derrotar el hastío.

Este libro es un testimonio de esa doctrina filial. En sus páginas he querido incluir dos bitácoras. Una que describe los pormenores de un largo viaje emprendido en el verano austral del 2011 por todo Chile y el sur de Argentina y otra que intenta dar cuenta de una etapa de mi vida signada por la obstinación por viajar, por no sentar raíces definitivas, por ser ave de paso, siempre, en todo momento.

En la narración de este recorrido por el sur del continente americano, se cruzan y entrecruzan entonces, dos relatos; uno concreto, predecible hasta cierto punto, que testimonia lo visto y vivido en Chile y en menor medida en Argentina; otro, más vasto, imperecedero, el de mis cuitas por la historia de mi país y mi formación como iconoclasta: maestro de aula, viajero, historiador aficionado, periodista, conservacionista, voyeur.

Esta es la historia de un viaje postergado, de una peregrinación a las raíces, al terruño de los que se fueron, a la tierra prometida.  Como dijo el poeta Juan Bullita, este libro es solamente un arreglo de cuentas: “Sí, ciertamente, aún resta harto papel y tinta / para arreglar contigo cuentas”.

2

Verano del 2011, Lima no arde como de costumbre y ya va siendo hora de partir. Todo el último mes he ido apuntando en una libreta de mano las cosas que debo llevar para lanzarme al sur, me esperan miles de kilómetros antes de poner pica en Ushuaia, el fin del mundo de esta parte del mundo donde vivo.

Amanece en Villa, mi morada habitual desde hace quince años. Mi casa queda en  los linderos de un Área Natural Protegida, un área de protección estatal llamada Refugio de Vida Silvestre Pantanos de Villa, poco más de  trescientas hectáreas ganadas palmo a palmo a una ciudad que no ha dejado de crecer de manera desmedida y que hoy alberga a nueve millones de habitantes. ¿Por qué vivo en Villa? Fácil, en este pedacito de Lima es posible ver estrellas en las noches más cerradas y por las mañanas la fiesta de las aves es capaz de votar a cualquiera de la cama. En este refugio natural vivo como si estuviera en el campo. John Berger, el filósofo contemporáneo que ha hecho de la defensa de lo rural su bandera más emblemática, acertó cuando hace treinta años decidió abandonar la urbe que habitaba para instalarse en la Alta Saboya francesa para tratar de huir del descalabro de las ciudades.

He hecho lo mismo.

Dueño de una mochila llena de bártulos de todo tipo y una canasta de mercado donde guardar la merienda de cada día, salí de casa para recorrer por un tiempo el sur del continente. En el aeropuerto Jorge Chávez me esperaba la primera sorpresa. El avión que me debía llevar a Puno, mi primer destino antes de ingresar a Chile por la ruta del Salar de Uyuni, en Bolivia, acababa de partir; no había otra opción de viaje  para recuperar la dignidad perdida que  cambiar de itinerario. Sin preguntármelo dos veces compré un pasaje de ida y vuelta a Tacna, la ciudad de mis ancestros, la última capital del extremo sur del Perú. Cientosetentaitantos dólares echados al aire que seguramente me iban a ser de mucha utilidad en el camino. Desde Tacna haría mi ingreso a Chile; la ruta del Titicaca, La Paz y Uyuni, debía esperar otro momento.

Hice hora, como decimos los peruanos, sentado en una de las butacas del novísimo aeropuerto del Callao esperando que pasara el tiempo entre un vuelo y el otro.  Los trazos raciales de la gente que viaja conmigo en el vuelo de LAN a la ciudad de Tacna delatan a simple vista la procedencia yunga de los viajeros en ruta. Nada que ver con los rastros más cetrinos de mis ocasionales compañeros de viaje cuando me toca partir hacia paraderos menos costeños: Huaraz, Cusco o cualquier localidad de la selva peruana.

Anoto en mi cuaderno de viajes: “En lo que se refiere a vuelos nacionales, el Jorge Chávez parece el aeropuerto de LAN. Son tantos sus aviones que las demás líneas aéreas aparentan ser vecinas  de Lilliput”.

La ciudad de Tacna me recibió sin contratiempos una hora y veinte minutos después de haber partido del aeropuerto chalaco. En un santiamén me encuentro a 1,293 km de la puerta de mi casa. Todos los caminos, comenta Pablo Rey, el viajero argentino que hace una pila de años le da vueltas y vueltas al planeta, empiezan ni bien dejamos atrás el vestíbulo de nuestros departamentos.

