Mi opinión
Zona de obras reúne columnas, conferencias y ensayos que la argentina Leila Guerriero ha ido agrupando a lo largo del tiempo en torno a “por qué hace lo que hace, cómo hace lo que hace y para qué hace lo que hace”, reflexiones que, publicadas en diversos medios o leídos en encuentros literarios en América Latina y en España, fueron recogidas en un libro que todo periodista debe leer.
Leila Guerriero lo sabe todo en materia de buen periodismo y viajar para contarlo. Y eso que jamás, nunca, la escritora nacida en la localidad de Junín, una capital de provincia a 260 kilómetros del gran Buenos Aires, pisó un salón de clases de alguna escuela para periodistas. Tampoco uno de los tantos talleres, cursos, seminarios para aprendices de escribas que existen por todos lados. Lo suyo es instinto y terquedad, constancia, empecinamiento extremo, oficio puro. Fruto de aquellas introspecciones: un conocimiento de estas artes superlativo y una capacidad exagerada para contar lo que nadie ha observado, como Caparrós, y hacerlo como si estuviera de pasadita en un Starbucks o en una playa del mar Atlántico.
Guerriero agrupó en el 2014 sus masters class más notables con algunas de sus columnas sobre el periodismo narrativo en uno que otro de los diarios y revistas en los que colabora con frecuencia en un librito indispensable para los que persistimos en el periodismo de siempre, ese que anda en pleito con los que creen que estar en el lugar de los hechos o tener algo interesante que decir convierte en oficiante a cualquier hijo de vecino.
El libro que comentamos fue publicado por Anagrama en una nueva edición revisada y ampliada en medio de la pandemia que dejamos atrás. La historia de “Zona de obras” es más o menos así. En el 2006 la revista El Malpensante le pidió a la célebre editora de Gatopardo y colaboradora permanente de El País, El Mercurio, Rolling Stones, SoHo, La Nación, entre otras grandes marcas, que preparara una conferencia de no más de veinte minutos sobre el periodismo narrativo en esta parte del planeta en una coyuntura en que su práctica empezaba a reunir plumas notables e historias conmovedoras. Y la Guerriero, achoradasa, cumplió al pie de la letra con el encargo y pergeñó el texto “Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano” que junto a “Mi diablo” (“Escribo como si boxeara. Hay una rabia infinita dentro de mí, una nostalgia infinita dentro de mí, una furia infinita dentro de mí, un arrebato ciego dentro de mí”), la conferencia que leyó en el 2017 en el ciclo de Letras del Centro Cultural San Martín en Buenos Aires, conforma, a mi juicio, la columna vertebral de una antología concebida para desencantar a los profanos.
Es que el buen periodista, lo dice quien confiesa que no sabe nada de periodismo, se construye a punta de lecturas y más lecturas de ficción, de harto cine, harta fotografía, muchísimos comics, música y más música, trabajo como cancha y pasión por el goce intelectual ibidem. Porque, Guerreiro al habla, “lo diré corto, lo diré rápido y lo diré claro: yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que puede aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano”. O mejor así: “Querer escribir y no querer leer no solo es un contrasentido. Querer escribir y no querer leer es una aberración. Es, sin salvar ninguna distancia, como ser periodista y no tener curiosidad”.
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Leila Guerriero se hizo periodista en Buenos Aires después de estudiar turismo. Comenta en uno de los textos de la colección que reseñamos que un día de tantos, mientras pateaba latas en la gran ciudad, dejó en mesa de partes del diario Página/12 un cuento suyo para ver qué pasaba. Y pasó, a los cuatro días de esa osadía su cuentito aparecía publicado en la misma página donde firmaban Gelman, Soriano, Fresán y el propio Jorge Lanata, sí, con una sola t, el editor que leyó su trabajo y lo consideró publicable. Desde ese debut su carrera se tornó imparable, allí está “Los suicidas del fin del mundo”, su primer libro para confirmarlo. También fue imparable el aprendizaje de los otros atributos del oficio como la observación minuciosa, la investigación profusa y, oído a la música, la invisibilidad: “para ser periodista hay que ser invisible, tener curiosidad, tener impulsos, tener la fe del pescador -y su paciencia-, y el ascetismo de quien se olvida de sí -de su hambre, de su sed, de sus preocupaciones- para ponerse al servicio de la historia de otro”. Anotado está.
