Mi opinión
Nacho Dean, malagueño e idealista a ultranza, se propuso cumplir el sueño de dar la vuelta al mundo, sin un medio, para llamar la atención sobre la destrucción planetaria que impulsamos sin darnos cuenta. Cogió en el 2013 sus bártulos y como Forrest Gump y no paró hasta cumplir su propósito mil y pico días y 12 pares de zapatillas después, cuatro continentes recorridos. ocho kilos menos. Esta es su historia, viajeros como el intrépido Dean llenan de buenas nuevas la alforja de los que soñamos todos los días con imposibles.
Cuenta Nacho Dean que no hay nada más bello en este mundo que una noche estrellada en el desierto de Atacama. Lo dice después de atravesar cuatro continentes, tras tres años dedicados a sentir el planeta bajo sus pies. Es en esa árida tierra chilena enclavada entre el océano Pacífico y la cordillera de los Andes donde quedó absorto mirando al cielo, embrujado ante lo maravillosa que puede llegar a ser la naturaleza, esa naturaleza que le estaba llamando, la que le invitó a emprender el viaje de su vida.
El cielo pesa cuando cae la noche en Atacama. Es tal la cantidad de estrellas que se ven, tal la densidad de la Vía Láctea, que a uno le cuesta creer que lo que está viendo es posible. “Cuando miras ese cielo piensas que no estamos solos en este mundo”.
Desprenderse de todo. Quedarse con lo que cabe en una mochila. Lanzarse a recorrer el mundo. Un sueño. Cumplido.
Hace ya tres meses que regresó. Ha aprovechado el mes de julio para encerrarse en un granero rehabilitado de Cuitu de Siero, un pequeño pueblo de Asturias, para escribir el libro que narrará su periplo por el mundo. Lo publicará en 2017 con la editorial Planeta.
Emprendió su ambiciosa aventura, en la que se ha pulido doce pares de zapatillas y ha perdido ocho kilos de peso, para cumplir un sueño. Un sueño de naturaleza, de vida, de experiencias. Le gusta viajar, le gusta escribir, le gustan los deportes de riesgo, la fotografía. Una de las últimas imágenes que colgó en earthwidewalk.org, la web en la que ha ido narrando sus peripecias, fue la de la improvisada rueda de prensa que ofreció en el kilómetro cero de la madrileña Puerta del Sol el pasado 20 de marzo, el día de la llegada, de los abrazos, del “enhorabuena Nacho”, del “la que has liado”, del “no lo has pasado muy mal con lo guapo que vienes” que le espetaban entre vítores los transeúntes que acudían a recibirle. El caminante malagueño respondió en cuclillas a las preguntas de los periodistas, en el suelo. Como si no quisiera perder el pulso del planeta.
Su viaje contiene un mensaje; una llamada de atención ante la degradación del medioambiente que está generando nuestro modo de vida. Por eso bautizó su aventura como Earthwidewalk, marcha mundial por la naturaleza y el planeta Tierra.
“Necesitaba ir sin prisas, con otro tiempo, conectar con la naturaleza, sentir la libertad de dormir donde toque, donde sea”. A sus 35 años, Nacho Dean sabe que su impulso fue una pequeña locura, “una pedrada”, como le gusta decir a él.
La semilla de esa pedrada se presentó, cómo no, entre las piedras del camino, andando. Fue en febrero de 2011, cuando recorría la variante francesa del Camino de Santiago. Llevaba dos semanas de pateo en solitario y empezó a acariciar la idea de dejarlo todo atrás. En el retrovisor quedaría el trabajo de socorrista en la comunidad de vecinos de Villaverde, el sueldo de 1.600 euros, la casa en el barrio de Legazpi, todo.
Al fin y al cabo, estaba más que vacunado contra el desarraigo. Hijo de marino mercante, estaba acostumbrado a itinerar de un sitio para otro. Vivió en más de 40 localidades a lo largo de los 20 años que convivió con sus padres y su hermana. “Soy propenso a viajar, tengo facilidad para vivir con poco. No me apego demasiado a las cosas”.
Un año y tres meses después de aquella pedrada en el Camino de Santiago, en el verano de 2012, tomó la decisión. “Se abrió una semilla en mi cabeza que fue creciendo”. Una vez decidido, el periodo de gestación del viaje fue de lo más natural, nueves meses de preparativos.
¿Qué llevarse para semejante viaje? Lo que cupiese dentro de Jimmy, que recibió bautizo en la soledad de la travesía del desierto de Australia, un carro de 12 kilos de peso para bebés en el que llevaba una carga de 25 kilos: tienda de campaña, saco de dormir de invierno, esterilla hinchable, tres calzoncillos, tres pares de calcetines, tres pantalones, navaja multiusos, antídoto para las mordeduras de serpientes, kit de camping gas… Y una armónica. Además, por supuesto, los instrumentos que le permitirían contar su viaje: el ordenador portátil y la cámara de fotos.