Tacna hoy

Me alojé en un hotel de medio pelo, de esos que uno elige para pasar algunas horas y luego continuar la ruta. Eso sí, tuve que cerciorarme antes de subir mis pertenencias por las estrechas escaleras hacia el cuarto piso, que mi habitación tuviera por lo menos  agua caliente y Wi Fi. Soy un viajero moderno, lo voy a decir de una vez, suelo guardar en mi faltriquera, teléfono celular y una lap top todo terreno. Tacna me dio una muy buena primera impresión. Después de tantas vueltas por el Perú resulta evidente que uno se habitúa a ir construyendo en la memoria compartimentos estanco útiles para depositar en ellos lo que va viendo en el camino: a esta ciudad que muy poco había visitado, la de mis mayores, la tenía ubicada en el mismo rincón donde suelen residir Juliaca, Huancayo o Puno. Es decir, en el desván de las ciudades sin gracia, sin mucho que ver. Ciudades-bazar, repletas de comercios, de extravíos; copias burdas de esa parte de la metrópoli donde vivo que suelo evitar para no caer en desgracia.

Pero no, la Ciudad Heroica de las historias de mi infancia, me resultó atractiva. Por industriosa, organizada, juvenil. Mi alojamiento de la calle 28 de Julio, a dos cuadras de la Plaza de Armas, fue el punto de partida para numerosas saliditas de reconocimiento por esta Tacna renovada y en franco crecimiento. Su Plaza de Armas no luce ni trasluce exquisiteces. Es, para decirlo de alguna manera, singular en su sencillez y apuro. Mas que una plaza tradicional, de geometrías clásicas, es propiamente un paseo, una zona de tránsito útil para definir el centro citadino; el espacio que articula el territorio donde se encuentran las oficinas públicas y los negocios más resaltantes de una urbe que diariamente es visitada por cientos de turistas, chilenos en su mayoría, que cruzan la frontera para hacer compras o visitar al médico recomendado.   

La casa donde vivió el historiador Jorge Basadre, según él mismo recuerda en Infancia en Tacna, su extraordinario libro de evocaciones sobre la Tacna de inicios del siglo  XX, se ubicaba en una esquina de la Plaza Colón y había sido construida, a pedido de su abuelo paterno, por el arquitecto Aniceto Ibarra. Desde su céntrica ubicación era posible observar la Catedral de Tacna que por entonces, primeros años de la nueva centuria, acababa de ser terminada y mostraba con orgullo las dos altas torres que hasta el día de hoy la distinguen.

En ese libro sensible y lleno de recuerdos imborrables, el historiador de la República comenta que la Guide Beau de la librería Hachette de París correspondiente a 1979 solo le había dedicado una página de sus 315 a Tacna y además, una página atroz, llena de diatribas. Se enfurece el historiador copiando los anatemas: “Esta ciudad no tiene gran cosa para ofrecer al turista de paso, quien se deberá contentar con la Plaza de Armas con una fuente de bronce fabricada en Bélgica e instalada en 1869”. Y acusa a los burócratas de turno por permitir comentarios tan desfavorables para una ciudad otrora bella y llena de remembranzas patrióticas. “¿Por qué no existe una guía histórica y descriptiva de la ciudad, orientadora en relación con sistemáticos paseos a lugares de interés incluyendo a alguna de las bellas quintas de antaño? (…) ¿Por qué no se reconstruye alguna de las grandes mansiones del próspero siglo XIX, tal como se ha hecho con no pocas en Arequipa, Trujillo, Ayacucho y otras ciudades?”, se afana en preguntar.

Interesante comentario, lamentablemente todavía vigente. Tacna no suele aparecer en la geografía del turismo nacional a pesar de ser la segunda localidad peruana en recibir  turistas extranjeros, después de Lima y su Jorge Chávez.

A eso de las ocho de la noche, maldita manía mía la de registrar el tiempo, me  instalé en un pub-café muy coqueto de la avenida San Martín, el Leonardo Da Vinci. Atornillado en una mesa de su segundo piso, pedí un trago para sentirme en comunión con los demás habitúes que a esa hora abarrotaban el local. Una pareja a punto de declararse amor eterno conversaba animosamente al lado de mi mesa y frente a ella, una simpática reunión de compañeros de trabajo festejaban sin empachos la llegada del sábado, el día largamente esperado durante toda la semana para dar rienda suelta al entusiasmo. Los tres muchachos que integraban la banda de rock que iba a animar el show de la velada sabatina afinaban sobre una tarima pequeñísima sus instrumentos. Esperé con calma, revisando apuntes, el inicio del espectáculo que uno de ellos promocionaba a través de los micrófonos. Desde la ventana que daba a la calle,  percibía una ciudad rugiente, en su apoteosis nocturna. Los chicos y chicas de la vocinglera Tacna iban y venían con apuro evidente, llenos de expectativas, saludando sin complejos a la noche en ciernes, como en cualquier otra ciudad del planeta fin de semana.

