Mi primer cuaderno de viajes, un añejo block que todavía conservo entre mis trastos viejos, lo debo haber empezado a escribir en el verano del ochenta y cuatro. Entonces no había leído a Cees Noteeboom, ni sabía que Manu Leguineche ya andaba por su segunda -o tercera- vuelta al mundo. El nombre de Javier Reverte, otro viajero que he frecuentado en estos últimos años, no me sonaba a nada. Tampoco el de Paul Theroux o el de Bruce Chatwin o el de Paul Bowles.
En materia de viajeros y literatura de viajes era un verdadero zoquete.
Tenía 21 años y en ese vertiginoso enero de esa década maldita me encontraba camino al Manu. Era otro y al mismo tiempo el que soy ahora: un individuo repleto de sueños, andar desprolijo y ganas de cambiar el mundo.
Bore Rubio, que partió pronto y Arnaldo Rénique, colegas ambos en el colegio Los Reyes Rojos, eran mis compañeros de cuitas. Teníamos el pelo largo y un par de monedas, bien habidas, en el bolsillo. Veníamos de recorrer las lomas de Atiquipa y el cañón del Colca y el río Carbón, lo he vuelto a otear hace pocas semanas, se irguió como una barrera infranqueable entre nuestros deseos y las ganas de llegar a ese parque nacional que entonces llamaban Manú. En esas hojas amarillentas de ese primer cuaderno de campo gravé las notas de mis andanzas por Atalaya, Salvación y Shintuya.
Tiempos aquellos…
Luego de ese viaje auroral, que por cierto no había sido el primero, he perseverado en esa sana costumbre: la de anotar en insólitos cuadernos escolares -o en agendas en desuso- los pormenores de mis andanzas por todas partes; tratando de evitar con ello, vana ilusión, que lo visto y vivido no se pierda con el paso de los días y que el olvido fracasé en hacer bien su trabajo.
Esos primeros cuadernos de campo, despanzurrados e incómodos, dieron paso, con el transcurrir de los viajes, a unas insólitas libretitas para hacer el mercado que hasta ahora me acompañan y que suelo consultar, una y mil veces, cada vez que debo escribir un relato inactual o alguna nota referida a mi trabajo de periodista de viajes.
En esos cuadernos de campo, así los he venido llamando, trato de contar todo lo que voy viendo mientras me muevo, todo, lo importante y lo más trivial, lo trascendente para mí y lo que puede ser de interés para otros viajeros. Y hacerlo en modo ciertamente periodístico -o literario, que más da- como si fueran los primeros trazos de un cuadro que algún día se habrá de culminar.
Ahora me doy cuenta que esos afanes debí aprenderlos leyendo a Raimondi: el viajero italiano en el primer tomo de El Perú, su incomparable trabajo peruanista, aconseja hacer aquello y da ejemplos de cómo convertir los apuntes al vuelo en insumos imprescindibles para la investigación y el estudio. Y también de mi abuelo. En su retiro rural de Canto Grande el viejo solía escribir sus notas, que eran básicamente contables, sobre el blanco inmaculado de las envolturas de los Inca sin filtro que fumaba como un cosaco.
Como lo he mencionado, en algún momento de mi singladura personal permuté los formatos iniciales por los blocks de “hacer la plaza”, esos de tapa dura y hojas cuadriculadas, de más o menos 10 x 16 cms, que suelo comprar en mercados populares o baratillos de provincias. Y que llevó, sí o sí, a todas partes. Nunca me faltan al momento de liar bártulos.
Poco a poco el uso de esas bitácoras se fue convirtiendo en una suerte de marca personal, lo menciono sin ganas de caer en el autobombo. Si otros viajeros han hecho de la indumentaria un objeto de culto, yo convertí mis cuadernos de campo en objetos-fetiche que no abandono así tenga que arriesgar el pellejo. Me sucedió hace años en el río Los Amigos: mis compañeros tuvieron que resignarse a volver a surcar un tremendo malpaso obligados a buscar los restos de un cuaderno de campo que había sido arrastrado por la corriente. No lo podía perder…
Llevarlos en la mochila y tenerlos a la mano me permiten atrapar con alevosía la mayor cantidad de tonos y matices con los que están hecho los viajes. Y convertirlos en insumos a futuro.
