Solo Para Viajeros

Queridos camaradas, una vida / Javier Reverte

Mi opinión

Como John Berger y el gran Manu Leguineche, el jefe de la Tribu que lo tuvo entre los suyos durante sus largos años de escribidor insomne y viajero pertinaz, Javier Reverte trató de volver, en sus años postreros, al paisaje emocional que pobló su infancia vivida en medio de una Europa triste y desolada por los duelos. Alquiló un piso en Vilsaín, el villorrio donde fue feliz por dos inolvidables años cuando tenía nueve o diez, para dejar constancia de su paso por el mundo que recorrió a diestra y siniestra. “Queridos camaradas, una vida”, es un canto a la amistad, la infancia, los amores, los sueños, las pasiones… un arreglo de cuentas con los compañeros que se perdieron en el camino y las ilusiones que se fueron desvaneciendo mientras se le iban apagando todas las luces.


Por Guillermo Reaño para Viajar & Leer / Solo para Viajeros

La suerte de Javier Reverte cambió de sopetón un día de 1993: el periodista y viajero como pocos iba a cumplir cincuenta años y hasta entonces era un escritor sin muchos lectores ni éxitos relumbrantes. Apenas un animoso trajinante por las redacciones de diarios a punto de quebrar y habitué de una u otra agencia de noticias regentada por conocidos que solían enviarlo a reportar guerras incomprensibles. En su haber el madrileño solo atesoraba en la faltriquera viejos amigos, bastantes decepciones y una familia querendona.

Ese año Cristina Morató, que en esos tiempos solo se dedicaba a la fotografía, le hizo una propuesta insólita, lo invitó a acompañarla a Uganda para escribir para una revista española lo que iban a ir viendo y viviendo. Y eso fue lo que hizo: durante largos y trabajosos veinte días se desplazó con su partner por el desolado territorio de un país en guerra cuyos habitantes no llegaban a saber por qué morían. Al terminar la comisión que lo había llevado a África decidió quedarse un tiempo más entre sus pliegues y conflictos para cumplir con la ilusión postergada desde que era un crío de vivir aventuras soñadas en los confines más alejados del planeta.

En palabras suyas, vagabundear como los héroes de los wésterns y los tebeos de su infancia con el propósito de “que el pequeño Javier se sintiera orgulloso del anciano Reverte”. Desde ese momento no paró, tomó el planeta por asalto. “Aprendí en el camino cosas muy valiosas: que es bastante poco lo que necesitas para poder llevar una vida digna y libre; y que la felicidad no reside en lo que posees; que hay cosas más gratificantes que enriquecerse o acumular poder, como la amistad, la risa y la aventura; que “libertad” es una palabra sagrada”.

A punto de cumplirse treinta años de ese cambio de timón el autor de “El sueño de África”, el libro que lo convirtió en un escritor de viajes de obligada referencia, el viajero que también fue poeta, agobiado por el confinamiento del Covid y la proximidad de su ocaso personal se puso a ordenar recuerdos para dejarnos un sentido y amoroso arreglo de cuentas consigo mismo y con los camaradas, queridos y no tan queridos, que lo ayudaron formatear la vida del hombre simple, común y tierno que fue; que se inició cuando los aliados luchaban en Normandía y en su país los derrotados de la Guerra Civil poblaban con sus osamentas las catacumbas de una conflagración salvaje que no tenía cuando acabar.

Me gusta, siempre me ha gustado Javier Reverte (1944-2020) por su exagerada manía de no parecerse al viajero de manual, ese que viste North Face, calza Columbia caña alta y guarda en la mochila -por lo general Osprey- una cuchilla suiza que ni Rambo podría utilizar. Él, nada que ver. Reverte era tan torpe como un alumno miope, le iba pésimo cuando intentaba comportarse como boy scout y le encantaba vestir -cuando recorría el planeta- como si estuviera en casa: camisa de profesor de colegio estatal, pantalón bien planchado y zapatos de oficina. Y, por si fuera poco, el autor de “La aventura de viajar”, otro de sus libros célebres, era de los que preferían llevar sus bártulos cuando salía a caminar en una maleta carry on. Y de los que negaban a mensurar su navegación personal, que parecía la de un pirata malayo, en número de países recorridos. Lo suyo era la originalidad y el burlarse de sí mismo cada vez que podía.