No voy a decir que el espectáculo musical me gustó. Por el contrario, tuve el convencimiento de estar en medio de un público poco exigente o acostumbrado simplemente a cualquier estridencia. Aun así, permanecí en el Leonardo hasta la una de la mañana, impresionado por el vaivén de la ciudad,  graficado en este pequeño local por las decenas de personas que entraron y salieron llenos de júbilo y deseos de gastar hasta el último centavo de sus salarios. Si para Gerstäcker, el viajero alemán por el Perú a inicios de la República, visitar los cementerios y los mercados resultaba imprescindible para entender la dinámica de un lugar nuevo; me quedé con la impresión de que también los bares cumplían un magnífico papel en tamaño cometido.

Mi hotel me esperaba en guardia. Lo que había sido en la tarde un espaciado ambiente, peruanísimo en su estilo kitsch tanto como en sus estrecheces arquitectónicas, se había convertido en un campo de batalla. De batalla sexual, debo decirlo. Desde mi cuchitril en el cuarto piso podía escuchar con claridad los ajetreos de las parejas de ocasión, apurados sus miembros en cumplir con satisfacción el rito del amor y el del horario. En estos mataderos al paso, los minutos cuestan y las extravagancias del trance amatorio sí que pasan factura. Si yo había pagado cuarenta soles por alojarme una noche y me sentía un tanto timado, cómo se estarían sintiendo mis nobles compañeros de momento que habían desembuchado los quince soles de reglamento por una hora de arrumacos y desenfrenos bien ganados. Me fui quedando dormido mientras imaginaba a alguna de esas parejitas de amantes que había visto en el Leonardo, mientras le daba curso a los chilcanos de pisco que fui pidiendo para poder soportar a los roqueros de hacía un rato,  desnuda y feliz, pared de por medio, musitándose cositas y premiados por el placer mondo y lirondo luego de tanta inversión en amagos y escarceos previos.

Me desperté temprano a pesar del pugilato sexual de la madrugada y me afané en sentirme Murakami haciendo footing en alguna ciudad de su itinerario literario. Cogí las zapatillas sin pensarlo dos veces y raudo salí, de nuevo, a las calles ahora quietas de una ciudad que me estaba tratando con tanta amabilidad. Frente a su bonita catedral me detuve un momento para explorar su paisaje urbano. No me dijo mucho. Muy cerca pude observar, orgulloso, el famoso arco que aparece en todas las postales tacneñas que he visto en mi vida, por esta avenida-plaza central debieron desfilar los peruanos durante el cautiverio de la altiva ciudad, solían llevar en silencio una bandera del lejano país donde habían nacido, me contaba mi abuelo y lo he leído después en el libro de Zora Carbajal que seguramente él compró para que lo leyéramos nosotros, sus nietos creciendo en una ciudad ajena, desprovista de historias como la suya. Silentes y dignos, religiosos en su amor a la patria distante, escenificaban una procesión a la bandera que hasta hoy reproducen sus hijos y los hijos de sus hijos.

Pero a mí me preocupaba solo el dejar atrás un ligero dolor de cabeza matutino producto de la noche de gatos en celo que había pasado y una mañanita dedicada a escuchar sin haberlo pedido los insólitos traqueteos de una bomba de agua a punto de estallar. La cercanía a una azotea en un hotel de parejas apuradas puede ser tan peligrosa como ir de camping a un territorio apache. Mi paseo por la avenida Bolognesi, la principal de la ciudad, fue el mejor elixir contra la resaca de una noche en bandolera. Amplia, espaciada, pletórica de árboles de todo tipo: palmeras, ficus, cedrelas, tipas, jacarandás, molles y vilcas, su calma y prosapia me dieron las pautas necesarias para entender un poco más la historia de esta ciudad antigua y en constante transformación. Más que una arteria con berma de adecuadas proporciones y arbolitos,  la avenida Bolognesi resultó un bulevar notable, descansado y en perfecto cuidado. Por el paseo peatonal que la recorre en casi toda su extensión fui corriendo y dándome el tiempo para ver sus casitas de tinte mesocrático y las casonas de la vieja aristocracia local, al igual que en Lima o la atrabiliaria ciudad de Trujillo, la mayoría convertidas en oficinas particulares o locales educativos.

