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Pensando en Chinchero después de leer “En el nombre del turista” 

En el año 2012 Pablo García llegó a Chinchero para recoger los datos de una investigación antropológica que el Instituto de Estudios Peruanos publicó el año pasado con el título de “En el nombre del turista. Paisaje, patrimonio y cambio social en Chinchero” (IEP, 2018, 316 p.)

García, doctor en antropología social por la Universidad de St Andrews, Escocia, vivió en casa del matrimonio de Jacinto Singona y Augusta Pumacahua, de Cúper Pueblo, un año entero. El libro sobre la irrupción del turismo y las “otras modernidades” en la vida de los chincherinos arroja muchas pistas sobre la “desruralización” que se viene dando en un  grupo de comunidades campesinas ubicadas en la zona de expansión del Cusco metropolitano, una ciudad que crece vertiginosamente a costa de su ruralia, para usar un término que solía utilizar Marco Aurelio Denegri.

El investigador español encuentra natural entre los pobladores de las localidades que frecuenta el desarrollo de un sinfín de actividades ligadas al turismo, ya sea en Chjnchero pueblo o en la cercana ciudad del Cusco, donde comercializan sus tejidos, entre otros productos. Entonces, 2012-2013, el campo no generaba las ganancias necesarias para vivir, obligando a los chincherinos, hombres y mujeres, a buscar otras fuentes de ingreso.

García apunta lo siguiente en relación al trabajo campesino:

  “Mientras que muchos hombres encontraban trabajo en Cusco y los jóvenes estudiaban allí y la mayor parte de mujeres se empleaban en los centros textiles abiertos al turismo, las tareas agropecuarias habían asumido ciertamente un papel secundario en la economía doméstica y ya casi nadie vivía exclusivamente de ellas. Los bajos precios de los productos agrícolas en el mercado hacían del trabajo agrario una inversión en tiempo y dinero que no merecía la pena, incentivando un enfoque más intensivo hacia el cultivo relacionado con el uso de pesticidas y fertilizantes químicos, tal y como había apuntado Franquemont en su etnografía [se refiere Pablo García al trabajo de Christine Franquemont “Chinchero Pallays: An Ethnic Code” de 1986]. De todas maneras, me aseguraron que si a los campesinos les pagaran un buen precio por sus productos volverían a trabajar la tierra de nuevo. No obstante, aunque la agricultura estaba claramente en retroceso, de ningún modo se había abandonado. Los chincherinos sabían muy bien que, debido a lo impredecible del turismo y la inseguridad del empleo en Cusco, todavía dependían de la tierra para comer todo el año”.

Ese es para mí el quid del asunto. Si el campo fuera económicamente productivo, sus propietarios no tendrían el afán de vender a terceros lo que heredaron: ya sean estos, los compradores digo, el Estado interesado en construir un aeropuerto; los especuladores de tierras, que abundan, o algún poblador local necesitado de un espacio para edificar el grifo con el que sueña o la casa de vidrios espejo donde habrá de vivir la familia entera.

Si las parcelas dentro de este territorio, no voy a entrar en detalles, de una riqueza cultural impresionante, pero que lamentablemente produce papas nativas que se venden a seis soles la arroba, fueran rentables, los campesinos de Chinchero las pondrían a buen recaudo. Las conservarían, pero no lo son. La agricultura en estos valles es una actividad lírica, de mucho más gastos que ganancias, casi una ocupación propia de ancianos y desvalidos. Así de cierto.

De manera que, de detenerse el megaproyecto  de Chinchero, el territorio que queremos preservar va a correr la misma suerte: será tomado por asalto por el desarrollismo combi que asecha en la ciudad y el campo. Ya ocurrió en el Cusco con los cultivos  de Wanchaq, Magisterio, San Jerónimo, San Sebastián; ya está ocurriendo en la ruta a Urcos. La modernidad fagocita al campo, lo hace trizas, convierte sus áreas de cultivos en centros poblados que se van integrando con inusitada algarabía a un modelo de desarrollo condenado a fracasar.

Es urgente saber qué hacer para frenar este contrasentido. Es hora de encontrar soluciones a este drama repetido. La agricultura, la productiva, la que genera seguridad alimentaria e identidad cultural, está herida de muerte, poco -o nada- es lo que se ha hecho por revivirla. Ese es el reto. En Chinchero, detrás de ella, pueden agruparse las demás actividades que han ido naciendo al calor de la modernización, una de ellas, por cierto, el turismo. Si nos ponemos serios, el territorio chincherino podría ser un espacio experimental para el desarrollo de otro modelo societal.

Bienvenido el debate.

“En el nombre del turista. Paisaje, patrimonio y cambio social en Chinchero” (IEP, 2018, 316 p.)

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