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Apocalípticos y desintegrados. El desastre del Marañón

Mi opinión

Mientras miramos con espanto y coyuntural enojo el discurrir de las aguas heridas de muerte del Chiriaco y el Marañón nos olvidamos de los ríos, cochas y demás cuerpos de agua amazónicos contaminados por sustancias más poderosas que las producidas por los hidrocarburos ligeros que se volatilizaron en estos días. Y eso que no estoy hablando de la insalubridad de nuestros mares. O del aire que nos toca respirar en ciudades como ésta, víctima de todo tipo de contaminantes. Esta es una oportunidad de oro para meter en la agenda pública el tema de la salud de los ecosistemas que habitamos. Las siguientes son mis reflexiones sobre los derrames petroleros ocurridos en las provincias de Bagua, en Amazonas y Datem del Marañón, en Loreto.


La noticia comenzó a correr en Nazareth y en unos instantes, hombres, mujeres y niños fueron al río con recipientes para sacar todo el petróleo que pudieran” Revista Número Zero

Liquidadores. Así llamaron los burócratas soviéticos en 1986 a los soldados, bomberos y voluntarios que fueron movilizados a Chernóbil para retirar los materiales radiactivos de la central que voló por los aires provoncado la mayor tragedia nuclear que ha producido nuestra especie. Se calcula que fueron entre 600 mil y un millón de personas los que trabajaron en los techos del reactor atómico y en los demás espacios de la ciudad abandonada para siempre, casi todos víctimas en poco tiempo de una contaminación que les cambió la vida.

O se las quitó.

La historia de algunos de ellos y el relato de lo que padecieron los suyos se pueden leer en “Voces de Chernóbil”, el libro testimonial de Svetlana Alexievich, premio Nobel de Literatura 2015, que ya se encuentra en las librerías de Lima.

Parece que no hubiéramos aprendido la lección. El derrame petrolero en Chiriaco, provincia de Bagua, departamento de Amazonas y el de la quebrada Cashacaño, provincia del Datem del Marañón, departamento de Loreto, diez días después, no se acercan ni por asomo a la magnitud de lo sucedido en Ucrania; sin embargo, la forma escandalosamente despreocupada con que se ha expuesto (y expone) a los encargados de retirar las sustancias contaminantes que se vertieron en ambos casos es la misma.

Los responsables de manejar la emergencia en la ex Unión Soviética fueron un grupo de científicos sometidos a la férula de un Partido Comunista que trataba de ocultar los estertores de un régimen a la deriva. Fallaron en la toma de decisiones y lo que sucedió después de la explosión del 26 de abril de ese año trágico es una catástrofe que no se va a borrar nunca. Treinta años después, sabiendo lo que se sabe sobre estos sucesos, Fukushima y Tratado de Minamata de por medio, ¿quiénes han sido los que dieron las directivas en el Perú para afrontar la crisis producida por los derrames que entre otras perlas dio luz verde a la contrata de pobladores, incluso niños, sin ningún tipo de protección y preparación para el recojo del crudo? Por ahora no hay responsables, solo balbuceos de una burocracia ataráxica, sin brújula de por medio, atrapada en medio de la grita pública.

Lo que si me queda claro es que en este vergonzoso affaire se conjugan varias situaciones made in Perú. La primera: una población mayoritariamente pobre acostumbrada por décadas de servilismo a trabajar en lo que sea con tal de ganarse alguito. Y lo que sea puede ser la portátil de uno de los tantos candidatos a las elecciones de cualquier tipo que se festinan a cada rato, los campos mineros del oro y el mercurio como cancha que se extienden por casi toda el país o las obras públicas que se hacen sin ton ni son a expensas del canon minero o los dineros de las cada vez más exangües arcas municipales. O los campos de coca del VRAEM, o los de aracanto –una macro alga cuya extracción golpea duramente la salud del mar peruano- en la costa sur o los de palma aceitera del oriente peruano. O los territorios de la madera ilegal, el tráfico de especies silvestres o el narcotráfico.

“Sabíamos que ese trabajo nos hacía daño pero con los 150 soles que nos prometieron podemos mantener a nuestras familias”, comentó el apu de la comunidad de Mayuriaga, en Loreto, cuando se le preguntó por el motivo que los indujo a aceptar el ofrecimiento de los ingenieros de Petro Perú. Los datos no mienten: el 46 % de la población rural en el Perú es pobre y mientras esos porcentajes sigan siendo tan abrumadoramente distantes con respecto a los que arroja la misma medición en Lima (11,8 % de pobreza en el 2014) o la costa (14,3 %), la situación será la misma: niños de diez años trabajando por dos o tres soles, padres de familia viviendo a costa de lo que les ofrece el día. O el dinero de los programas sociales.

O viviendo de las reparaciones ambientales –léase en estos casos, económicas- que empiezan a prometerse.

La segunda constatación a la vista: nos encanta, como colectivo, los juicios extremos, este fue el peor desastre ambiental, la población se está muriendo de sed, emergencia sanitaria, cerremos Petro Perú. Calma. Las cosas no son como quieren que sean los que manejan la información y buscan sacar provecho de nuestros miedos. Por supuesto que existe un problema, un problemón, por resolver. Por supuesto que hay más de sesenta niños en la comunidad awajún de Nazareth con sarpullidos y nauseas que hay que atender. Por supuesto que los más de tres mil barriles del crudo derramados están contaminando cauces de aguas, chacras y bosques. Es grave. Pero en situaciones como ésta necesitamos un Estado ágil, instituciones coherentes y una opinión pública informada. De lo contrario las soluciones que se ejecuten serán como las que hemos visto: inadecuadas, inmediatistas, contradictorias, peligrosas. Muchas de ellas, además, tomadAs solo para el aplauso de la tribuna.

Por lo pronto urge reforzar los fueros del Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA), institución que en su momento reportó la friolera de veinte hechos similares en los cinco últimos años. Los de las OEFA y las demás oficinas subnacionales y nacionales encargadas de las industrias extractivas de nuestro país. Las formales y las informales. Y por supuesto generar, desde la sociedad y el Estado, una conciencia de prevención y mitigación que nos permita afrontar las eventualidades como las que están viviendo las comunidades por donde se alargan los 854 kilómetros del oleoducto norperuano, modelo en su tiempo de ingeniería para el desarrollo. Hoy un decrépito ducto al borde de la explosión,

Y no solo en los linderos del oleoducto de marras. En todas partes. Mientras miramos con espanto y coyuntural enojo el discurrir de las aguas heridas de muerte del Chiriaco y el Marañón nos olvidamos de los ríos, cochas y demás cuerpos de agua amazónicos contaminados por sustancias más poderosas que las producidas por los hidrocarburos ligeros que se volatilizaron en estos días. Y eso que no estoy hablando de la insalubridad de nuestros mares. O del aire que nos toca respirar en ciudades como ésta, víctima de todo tipo de contaminantes. Esta es una oportunidad de oro para meter en la agenda pública el tema de la salud de los ecosistemas que habitamos.

Mientras tanto sigamos mirando el noreste peruano. Es necesario.

22/2/2016

 

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