Los antiguos tacneños siguen llamando a esta avenida, alameda Bolognesi. Basadre la describe como un espacio feliz, interminable, donde los niños y grandes de su infancia solían caminar viendo morir el sol a la distancia. Un paseo para festejar la buena vecindad, similar a los que se habían construido en Lima siguiendo la pauta estética de los bulevares de Paris o los espacios públicos de Londres. John Urry, el teórico inglés que mejor ha reflexionado sobre el fenómeno del turismo contemporáneo, comenta que estas avenidas para pasear fueron construidas después de 1870 en respuesta a una necesidad cada vez más elocuente de las clases beneficiadas por la Revolución Industrial de sentirse dueñas del mundo que empezaban a construir. Por fin sus empingorotados miembros podían desplazarse viendo a la distancia; corrijo, viendo y siendo visto por los demás: Homo citadinus en pleno ejercicio de una costumbre compartida con los turistas, ya por entonces contertulios habituales de balnearios de lujo y trenes y barcos de fantasía; pasear y hacer turismo, dos actividades características en exceso de la pujante clase media, dos quehaceres de una tribu segura de estar viviendo el sumun de la modernidad y el fin de la historia.

En esas reflexiones debía estar cuando de pronto y en plena alameda Bolognesi me topé con un inmenso, añejo, incontrastable molle. Milenario podría decir, apelando a la imaginación, idéntico en su colosal figura a esos ficus gigantescos que se agolpan en una de las avenidas principales de Barranco. La infancia de mi abuelo estuvo poblada de árboles y huertas. En las ciudades de sus pasos iniciales y juventud –Arica, primero y Tacna, después- las calles vibraban con el aroma a sementeras y a jardines sembrados pensando en el descanso.  Tuve que sentarme un rato a platicar conmigo mismo: ese molle en medio del tráfago citadino, cubriendo con su sombra la fachada de un chalet construido en otro tiempo, pudo fácilmente ser el escondite apropiado para que el grupo de párvulos compuesto por los míos, cualquier tarde de verano de hace más de cien años, pasara inadvertido. Empezaba a ingresar a un territorio emocional que me había propuesto recorrer. El sur, la tierra prometida.

Yendo en dirección contraria a la alameda señorial, como quien se anima a volver hacia el aeropuerto Cnel. FAP Carlos Ciriani Santa Rosa, se deja ver, inmensa y advenediza para quien viene de una ciudad catedralicia y llena de fanfarrias católicas, la mezquita de Tacna, la más imponente en magnitud y presencia que veo en el Perú. Me acordé del templo de los Hare Krishna en Chosica: fastuoso, innecesariamente miliunanochesco, demodé. Los pakistaníes de Tacna representan una de las colonias extranjeras más activas de la ciudad, todos comentan que la importación de vehículos con timón a la derecha durante los años  noventa trajo a estas tierras a un nutrido grupo de islamitas que fieles al mandato de su religión y motivados tal vez por la tirria anti-musulmana que produjo el 11 de Setiembre, se animó a construir la mezquita Bab-ul-Islam, Puerta del Islam, orgullo y distintivo de una comunidad que ha ido disminuyendo al ritmo del languidecimiento de la venta de autos en los Ceticos de los alrededores de la ciudad y que se enorgullece de una edificación fastuosa. Fastuosa y exagerada para una feligresía que en la actualidad no supera los cien miembros. Los pakistaníes tomaron otros caminos de Alá apenas el negocio empezó a flaquear…

La ciudad empieza a ponerse en movimiento. Entre las calles repletas de comercio se aprecian algunas construcciones, pocas es cierto, con reminiscencias republicanas. Sin embargo y al margen de esa discreta presencia, Tacna es definitivamente una ciudad moderna, pujante, sumamente progresista. Al final, corrí solo 23 minutos, ando un poco lesionado del tobillo de la pierna derecha y mejor resulta cuidarse. Me esperan miles de kilómetros por andar. Otro dato para armar esta historia: he salido de Lima con 85 kilos de peso, espero llegar con menos después de tanta ruta.