Por Rodrigo Fresán, Guerriero conoció la pluma de John Irving y desde entonces su escritura explotó. Antes, cuando todavía era una desconocida, en su Junín natal, un vecino a quien recuerda simplemente como el señor Equis la había enfrentado a su desconocimiento literario con una recatafila de lecturas. Y autores. Por las narices de la entonces jovencita que quería ser escritora desde los ocho años, o nueve, desfilaron Voltaire, los clásicos, todos, Stendhal, Nabokov, Dostoievski, Faulkner, Bioy Casares, Borges, Silvina Ocampo, Kant, Melville, Kafka, Chéjov, Truman Capote, Rulfo, Vargas Llosa, Ribeyro, Balzac, cien más. Pero Irving fue la primera piedra con la que edificó su iglesia.
Y también por Fresán la Guerriero conoció a Jeffrey Eugenides, A. M. Homes, Patrick McGrath, Michael Cunningham, David Gates hasta llegar, por casualidad, a Lorrie Moore, en esta parte de su andadura particular, su ícono viviente, la autora que ha sido capaz de hacer de su prosa, hasta entonces frondosa y barroca, según propia y extraña confesión, un ecosistema narrativo muchísimo más compacto y mejor. Porque, lo dice a cada rato y hay que repetirlo, nosotros, como un mantra: “así como un orfebre no ceja hasta lograr un engarce sublime, un periodista pasa días removiendo párrafos, recortando frases, afirmando voces, refinando escenas, trabajando ruidos, escribiendo fusas y corcheas, artículos y verbos, semitonos, bemoles, sostenidos, hasta lograr que fluya: que parezca fácil. Hasta lograr que, bajo la superficie tersa de la crónica, bajo su música serena, quede oculto lo que la pone en marcha, Su esqueleto. Sus músculos severos. Su íntima arquitectura de goznes aceitados”.
Oficio de alarife, verdaderamente.
Grandioso, recomiendo la lectura de este manojo de textos para periodistas de verdad. Guerriero es una trome: en cada uno de sus comentarios se traslucen sus genialidades y su afán por decirlo todo en voz alta, sin ninguna apetencia por ganarse los aplausos fáciles de la tribuna: así despotrica de los que se escudan en la objetividad monda y lironda del periodismo, porque “el periodismo -literario o no- es lo opuesto a la objetividad. Es una mirada, una visión del mundo, una subjetividad honesta: “Fui, vi, y voy a contar lo que honestamente creo que vi” y se enfrenta a los que por un poquito de atención salpimientan sus crónicas con una cuota de ficción que no le hace ningún favor al oficio. Aun cuando ese fabulador sea Kapuscinski.
Similar fuego cruzado lanza contra los periodistas al servicio de las ONG que han hecho de la parrafada y las palabras altisonantes un lugar común. Guerriero apostrofa y cuánta razón tiene: “Los comunicados institucionales están repletos de términos como “empoderamiento”, “objetivos de desarrollo sostenible”, “viabilidad”, “formulación de indicadores”. Esas palabras son buenas para eso: para los comunicados institucionales. La ONU, la OIT, la OMS tienen un lenguaje propio, un esperanto hecho con siglas y vocablos que han sido limados en todas sus aristas hasta perder cualquier aspereza, cualquier capacidad de ofensa. Así, en ese lenguaje paralelo, un negro es una persona de color; un paralítico una persona con capacidades diferentes; un gordo una persona con sobrepeso; una mujer golpeada una víctima de violencia de género. Ese es el problema con las ONG: que son educadísimas y que, además, no ven nada antiestético en palabras como empoderamiento ni nada artificioso en frases como “Participación activa de todos los actores implicados para garantizar la apropiación de la Agenda”.
Guerriero es anfo puro y su «Zona de obras», un más vigente que nunca manual contra el periodista “ilustrado”, ese hombre de prensa amante de la especialización y el escribir a toda prisa. En ese sentido Guerriero se opone a Miguel Angel Bastenier, el gran periodista de El País, que afirmaba muy suelto de huesos que solo «hay dos tipos de periodistas: los que escriben rápido y los que no son periodistas». Guerriero ha elegido lo segundo. Y es una maestra del periodismo más hermoso que brilla como nunca en Latinoamérica. Y que leemos embelesados y atentos.
Zona de obras
Nueva edición revisada y ampliada
Anagrama, 272
2022