Mi opinión
Ana Briongos vivió en Kandahar y también en Kabul antes de los talibanes, cuando Afganistán era el destino final de las miríadas de jóvenes occidentales que llegaban tras el humo deletéreo del hashís y la ruta hacia los cultivos de amapola, la planta que alborotaba sus delirios más absurdos. Y en Afganistán fue feliz y pudo encontrar su destino. Su libro, el primero de una zaga sobre la región, es un canto a la amistad y al paraíso perdido. Les dejo el 2/100 de estos #100librosparaviajeros que he empezado a enhebrar para ustedes. Buen viaje…
Ana Briongos tenía un poco más de veinte años cuando llegó por primera vez a Kandahar, la ciudad al sur de Afganistán donde nació y se hizo fuerte el talibán, el movimiento religioso que ha vuelto a tomar las riendas del país para imponer una teocracia que no respeta, entre otras cosas, los derechos de las mujeres y amenaza con acabar cualquier tipo de disidencia que ponga en entredicho los postulados del Islam más radical. Entonces, 1968, o tal vez 1970, Kandahar era una villa donde era posible toparse con europeos y también estadounidenses adictos al hachís buscando recorrer la promocionada ruta del opio.
La catalana había dejado atrás sin habérselo propuesto la rigidez y los convencionalismos de una típica familia española de mediados de los años sesenta, los años más obtusos de la dictadura franquista. Los años también de la revolución sexual y el rock and roll sonando fuerte en la mente de la muchachada en busca de un mejor destino. “Tenía 20 años y los pájaros de mi cabeza se limitaban a cuatro consignas que explicaban todo mi mundo y todo el Mundo en general”, lo va a decir sin tapujos al inicio de su relato. Suele pasar, lo sé.
El periplo de Briongos, una de las viajeras más reconocidas e influyentes de nuestro tiempo, primero por Kandahar y luego por Kabul, la capital de un país gobernado por una monarquía decadente, donde conoce a Gerard Lefevre, Pierre Descombes en su relato, es francamente notable y está repleto de pincelazos sobre la vida rural en Afganistán y los avatares de una sociedad capitalina cuyos hombres y también mujeres se iban instalando a trompicones en la modernidad de los inicios de esta globalización que todavía nos domina.
La Briongos conoce a Descombes un timador profesional, políglota y bon vivant nacido en Lyon en las oficinas de Air France, donde el jovenzuelo “extremadamente atractivo” buscaba un boleto de avión en uno de los espaciados vuelos a Europa. La amistad que desarrollan le permite a la autora introducirse en la vida mundana de la alta burguesía afgana para conocer los afanes de una juventud que escuchaba a los Beatles, vestía a la usanza y moda occidental, iba a la universidad y se negaba a aceptar la verborrea de los fanáticos religiosos y el maximalismo de los cuadros del partido comunista. En Kabul Pierre Descombes, la catalana y Fereidún, el nombre que utiliza la escritora para hablar de un aristócrata local que los acompaña en sus cuitas, desarrollan una amistad que en el caso del francés se prolongó hasta su muerte en isla Mauricio en la década de los noventa. Allí había ido a parar Lefevre-Descombes, ya bautizado como Abdullah, después de haber sido acusado de espionaje y expulsado del país donde empezó a amasar su fortuna. El libro, lo dice la propia Briongos, es un homenaje póstumo y un arreglo de cuentas, a la distancia, con el amigo ausente, el espécimen “más fantástico del mundo”.
Briongos, licenciada en física por una universidad catalana y filóloga por la de Teherán, es sobre todo una escritora de fuste. La descripción que hace de personas y situaciones son rotundas, precisas, armoniosas, abundantes en detalles que en apariencia nimios le sirven para construir un tramado caleidoscópico del reino transformado ahora en el Emirato Islámico de Afganistán. En Kandahar describe las costumbres de la vida en una ciudad provinciana mientras camina oculta bajo las telas de un pesado chadrí, la vestimenta que usaban las mujeres para salir a la calle sin ser conscientes de su encierro: “Descubrí que en Afganistán las mujeres embozadas no existen, ni para los del país ni para los que viene de afuera”.
Y descubrió también, como años antes lo había hecho el célebre Manu Leguineche, viajero por Asia en el 65, que esos jóvenes melenudos que vivían de los mendrugos que le quitaban a los mendigos locales, esos junkies trastornados por las drogas, solo eran un ejército de desarrapados que habían hecho del viaje un camino hacia la destrucción personal: “Al final nadie sabía lo que buscaba, ni qué quería encontrar, y muchos no buscaban nada, simplemente deambulaban, el movimiento por el movimiento, de autobús en autobús, de pensión en pensión, de porro en porro. Los países por los que pasaban les interesaban poco y sus gentes menos”, dirá.
Briongos es bravísima y sabe defender muy bien sus fueros y convencimientos. En un momento de su entretenida narración les quita méritos a las andanzas de otro de los clásicos, Bruce Chatwin, con quien casi se tropieza mientras ambos recorrían Afganistán. Si para el inglés, que viajaba acompañado de Peter Levi, la ciudad de Kandahar fue un lugar desagradable, para la catalana, fue simplemente el paraíso. Sintetiza sus comentarios sobre los adocenados viajeros con estas frases que suelo citar cuando me toca hablar de viajes y viajerismos: “Llenos de prejuicios, él y su amigo, se perdieron lo mejor del viaje; claro que cada viaje es distinto, aunque transcurra por los mismos derroteros y cada cual encuentra su propio Edén en lugares diferentes insospechados para los demás. Donde uno ve un erial, otro encuentra el paraíso. Donde uno vive un infierno, otro encuentra la felicidad”
Recomiendo este primer libraco de Ana Briongos, su trabajo más querido; está lleno de reflexiones y debe leerse como un canto a un pueblo cuya libertad ha sido reiteradas veces maniatada por el extremismo y la sinrazón. Un reino perdido, The Lost Kingdom, cuyos disidentes o se expatriaron para vagar por el mundo o simplemente fueron abatidos por la insania.
Un invierno en Kandahar
Afganistán antes de los talibanes
DeBolsillo, 2003
266 páginas