4

Muchos de los recuerdos de mi infancia están vinculados a dos lugares mágicos: Canto Grande y San Bartolo. El campo y sus misterios. El mar y su majestuosidad. Todas mis añoranzas y sueños transcurren siempre en esos dos escenarios de tan hondos significados para mí. A veces me despierto en la noche y siento el olor de los eucaliptos o el ladrido de la jauría de perros que cuidaban los dominios del Abuelo. Vuelvo a retomar el sueño y me arrulla el sonido del mar -el que acompañó mis juegos en el malecón de la sur-  y su cosquilleo maravilloso me hace descansar profundamente.

La finca del abuelo en Canto Grande era para la familia el refugio dominguero por excelencia. Mi madre nos subía a todos a la recia camioneta Volkswagen, esa combativa compañera alemana, y raudamente nos dirigíamos hacia la tierra prometida. Al menos eso era para mí la casa de campo de Los Ciruelos 345-B. El abuelo había sentado allí sus raíces y se había reconciliado con su biografía, con sus añoranzas tacneñas.

Canto Grande, donde todo empezó..,.

Ahora, pasado el tiempo, lo comprendo perfectamente. Dedicó su vida a trabajar para, llegados los años de la vejez, iniciar la diáspora al pasado y fundar un nuevo hogar entre los pájaros y los árboles. Había nacido en Arica, el año tres del siglo pasado, cuando la heroica ciudad y sus habitantes todavía abrigaban la esperanza del retorno a la Patria lejana. Su padre, historiador de oficio y patriota por decisión propia, vivió dedicado a la causa de la resistencia y junto a otros hombres de hierro – Modesto Molina, Federico y José María Barreto, etc.- fundó periódicos, sociedades de beneficencia, de auxilios mutuos; elaboró petitorios, alborotó las conciencias de nuestros connacionales nacidos bajo el peso de la ocupación y, por último, sufrió las consecuencias de una vida corajuda al servicio de la reivindicación.

Su familia sufrió los rigores del sacrificio. Mi abuelo, Carlos Vargas Ostolaza, vivió en carne propia las vicisitudes que tuvo que afrontar el clan en suelo ocupado y debió acompañar a los suyos al destierro en Tacna, donde los peruanos se hacían fuertes en la esperanza del ansiado plebiscito que los devolviera al lar nativo. Hace algunos años tuve entre mis manos un documento firmado por los peruanos de Tacna, Arica y Tarapacá pidiendo volver al Perú y entre los que apoyaban ese sentimiento estaba él al lado de sus hermanos y parientes. Un muchachito de quince años, hecho hombre, luchando al lado de los mayores por recuperar su terruño. Algún día los peruanos reconoceremos el sacrificio de estos compatriotas y prenderemos fuegos eternos en su memoria.

De allí, seguramente, mis aficiones históricas. Pero también de ese ejemplo vital mi amor por el paisaje y la vida al aire libre. Leyendo a Basadre comprendí al abuelo venido del Sur. En Infancia en Tacna, el primer capítulo del libro que recoge su peripecia vital, el más grande historiador de la República evoca: “En la Tacna de mis recuerdos a veces no se sabía donde terminaba la campiña y donde empezaba la ciudad. Al avanzar por una calle, tropezábamos inesperadamente con un rincón ungido por la soledad rústica, y en pleno centro, irrumpía de pronto el verdor campesino de una huerta, un jardín o la claridad mortecina de algún extraño sendero. La ciudad le daba al campo su lección de buenas costumbres mediante la belleza y la pulcritud de los caminitos bordeados por cercos floridos, así como a través de la parcelación geométrica de la propiedad. El campo, eterno maestro de la vida, ofrecía, en retorno, al microuniverso citadino, una atmósfera de sencilla, casi infantil hermosura”. Esa ciudad, de vilcas y molles, de jazmines, madreselvas, lirios, claveles y alhelíes, quiso reproducir mi abuelo en su finca de Canto Grande.

Y como en los poemas épicos esa historia personal, al menos así lo he sentido siempre, ha llegado a mí y ha cincelado mi espíritu. No me quejo. Como que tampoco me pesa el haberme criado de cara al mar en esa aldea apacible que fue el San Bartolo de mis primeros pasos, con sus muelles y bufaderos, con sus palmeras, pinos y palomas, con sus risas y amistades. Con sus rostros de todas las sangres en democrática relación. Ese fue el refugio de mi padre, quien también, a su manera, rememoró su infancia -al pie del espigón de Pimentel- en los soleados días de sol en el embarcadero del club Náutico o en las mañanas crudas del invierno en el restaurante de los Carrillo, luego de la faena de pesca. Todavía suelo escuchar en mi memoria los chillidos de los loros que alegraban el trasiego de su comedor frente al malecón.

