No ha llegado febrero y ya estamos con el agua casi literalmente hasta el cuello. No estamos ni en la mitad del verano y Lima, la húmeda Lima, ha llegado a tener 34 grados, o incluso más, de “sensación térmica”. De acuerdo: esto no parece tan «normal»,  es una suerte de Niño sin Niño, como han dicho los especialistas, una onda de calor que amenaza con derretir nuestro habitual clima gris, nuestro cielo brumoso e incoloro. Pero no es una maldición, ni un látigo despiadado.

Tampoco ha venido del Cielo, ni porque la naturaleza es mala, perversa, furiosa.Las metáforas de ese tipo (“la furia incontenible de los elementos” y cosas por el estilo) tal vez tuvieron, allá en los tiempos lingüísticos perdidos, cuando se dijeron por primera vez, alguna gracia. Pero ahora se parecen cada vez más a una canción al paso de Ricardo Arjona. Y describen poco, o nada, no ayudan a entender lo que ocurre, y a asumirnos como parte de determinados ecosistemas.

Los desastres, para comenzar (esto ya lo he dicho varias veces, pero habrá que repetirlo hasta que horade la sinrazón), no son “naturales”, son fundamentalmente sociales. El término – “desastres naturales”- es muy usado, incluso a nivel mundial, pero esconde un contrasentido que es tan visible como la crecida de un río: si asumimos que una catástrofe es “natural”, entonces tendremos que sentarnos a esperar que siempre ocurran, o que solo nos queda rezar.

Los científicos o autoridades no necesariamente usan el término con esa lógica. Pero al no aclararlo frente a la población propician que no se entienda que no hay nada de “natural” en asentarse en medio de una quebrada. O que los fenómenos simplemente ocurren y no tienen, en modo alguno, el propósito de perturbarnos la vida o de matarnos. La naturaleza no se enfurece con nadie, solo actúa, hace lo que siempre ha hecho, con más o menos intensidad.

Ciertamente, hay momentos –este parece ser uno de ellos- en que esos fenómenos son pronunciados, extraordinarios si se quiere. El propio cambio climático no es algo “normal”, cuando es producido por la actividad humana, que emite locamente gases de efecto invernadero (el CO2, el más emblemático). Aún así, la vulnerabilidad (esa sí es una palabra clave) es lo que se tiene que tener en cuenta para convivir con el entorno que nos ha tocado en este país.

Para disminuir la vulnerabilidad de una población, de modo que su desastre social no se ahonde por un fenómeno natural, existe ya un término, y una práctica, denominada ‘gestión del riesgo’. Ante los eventos naturales, que pueden ser inusualess, se debe responder con eso, precisamente, lo que en los hechos implica tener, entre otras cosas, un indispensable ordenamiento territorial. Es decir, un diagnóstico que te diga qué se debe o no se debe hacer en un lugar.

Concretamente, si se puede o no construir viviendas en determinadas zonas, para no ponerse a tiro fácil de cualquier riada. Es increíble, y ya francamente indignante, que se insista y hasta se promueva –a veces por parte de autoridades irresponsables- la ocupación de sitios por donde, casi con seguridad las aguas de lluvia buscarán su curso. incluso sin necesidad de condiciones extraordinarias. Año a año ocurren episodios similares, como si nos encantara el karma social.

Por supuesto, tras las insistentes proclamas, o titulares sobre la “furia de la naturaleza” vendrán las campañas de solidaridad por “nuestros hermanos afectados”. Indudablemente hay que ayudar, cuando la desgracia ya se ha instalado, pero este paso esperable, que hasta es promovido por los gobiernos, forma parte de un engranaje recurrente: desastre “natural”-lamentos por la falta de prevención-gran campaña de ayuda-ayuda estatal que no llega- otra vez desastre “natural”.

