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William H. Hudson, profeta…

Mi opinión

Sobre el sillín de una bicicleta adquirida con las magras monedas que le deparaba su condición de apátrida en Londres y con los binóculos con los que solía atisbar el mundo, William H. Hudson (1841-1922) , viajero y escritor, se dio maña para interpretar la campiña británica y escribir varios tomos sobre sus aves más conspicuas y la de su país natal: Argentina . Fue un profeta de los nuevos tiempos.


William H. Hudson, uno de los más grandes escritores ingleses de todos los tiempos, dilecto amigo de Joseph Conrad, Rabindranath Tagore y Bernard Shaw, no nació, como se ha dicho tantas veces, en la Gran Bretaña, país al que llegó a poco de haber cumplido los 33 años harto de las estrecheces económicas y la poca fortuna con la que había errabundeado hasta entonces. Si  un despistado vista de aduana se hubiera detenido más de la cuenta a hurgar entre sus documentos londinenses hubiera inferido que el futuro hombre de letras y uno de los más grandes ornitólogos del siglo XIX era un “norteamericano” pues sus progenitores, dos inmigrantes de los Estados Unidos, protestantes como los padres de otro gringo célebre entre nosotros, Hiram Bingham, habían arribado al sur más sur del continente, a la inhóspita llanura pampeana de la Argentina, apenas unos años antes de su nacimiento. Y de su inscripción en los registros civiles como Guillermo Enrique Hudson, rioplatense.

De esos años capitales en Los Ombués, provincia de Buenos Aires, que fueron determinantes en la gestación del personaje que llegó a ser en los postreros años de su vida, primero y luego en Chascomús, una localidad de estancieros pobres donde su padre regentó una pulpería, William Henry guardó el resto de su vida recuerdos imperecederos aunque alguna vez haya comentado que la suya no fue para nada una infancia común y que acaso fue “criado en un país semibárbaro donde no había escuela ni maestro, ni iglesia, ni cura, ni médico” y todo se resolvía montando a caballo. Fortuna la del infante, pienso a la distancia, alguna vez fui maestro y sé que “en la escuela se ahogan la originalidad y las observaciones de un chico y se le enseña a buscar la salvación en libros, libros y más libros”.

He vuelto a pensar en ese otro niño-salvaje de Aveyron que vagaba libre por una pampa poblada por hombres rudos, animales de trazas mitológicas y multitud de aparecidos después de leer el reportaje del periodista Domingo Marchena en La Vanguardia de Barcelona a propósito de la publicación en España de “A pie por Inglaterra”, uno de los títulos más notables de su voluminosa obra, toda, en honor a la verdad, escrita en inglés y publicada mientras estuvo vivo en tierras europeas.

Mi primer encuentro con la obra del anglo-argentino nacido en 1841 se produjo en una muy bien surtida librería de El Calafate, en la Patagonia argentina, un lugar que el escritor visitó antes de llegar a los treinta para ensanchar sus conocimientos de avezado cazador y coleccionista a requerimiento de varios gabinetes extranjeros, uno de ellos el Smithsonian. Allí me hice de dos volúmenes suyos, argentinísimos: “Días de ocio en la Patagonia. Diario de un naturalista”, de 1893, cuando ya llevaba varios años de residencia en Londres y “Allá lejos y tiempo atrás”, escrito en 1918, en el ocaso de su vida; las dos memorias, por decirlo de alguna manera, pergeñadas para avivar sus recuerdos sudamericanos. Dos libros, por cierto, primorosos, musicales, inspiradores, dos joyitas que definen la estatura intelectual de un pragmático a tiempo completo. De un fisgón de la naturaleza capaz de recordar, de oídos solamente, el canto de 154 aves de las pampas y la Patagonia argentina.

El segundo tropezón entre el naturalista y este cronista se produjo en una desangelada librería del barrio de la Recoleta, unos días después de haber recorrido la mítica Carretera 40 y encontrarme sobre uno de sus bordes con un armadillo, un individuo de la misma especie que recibió al bonaerense durante su periplo patagónico, que por cierto estuvo a un tris de terminar en tragedia al herirse accidentalmente con una bala de su propio revólver.  En esa librería de libros viejos de la avenida Pueyrredón de Buenos Aires un Marco Aurelio Denegri local me recomendó la biografía del escritor hecha por Alicia Jurado, biógrafa también de Borges, otro admirador del escritor a quien al que alguna vez llamó el “gran Hudson, inglés chascomusero y hombre de ciencia universal”.

Sobre los motivos del viaje de Hudson a Inglaterra y su lucha personal por ser admitido en los cenáculos académicos londinenses se ha dicho mucho, no viene al caso transitar por esas disquisiciones. Para los que hemos leído algunos retazos de la obra del pampeano, sobre todo aquella que testimonia su oficio de observador de la naturaleza a tiempo completo y baqueano por las llanuras de su país y del Uruguay, nos queda claro que pocos como él amaron con tanta intensidad la vida natural y los detalles más particulares de una región, entonces, ignota y muy poco estudiada. Hudson, naturalista y romántico por excelencia, como Audubon en los Estados Unidos se empecinó en descifrar el cosmos pampeano y su importancia. Fue, como el Humboldt que retrata Andrea Wulf en la celebrada biografía del científico prusiano, el precursor de lo que actualmente conocemos como ecología o, con mayor precisión, del conservacionismo.

Sobre el sillín de una bicicleta adquirida con las magras monedas que le deparaba su condición de apátrida en Londres y con los binóculos con los que atisbaba el mundo, el viajero llegado de tan lejos se dio maña para interpretar la campiña británica y escribir varios tomos sobre sus aves más conspicuas. En 1899, cuando frisaba los sesenta años y ya era una autoridad reconocida en el campo de la ornitología, funda la Royal Society for the Protection of Birds, la primera sociedad protectora de las aves. “Mi patria –mi patria verdadera y secreta- es el verdor solitario del mundo, donde anidan los pájaros”, había mencionado en uno de sus libros y a esa temprana conclusión le fue fiel hasta el final de sus días. Dos especies de la fauna argentina descubiertas por él llevan su nombre: Granioleuca hudsoni y Cnipolegus hudsoni y no hay estudioso en el sur de nuestro continente que no conozca y valore su obra.

En el campo de la literatura sus libros transitaron por diferentes géneros: la novela, el cuento, la novela histórica, la autobiografía, el ensayo y la poesía, también los relatos de viaje y el rescate del folclor y la tradición oral. El nativo de Quilmes murió en 1922 envuelto en el aprecio de la exigente intelectualidad inglesa que supo valorar su contribución a la cultura británica. Unos años antes, ya constituida la asociación Aves Argentinas, en ese entonces Sociedad Ornitológica del Plata, Hudson fue nombrado su primer socio honorario, lo que le permitió volver a trabajar con las aves de su país natal. El argentino fue un profeta del mundo que estamos en la obligación de construir.

Buen viaje…

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