El libro que les dejo es una autobiografía que destila nostalgia, gratitud, amor filial, también dulzura y muchísima lucidez. Reverte fue un novelista de largo aliento, político comunista, biógrafo, ensayista, guionista de radio y televisión y, sobre todo, un fisgón a tiempo completo de la tramoya europea que le tocó vivir en su doble condición de actor principalísimo de la transición a la democracia española y hombre de prensa. En todos los oficios que frecuentó hizo amigos entrañables, como Manu Leguineche, el más grande periodista de viajes de habla hispana, que fue su compinche en la ex Yugoslavia, en el juego del mus y en su retiro en Garrucha o el gran Vinagre, su compañero de pesca en la popa del Vagabundo, la embarcación que lo aceptó como marinero de pocas mañas, y en las largas tertulias sazonadas de vino, risotadas y anécdotas interminables de la cual era hincha acérrimo.

“Queridos camaradas, una vida” debe leerse sin pausas, saboreando el estilo de un narrador extraordinario, habilísimo en el uso de las citas cortas que fue coleccionando o a lo largo de su larga relación con autores y obras de la literatura de todos los tiempos que entonan su repaso por la infancia (“recuerdo mi niñez como un el tiempo de adultos amargados, enfadados por lo general a todas horas y, en su mayoría, tristes y doblegados por la desdicha”); la escuela y los amigos “(“la libertad significaba calle, y el colegio, prisión”); la vida familiar (“yo admiré a mi padre, de niño y de adolescente, a ojos cerrados, sin asomo de duda, tanto como un hombre es capaz de admirar a otro”); los dorados veranos en el campo donde “era enormemente libre y feliz” hasta llegar a los años de la madurez y la vejez, ese estado del alma y del cuerpo que sabe tanto de victorias como de derrotas.

“Abro los ojos y la infancia se ha ido para siempre, como se irá pronto mi vida entera”, reflexiona Reverte al final de su relato, sospecho que el cáncer empezaba a ganarle las últimas batallas y ya solo le restaba tiempo para las despedidas de los pocos los compañeros de ruta que le iban quedando (Vinagre “murió de alzheimer hará unos diez años, hoy tendría algo más de ochenta”) y los apretones de manos con los miles de lectores que pudimos festejar y valorar su larga andadura por estas tierras.

Cierro esta nota sobre el autor que tanto admiro y no me canso de recorrer con unas palabras suyas que encierran tantísimas verdades incontrastables: “Hemos arrinconado nuestros valores éticos, despreciando el impulso cultural, desdeñando la ciencia, maniatando la libertad, y nos hemos resignado a aceptar el dominio de los poderosos y el papel primordial en nuestras vidas del dinero y del consumo desaforado. O dicho con otras palabras: nos hemos rendido. Y ahora nos encontramos exhaustos, sin fuerzas, sin recursos morales con los que enfrentarnos a un mundo cada vez más imprevisible. No nos queda otro remedio que reconstruirnos. Y hacerlo desde el coraje y la imaginación, desde la generosidad y el sueño, desde la rebeldía y la ambición que son las fuerzas en las que se forjan los espíritus superiores”.

Me había olvidado, el genial titiritero que fue Reverte también fue un filósofo notable.

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“Ahora que el final se acerca, tengo la certeza de que me he pasado parte de mi vida sin alcanzar a saber qué es lo que buscaba”. Muy pocos lo saben, Javier. Gracias por tanto.

Queridos camaradas, una vida
Plaza & Janés, 2021
413 páginas

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