Solo Para Viajeros

Una navegación por el pongo de Mainique

Mi opinión

¿Cuál es la línea divisoria que separa los Andes peruanos de la exultante Amazonía? ¿En qué momento las cumbres filudas de la cordillera se someten al empuje incomprensible de la floresta tropical? No lo sabremos jamás, en esta geografía compleja, llena de abismos y vicisitudes, las distancias son efímeras y los conceptos no sirven de mucho. Carrizal es un nombre cualquiera como pueden serlo Quillabamba, Pongo Chico, Siete Tinajas, Palma Real, Echarate, Kiteni… apelativos que solo nos musitan que es necesario apurar los pasos para no mirar atrás.


Carrizal es un punto cualquiera en medio del bosque nuboso que crece después de haber dejado atrás el abra Málaga. Hemos detenido la marcha para tomar un vaporoso mate de sana-sana en un negocito que a duras penas se atreve a resistir el paso de la desolación. Se hace tarde. Apuramos los sorbos necesarios antes de continuar la marcha. En un rincón de la posada un par de borrachos no han dejado de pronunciarse en el idioma oficial de la tristeza, el huaino. Corre el mes de julio y tenemos mucha prisa en llegar a Ivochote, el puerto de ingreso al caudaloso río Urubamba. Allí nos deben estar esperando los tres guías machiguengas que tienen el encargo de introducirnos en ese bosque impenetrable en apariencias donde conviven extrañamente las máquinas de Camisea y los nativos que resisten desde hace siglos los embates de occidente

¿Cuál es la línea divisoria que separa los Andes peruanos de la exultante Amazonía? ¿En qué momento las cumbres filudas de la cordillera se someten al empuje incomprensible de la floresta tropical? No lo sabremos jamás, en esta geografía compleja, llena de abismos y vicisitudes, las distancias son efímeras y los conceptos no sirven de mucho. Carrizal es un nombre cualquiera como pueden serlo Quillabamba, Pongo Chico, Siete Tinajas, Palma Real, Echarate, Kiteni… apelativos que solo nos musitan que es necesario apurar los pasos para no mirar atrás.

La selva nos ha recibido con su voz quieta y sus zarpazos invisibles. Cunde la noche, nos apeamos de la 4 x 4 que nos ha traído desde el Cusco para armar campamento. Nos espera una larga navegación que ha de llevarnos al Mainique, el cielo machiguenga, la topografía celestial de una nación que habita unos de los bosques más fastuoso de la tierra y que se ha negado desde siempre a aceptar las costumbres que tratan de imponer los hombres blancos y los colonos que han bajado de las tierras altas. Pese a vestir camisetas del Cristal y pantalones cortos de fútbol, los nativos machiguengas pertenecen a otra cultura. Sus sonrisas dislocadas y sus maneras de estar –y no estar- los delatan. Para ellos el Tonkini es la parte central del pongo y sirve de puerto de ingreso al Mesarini, el río que llevará a los hombres hacia el Inkiti, el cielo machiguenga.

Para mí, animal de otros parajes, el Mainique no podía ser otra cosa que una bestia enorme, de fauces mitológicas. Un mar embravecido en medio de la manigua, un torrente multiforme decidido a tragarnos a todos si no realizábamos a tiempo las maniobras necesarias para quebrar su enfermiza tozudez. Millones de millones de gotas de agua cubriendo el universo entero: el Mainique se parecía tanto a las cataratas universales que imaginaron los afiebrados marineros de Colón que de solo observarlos se me paralizaba el pulso. Y en medio de ese trance fulminante, mi mirada se posó un segundo en la de Marcial Shivituerori, el piloto de la nave que nos transportaba por el pongo. Una interminable sonrisa iluminaba su rostro anguloso y plagado de arrugas; sus manos habían dejado de conducir el timón del peque-peque que hasta entonces había manejado sin problemas, su cuerpo parecía flotar entre tanta confusión. Para Mashico navegar por el Mainique era adentrarse en los confines del Mesarini y allí no había más fuerzas que la de los dioses. Sus dioses. Por tanto, había que respetar sus designios y abandonar (con delicadeza) toda acción humana. Así recorrimos el pongo, libres, confiados en el buen trato de unas divinidades juguetonas y omnipresentes, habitantes de un Olimpo tenebroso e inconmensurable.

Después de superar el pongo de Mainique acoderamos en una playa poblada de mariposas de todas las trazas. Nuevamente era un hombre, no los dioses, quien maniobraba nuestra embarcación. Desde un peñasco cómplice pude observar el cañón en toda su magnificencia. Interminable y prístino. Gigantesco. Continuamos la marcha y después de algunas horas arribamos a Timpía, una de las muchas comunidades machiguengas dispuestas a jugar las cartas que les ofrece el Perú oficial, ese país esquivo que solo ha sabido incumplir promesas y desbaratar sueños de futuro. Los comuneros de Timpía estaban apostando entonces por el turismo. En mis notas de aquellos días, viajando con el antropólogo Lelis Rivera y Franco Goyenechea, apunté: “esto se parece mucho al socialismo”.

De esas jornadas navegando por el río Urubamba guardo muchos recuerdos. El primero, la enorme alegría de los capacitadores de una oenegé muy activa en la zona al referirnos el grado de responsabilidad asumida por los dirigentes del COMARU, el Consejo Machiguenga del Río Urubamba, en las negociaciones del contrato que debía aprobarse con los adjudicatarios del proyecto del gas. Para todos ellos, trejos militantes de la causa indigenista, el éxito de las negociaciones lideradas directamente por los indígenas era más que evidente. El bosque estaba salvado, a pesar de tantas presiones, me dijeron. Solo había que resistir un poco más y poner en la agenda local otros temas: la educación bilingüe, el respeto por las costumbres tradicionales, la equidad de géneros, el cuidado del ambiente, la titulación de los territorios comunales.

También el sabor amargo que me dejó enterarme por primera vez que este oficio de cronista tiene mucho de manipulación y olvidos cómplices (y que de vez en cuando nuestras notas solo sirven para escribir panfletos que engrandecen causas ajenas que sentimos como propias). En Kiteni nuestros anfitriones estuvieron a un tris de perder la calma: un grupo de machiguengas había decidido tomar justicia con sus propias manos ajusticiando, hartos de tantas tropelías y abusos repetidos, a una pequeña banda de delincuentes armados y resueltos a todo. Fuenteovejuna existe en este mundo poblado de pájaros y árboles. Las injusticias también. Decidí, lo recuerdo vivamente, mirar a otro lado y confiar en mejores noticias. Olvidar lo que susurraban entre ellos los responsables de nuestra visita periodística y seguir para adelante. Había venido al país de los machiguengas para contar sus grandezas, su deseo inconfundible de ser parte de una nación plural, de una colectividad mayor respetuosa de su diversidad cultural y había encontrado en la inocencia de sus hombres las huellas inconfundibles del crimen y la barbarie.

Una tarde de aquellas en el lodge comunal de Timpía luego de una velada viendo con un grupo de machiguengas los grabados del libro de Paul Marcoy Viaje a través de la América del Sur, entendí esas contradicciones. Este mundo que nos han permitido poblar nuestros dioses no tiene el equilibrio mágico del Tonkini, al fin y al cabo, somos pilotos inermes de una embarcación que en cualquier momento debe zozobrar.  Y decidí celebrar la felicidad y el ímpetu vital de unos hombres forjados en la fragua de unos bosques milenarios en ese territorio-esperanza que tenemos que salvar, no sus desvaríos. La Amazonía no nos pertenece, es hija de otras voces.

Buen viaje…


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