Lo dice mejor que nadie Cees Nooteboom, un obseso como yo de las notas de campo: “Alguien se adentra en mis cuadernos de notas que de repente dejan de ser de papel y adquieren la forma de un gigantesco y embrollado laberinto (…) Es mi memoria escrita. Las inscripciones, misteriosas o no, en puertas y paredes del laberinto inventado se corresponden con lo que yo escribo en la cubierta de estos cuadernos que siempre llevo conmigo cuando estoy de viaje. Se trata de cuadernillos de notas, en el sentido más literal de la palabra; sin todo lo que contienen sería incapaz de escribir mis relatos de viaje (…) “¿Y eres capaz de encontrar el camino en medio de este caos?”, me pregunta poniendo el dedo en la llaga. Normalmente, recién llegado de un viaje, sí que me aclaro, pero luego todo se hace más complicado y más extraño. Porque estos cuadernos contienen mis pensamientos in statu nascendi, fragmentos de reflexiones que se adelantan las unas a las otras, asociaciones, inscripciones, formulaciones instantáneas, ideas, descripciones, en ocasiones escritas con tanta premura o en condiciones tan arduas (barcos, trenes) que resultan ilegibles o confusa. Solo una mínima parte de todas estas notas va a parar a mis relatos, aunque todo lo demás sea también imprescindible para la escritura. Lo que hago es embalar todo lo que he visto y pensado y llevármelo a casa, donde permanecerá dormitando sobre esas páginas garabateadas hasta que me ponga a escribir. En estas palabras, en estas páginas, cobran vida un paisaje, una mujer, un ambiente, un olor: todas esas cosas que otros hubieran olvidado. De los viajes sueles retener en la memoria algunos incidentes, recuerdas el ambiente general, crees saber lo que viviste, y tal vez sea así. Sin embargo, la memoria empieza a fluir de veras cuando repasas tus notas: de repente se hace de noche, allí están el abogado y su mujer, dos mecedoras en una galería, la lenta noche tropical cae de nuevo sobre ti como un telón, has regresado a tu propia memoria”.
O están allí la cacerola inmensa y la mujer de semblante taciturno que no deja de observarte con detenimiento. Y junto a ella los restos de una tortuga que alguien atrapó la ante víspera y que debió ser el alimento para todas las bocas que se han juntado en este bohío al lado de un río que no deja de bramar. Y tú no sabes que hacer, apenas tienes 21 años y una libreta de notas que contiene un par de historias inconclusas. La mujer se acerca a ti y en un idioma inentendible, de gitanos llegando a Macondo, te indica que comas, que esas hilachas de carne macilenta son para ti. Tuyas. Qué importa que las cucarachas se paseen a sus anchas sobre los bordes del caparacho del quelonio que brilla en la oscuridad o que las arcadas estremezcan tu cuerpo debilitado por el hambre. “Gracias”, le dices y empiezas a masticar con displicencia, sin ánimo, mirando de soslayo esos ojos negros que te escrutan desde lo más hondo de los tiempos. Acabas de llegar al Manu y no te quedan más horas, maldita sea, que volver sobre tus pasos.
Como Noteeboom acudo a mis notas para llenarme de recuerdos y poder con ellos perfilar una historia. Sin mis apuntes de campo no podría cumplir los plazos siempre apretados que imponen los editores de ocasión. Son esas líneas, apuradas y llenas de impulsos, las que me van a permitir retornar al pasado para cumplir con la tarea presente. Sin ellas no soy nadie.
…
En mi gabinete de San Bartolo se amontonan los cuadernos de campo que he ido construyendo en tantos años de navegación, son mi verdadera memoria externa, el puerto USB que muy bien forrado en papel lustre –siempre rojo- y vinifán me permite volver a la ruta. “De un viaje no deberían quedar más que tres o, cuatro señales, cinco o seis a lo sumo. De hecho tantas como los puntos cardinales necesarios para orientarse”, dice Michel Onfray en su Teoría del Viaje. Se equivoca esta vez el notable filósofo francés. O exagera. En mis cuadernos de campo, escritos todos en letra script y en tinta azul, nunca negra, se almacenan todas las señas que se necesitan para convertir una quimera en realidad.
Buen viaje…