Defensa Civil, entretanto, hace su trabajo, llama la atención sobre los riesgos, inspecciona. Aunque seamos francos: no tiene el suficiente peso para la cantidad de eventos potencialmente destructivos que se pueden presentar en nuestro territorio. No tiene autoridad para evitar una construcción en zonas hiper-vulnerables, o para impedir que se deforesten bosques en zonas altas, una manera mucho más eficaz de prevenir huaicos que poner costales de arena.

“Todos somos Defensa Civil”, por supuesto, pero parece que muchos no nos hemos enterado. No sabemos bien cuáles son las normas básicas de prevención, y con alarmante frecuencia los ciudadanos y las autoridades procedemos como si nunca fuera a pasar nada. Más de una persona en estos días angustiosos, vividos en Lima u otros departamentos, ha declarado con una ingenuidad conmovedora que “hace tiempo que no pasaba nada”, como si eso fuera la explicación de todo.

Es tiempo, es tiempo en verdad, de comenzar a neutralizar esta descaminada forma de proceder y vivir. De entender las cosas. No creo exagerar si digo que esta es una dimensión de los derechos humanos, que se está vulnerando por falta de información, por desidia frente a la irresponsabilidad. No puede ser que todos, todos, los años se pierdan casas, carreteras, puentes, enseres y hasta vidas; no puede ser que la rueda de la inconsciencia nos siga ahogando.

El cambio no será inmediato, demorará, aunque se tiene que comenzar. Fomentar la cultura de prevención desde las aulas es algo ineludible; cualquier ciudadano, desde pequeño, debería saber que su tierra tiembla, que su valle se puede inundar, que su ciudad es vulnerable. Tendría que conocer también que el hombre prehispánico no cometió esas burradas urbanas, al menos no en esa magnitud, porque poseía una racionalidad que le permitía manejarse con el entorno.

Basta con ir a la Ciudad Sagrada de Caral para entenderlo. Está sobre una terraza, a salvo de crecidas del río vecino, a distancia incluso de posibles plagas asociadas con los cursos de agua; nuestros llamados “ancestros” sabían cómo enfrentar las anomalías, a veces sucumbían (como habría ocurrido con los propios caralinos, o con la Cultura Moche, que al parecer sucumbieron por un ‘Mega Niño’), pero nunca, jamás, se expusieron demasiado como nosotros.

Ya no podemos recuperar eso totalmente, mas sí podemos rastrearlo. Podemos rebobinar algo de esa sabiduría y traerla al presente, para que las políticas públicas sean más eficaces y para que el público no sea tan insensato. Con solo asumir que lo responsable es no ponerse en medio de quebradas que se pueden activar, o con comprender que la presencia de árboles en los cerros amengua la capacidad de que la tierra se deslave ya ganaríamos algo, o mucho.

No son solo las autoridades las que tienen que emprender la tarea, somos todos, incluidos los colegas periodistas, algunos de los cuales en estos días se han dejado llevar por el huaico de lugares comunes, por la tentación, irresistible acaso, de llamar a todo lo que está ocurriendo en el país “la furia incontenible de la naturaleza”. No, pues. Dejémonos de metáforas huecas, de echar más palabras al río de la irrelevancia y de contribuir a la avalancha de desinformación.

Los desastres son sociales, como ya hemos dicho. La vulnerabilidad aumenta si no hay prevención, consciencia, acción. El agua no nos ataca, solamente pas por donde debe pasar. El cambio climático ya está actuando, pero no lo explica todo. No puede convertirse en otro cliché que se pone para ahorrarnos explicaciones. Vivimos acá, en estos ecosistemas tal vez complicados, intensos; tenemos que entenderlos y pactar con ellos, adaptarnos a sus desafíos.

Del cielo, o de los relatos mal contados, no vendrá la solución. No hay una solución total, por último, frente a los eventos naturales. Sí hay modos de convivir con ellos y aminorar los riesgos, en vez de clamar ayuda divina o mal nombrar las cosas que nos ocurren. El gran desastre social es que no entendamos a la naturaleza.