Estoy seguro que esos dos paisajes definieron mis vocaciones y mis deseos de adulto. Crecí observando la naturaleza y el tiempo de la soledad que brinda el entorno natural crearon en mi espíritu una sensibilidad vinculada al gusto por la vida al aire libre. Ya adolescente, con la mochila en la espalda y los sueños puestos en lontananza, recorrí el país dispuesto a asirlo para siempre, grabarlo en la memoria. 

También por ello decidí sentar mis reales en Villa. Cerca al mar y a la campiña, un poco queriendo reconciliarme con mi infancia -dice Dylan Thomas “el balón que lancé al aire cuando jugaba en el parque, todavía no ha llegado al suelo– y otro tanto, intentando ser auténtico en un modo de ser que me hace feliz. Y en este rincón apartado de Lima, oliendo cada día una fragancia que se remonta a mi niñez y observando figuras y siluetas que ya antes había definido, me voy reencontrando con quien soy.

5

Tacna, la Ciudad Heroica, se localiza en el extremo sur del territorio peruano,  a 562 m.s.n.m; se trata de la capital del departamento (o región deberíamos empezar a decir) del mismo nombre. No hay claridad sobre la fecha de su fundación española, aunque se sabe que Diego de Almagro debió pasar por estos lares en 1537 de regreso de su frustrado viaje a sus dominios del Mapocho y la Araucanía y que Francisco Pizarro, el Marqués Gobernador del Perú, expidió en 1540 una provisión cediendo en “encomienda” las extensas tierras del valle de Tacna a dos de sus hombres de confianza, el futuro cronista de la conquista Pedro Pizarro y  Hernando de Torres.

Desde entonces hasta el 25 de junio de 1875, cuando se crea políticamente la provincia de Tacna durante el gobierno del presidente Manuel Pardo, la suerte de los habitantes de la villa conocida como San Pedro de Tacna fue diversa…y divertida, por decir lo menos.

Vamos a tratar de historiarla. En 1565 por Real Cédula se establece el Corregimiento de Arica, siendo el pueblo de San Pedro de Takana parte del mismo. Habría que observar que fueron aymaras llegados desde la meseta del Collao quienes empezaron a llamar al valle Takana o Taccana. Hacia 1613 la villa al pie del Caplina había echado raíces y ya era reconocida como curato, parroquia o doctrina. Importante mencionarlo porque el curato de San Pedro de Tacna, con esa denominación, fue durante 222 años, entre 1565 y 1787, capital del Corregimiento de Arica, el más extremo del Virreinato de Nueva Castilla, el de Perú para decirlo en mejores términos.

En 1787, por mandato del monarca Carlos III, el virreinato tuvo que dividirse en Intendencias, siendo Arequipa una de las siete que se crean para evitar los abusos que los corregidores cometían en contra de los indios. Dentro de la Intendencia de Arequipa fueron a parar las dos ciudades de la historia que empiezo a contar: San Pedro de Tacna y San Marcos de Arica. Llegado a su fin la etapa colonial y con el advenimiento de la República, las intendencias se habrían de convertir en departamentos. En 1822 se establecieron 12 departamentos, uno de ellos Arequipa. La constitución de 1823, estableció que los departamentos debían dividirse en provincias y estos en distritos, de modo que los partidos (Arica alguna vez había sido uno de ellos) pasaron a ser provincias y las parroquias o curatos, distritos. En 1828  se designó a la ciudad de Tacna capital de la provincia de Arica.

Hay más rollo por desenmarañar, todavía. En 1837, al general Andrés de Santa Cruz, en pleno auge de la Confederación Perú-Boliviana, se le ocurrió crear un Departamento Litoral cuyas provincias, Arica y Tarapacá, debían de depender, en lo político, de Arequipa ganando notoria autonomía. Veinte años después, en 1857, se crea el departamento de Moquegua integrando las provincias de Moquegua, Arica, Tacna y Tarapacá. La ciudad de Tacna fue designada nuevamente capital del departamento recién establecido. Vaya suerte la suya.

No duró mucho tiempo la vida política de la nueva jurisdicción. En 1868 se separa la provincia de Tarapacá del departamento de Moquegua  creándose la Provincia Litoral de Tarapacá, cuya capital será Iquique. Finalmente, en 1875, durante del gobierno de Manuel Pardo ya lo hemos dicho, el departamento de Moquegua pasó a llamarse Tacna, siendo su capital la ciudad de Tacna. Fin del enredo.


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