A la hora de apostar por un teléfono móvil, no quiso uno inteligente, la batería aguanta poco, es una golosina que te pueden querer robar. El 21 de marzo de 2013 salió con una blackberry en el bolsillo. El 20 de marzo de 2016 regresaba a la Puerta del Sol de Madrid con un teléfono peruano marca Azumi que le costó 10 euros. Fue el que se compró después del atraco en Perú, uno de los episodios más duros del viaje.
Ocurrió en las calles del Callao, cerca de Lima, en una zona en la que a la policía le cuesta adentrarse, en diciembre de 2014. Una noche, caminando por una zona peligrosa, tres tipos lo agarraron por la espalda, metiéndole las manos en los bolsillos. Le robaron la cámara de fotos, el móvil y un caleidoscopio que le había regalado una amiga. Salió vivo del forcejeo, pero con el pantalón rajado. “Hasta que te sucede, te crees invulnerable. Hasta ese momento, viajé tocado por una varita mágica”. Llevaba un año y nueve meses de viaje a sus espaldas.
Su periplo ha estado marcado por el número 21. El 21 de marzo de 2013 salió de Madrid. El aspecto que ofrecía aquella mañana, pelo corto, cara despejada, acompañado de una de las personas que más le han apoyado en su aventura, su amiga Paz Sufrategui, poco tiene que ver con su actual poblada barba y su melena, recogida en una coleta.
Cuatro meses más tarde, el 21 de julio, cerraba el tramo europeo (España, Francia, Italia, Eslovenia, Croacia, Serbia, Bulgaria) e iniciaba desde Turquía el asalto al continente asiático (Georgia, Armenia, Irán, India, Nepal, Bangladesh, Tailandia, Malasia, Singapur, Indonesia), la prueba de fuego del viaje, la fase en la que comprobaría si aquello era una locura o era posible.
Superado el trance, el 21 de abril de 2014 daba el salto a Australia –en avión, ha tomado siete en tres años-, donde encontró la aventura libre y salvaje que iba buscando. Allí, mientras atravesaba el desierto, estuvo doce días totalmente desconectado del mundo, para disgusto de su madre, Maite Mouliaá, con la que solía hablar todas las semanas y que aún recuerda aquellos doce largos días en que no supo nada de él. En las antípodas registró la mayor caminata en una sola jornada: 86 kilómetros del tirón, su récord.
El 21 de febrero de 2016 cerraba la etapa más larga, la americana: tardó año y medio en atravesar el continente de sur a norte (Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador, México, Estados Unidos). Tan dura resultó la fase americana que incluso le llevó a desistir de abordar el quinto continente que tenía previsto en su hoja de ruta inicial.
Dean renunció a cruzar África, fundamentalmente, por dos razones: porque en la etapa americana se dio cuenta de lo vulnerable que puede llegar a ser una persona arrastrando un carrito en según qué lugares del mundo; y porque ya andaba pelado de presupuesto –salió con los 3.000 euros de sus ahorros y, aunque a lo largo del viaje fue recaudando fondos de amigos hasta contar con unos 24.000, el presupuesto de 20 euros al día, en ausencia de patrocinadores, tampoco dio para mucho–.
“He puesto la vida en juego varias veces”, dice serio, recordando los días duros. “Cruzar determinados países en el medio de transporte más lento, donde no hay una puerta que cerrar si te persiguen, es querer morir; y además de la delincuencia, hay otros peligros: la fauna, los rayos”.
Hubo tres países que renunció a cruzar por motivos de seguridad: Pakistán, Colombia y Guatemala.
Solo, sin coches de asistencia, sin seguro médico internacional, sin GPS. Sin red. Nacho Dean ha dado la vuelta al mundo, lo que se dice, a pelo. Le mordieron tres perros. Suerte que solo enfermó gravemente en Chiapas, donde contrajo la fiebre chicungunya, que le dejó postrado seis días en Oaxaca con 41 grados de fiebre.
El asalto en la calles del Callao, en Perú, fue un primer aviso. El segundo llegó en El Salvador. Se cruzó en su camino un grupo de chicos pertenecientes a las temibles maras –probablemente, los Salvatrucha, dice-, machete en mano en una carretera perdida en la zona de Zacatecoluca.
-“Hijo puta, para allí y dame todo lo que lleves”, le dijo uno de ellos
-“No te voy a dar nada”, les respondió, echándose a un lado.
La jugada le salió bien, consiguió zafarse. Llamó a la embajada española en El Salvador y durante dos días, caminó escoltado por la policía.
El episodio de los hombres armados con machetes volvió a repetirse, como una pesadilla, en México, entre Veracruz y Tabasco. Pero esta vez, los tipos echaron a correr, persiguiéndole carretera abajo. “¡No corras, te vamos a seguir!”, le gritaban, blandiendo sus machetes en el aire. Hubo un momento en que estuvo a punto de soltar a Jimmy – “que le den al pasaporte, al dinero y al ordenador”, pensó-, pero al final, uno a uno, sus tres perseguidores se fueron quedando sin fuelle.
“Esa fue la gota que colmó el vaso”, recuerda. “¡Qué necesidad tengo yo de acabar con mi vida!”, se dijo. La idea de saltarse la etapa africana venía tomando fuerza desde hacía unos meses. El susto de México fue el detonante que la refrendó.
Entre los momentos difíciles de su vuelta al mundo está también el atentado de Daca, Bangladesh, en diciembre de 2013. Escuchó una explosión al final de una avenida en la que estaban estacionados unos tanques de la ONU. Se agachó, vio gente corriendo en todas las direcciones, y se produjeron otras cuatro explosiones más, que cada vez sonaban más cerca – “te acuerdas de tu madre, te pasa la vida por delante”-. Pero su viaje también está plagado de momentos maravillosos y de personajes de contorno imborrable. Como aquel director general de la policía en la India, Udayan Parmar, un hombre con bigotito fino, repeinado, como un actor de los años veinte, que no solo le acogió una noche en su casa, donde le sirvieron la cena en bandeja, sino que hizo posible que cruzara el país alojándose en fortalezas en medio de la selva o en cuarteles generales de la policía con tan solo marcar su número de teléfono –de las 1.100 noches de viaje, ha dormido unas 800 en tienda de campaña, a la intemperie-. Como Avelino, el indígena de 70 años, hombre bajito y curtido que construía balsas Kon-Tiki cerca del lago Titicaca, en Bolivia. Como Simón, el refugiado sirio con el que se encontró en Armenia, quien viajaba con sus dos hijos y su mujer, huyendo del horror de Alepo.
En su paseo por el planeta se encontró con cuatro grandes caminantes -un rumano, un francés, un japones y un inglés-, pero ninguno de ellos daba la vuelta al mundo, cada uno había elegido patearse un continente. Cuenta que no existe un registro exhaustivo de personas que han dado la vuelta al mundo, pero se sabe de más de media docena de personas que han hecho algo similar –entre ellos, el canadiense Jean Béliveau, que caminó durante once años -.
Para entrar en el libro de los récords Guiness, explica, hay que haber tocado dos puntos de las antípodas, cosa que él no ha hecho, y que tampoco le preocupa. El suyo ha sido un viaje concebido como un reto personal y como una forma de llamar la atención sobre la necesidad de cuidar el planeta, no como una marca a batir. “El calentamiento global es absolutamente cierto. Recorriendo el mundo a pie he podido ver cómo son los ecosisitemas de cada país. En Malasia no llueve en la época de los monzones, en Nepal la gente vive en vertederos, la selva peruana está vendida al capital extranjero. Estamos destrozando el planeta. Hay que cuidar la casa en la que vivimos”.
Experiencias sensoriales, tampoco le faltaron. Uno de los momentos intensos fue el día en que, en Lima, junto a una amiga y dos chamanes, probó la ayahuasca, bebida alucinógena con sabor a tierra con la que uno, se supone, realiza un viaje al interior de sí mismo que puede resultar tan revelador como peligroso. A Nacho Dean no le causó ninguno de estos efectos: “Yo ya llevaba dos años dando la vuelta al mundo, ya había ordenado todas las piezas en mi cabeza”.
Su viaje no nació de la necesidad de superar ningún trauma, explica. Nació de su disconformidad con el modo en que funciona el mundo, con las trampas del sistema capitalista, con la codicia que arrasa montañas. Él decidió canalizar esa energía en un viaje que le permitiese difundir un mensaje, el de la necesidad de cuidar el planeta.
Su madre, Maite Mouliaá, dice que Nacho Dean siempre destacó por ser una persona con las ideas claras. “Ya de pequeño era muy coherente, algo que no era normal en chicos de su edad; era muy responsable y muy buen estudiante”. Su prima, la actriz Elisa Muliáa, conocida por su personaje de Irene en la serie Águila Roja, admira la valentía de su primo y confiesa que le ha encontrado muy cambiado a su regreso: “Se fue como un niño y ha vuelto como un hombre”.
Dice que era muy feliz al partir y que también lo ha sido al llegar. Ha aprendido que uno tiene el poder de crear su propia realidad, de trazar su camino: “Cuando lo ves, te das cuenta de que en realidad tenemos superpoderes”.
Las horas se le escurren entre los dedos desde que volvió. De pronto ya no hay tiempo para nada, los días vuelan. Ya está con ganas de volver a embarcarse en una nueva aventura. Tiene varias en la cabeza.