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Ausangaterunas: Eusebio Crispín y familia

Mi opinión

Eusebio Crispín, paqochero de la comunidad de Pacchanta, una aldea de pastores y agricultores de altura que se levanta a los pies del apu Ausangate, tiene 39 años y ya es abuelo. El hijito de su hija mayor, Maribel, 16 años y tejedora como su madre y su abuela y como todas las mujeres que nacieron y vivieron en la finca de piedra y techos de paja que habitan los Crispín desde siempre, juega en el patio mientras el sol de la mañana, tenue y espaciado, se esfuerza en generar la vida que brota sobre los 4,400 metros de altura.


Eusebio Crispín, paqochero de la comunidad de Pacchanta, una aldea de pastores y agricultores de altura que se levanta a los pies del apu Ausangate, tiene 39 años y ya es abuelo. El hijito de su hija mayor, Maribel, 16 años y tejedora como su madre y su abuela y como todas las mujeres que nacieron y vivieron en la finca de piedra y techos de paja que habitan los Crispín desde siempre, juega en el patio mientras el sol de la mañana, tenue y espaciado, se esfuerza en generar la vida que brota sobre los 4,400 metros de altura.

“Nací aquí, en esta casa y en este mismo pueblo he vivido desde siempre, me dice, soy paqochero, pastor de alpacas, como todos los Crispín, los Mandura, los Condori, los Choque, los Gonzalo, los Chilihuani de Pacchanta, aquí en el distrito de Ocongate. Antes, cuando no habían cercas también fuimos llamichos, pastores de llamas, pero ese tiempo ya pasó: parece mentira, las llamas son más libres que los hombres: cuando empezaron a cercarse las tierras de nuestros padres, a parcelarse el territorio de la comunidad, las llamas se entristecieron y sus rebaños poco a poco fueron menguando, desapareciendo; ahora solo hay llamas por Chilca, al otro lado del apu, por Phinaya también, por aquí ya no”.

Pacchanta es un pueblo de 120 familias, muchas de ellas dedicadas al turismo, un oficio que empezó a hacerse fuerte con la llegada de unos gringos locos interesados en caminar alrededor del apu y las montañas que lo circundan. Eusebio Crispín y Santusa Mandura, su esposa, se dedican a esa industria: son emprendedores turísticos, eso les han dicho. Joel, de 17, el mayor de sus hijos, se mudó hace poco al Cusco para estudiar turismo en un instituto, quiere ser guía de verdad. Maribel, la muchacha de 16 años que ya es madre, acaba de ser elegida presidenta del comité de turismo de la comunidad. Giovana, de 15 y Lucía, de 10, van a la escuela, la mayorcita estudia en Tinke, a dos horas y media de casa; la menor, en la escuela fiscal de Pacchanta.

“Una de mis hermanas, comenta Crispín, ya es finada: un rayo le cayó encima, la mató. Salía de su cuarto y pum, no pudimos hacer nada,  murió, fue muy triste. Mi madre, María, la señora que te ha vendido el sombrero que tienes, me dice, la lloró varios días… Somos muy creyentes en nuestras costumbres, religiosos somos, para nosotros estas montañas son sagradas por eso es que las cuidamos”.

“¿Has ido a la laguna de Sigrinacocha?, continúa, esa laguna no siempre fue laguna, te voy a contar su historia: hace mucho pero mucho tiempo, nos han contado los abuelos, en ese paraje al lado de los nevados Jallangate (Callangate), Qolque Cruz y Chumpi (o Jari Guanaco, según Quintín Yana, ausangateruna de Yanacancha) existía un pueblo de gentiles como nosotros llamado Sigrina. Un día cualquiera, en pleno matrimonio de dos jóvenes de la comunidad, llegó un hombre andrajoso, pobre, lleno de babas, lleno de mocos, daba pena y sin preguntar nada se metió en la reunión. Los festejantes, algunos de ellos, no todos, se molestaron con su presencia, no les gustó y lo empezaron a insultar: Lárgate, viejo, le decían, para qué has venido, estorbas. Algunos de los asistentes a la boda, de lástima, le dieron un poco de comida y lo ayudaron, lo defendieron de los quejosos, de los abusivos. El hombre empezó a hablar y lo que dijo a los que le dieron un auxilio fue tremendo: “Váyanse, váyanse, va a suceder algo terrible, corran y  no volteen a ver lo que va a pasar” y así como había llegado el hombre desapareció. Al rato la tierra rugió y una avalancha de agua y piedras empezó a bajar por las quebradas. Los que le habían hecho caso, lógico, se salvaron; los curiosos que voltearon a ver qué estaba pasando, fueron convertidos en piedra y los que le habían insultado desaparecieron bajo las aguas de ese diluvio. Toditita el agua fue a parar a ese rincón donde está la laguna de Sigrinacocha. Por eso es que esa laguna parece embrujada, allí deben vivir todavía las ánimas de los que se burlaron de ese anciano andrajoso”.

“¿Te gustó la historia?, concluye, cómo esa conocemos muchas: los hombres y mujeres de mi pueblo no las olvidamos, yo se las cuento a los turistas y ellos se quedan con la boca abierta, ¿de verdad?, me dicen. Yo hablo um poquito inglés, he tenido que aprender a la fuerza, lo suficiente para que me entiendan, con los gringos me comunicó bien, ellos son muy respetuosos, nos hacemos amigos y algunos de ellos regresan, como familia son. Tengo amigos en Austria, en Bélgica, en Estados Unidos, en Francia, hasta en Brasil… todititos han vivido con nosotros, a todiditos les damos la mano, somos como hermanos…”

Las horas pasan sin tanta prisa en estas alturas insondables, caprichosas, de vientos revueltos y temperaturas que oscilan al compás del humor del apu Ausangate, la mole de granito y hielo que domina el paisaje. María, la madre de Eusebio, una ausangateruna, una warmi de edad indefinida que solo habla quechua, sigue en lo suyo: tejiendo imperturbable los ponchos, chullos, lliqllas, chuspas, chumpis, cintillos, pulseras de lana de alpaca que aprendió a elaborar, como han aprendido a hacerlo Giovana y Lucía, viendo pasar los días, uno a uno, en estas tierras bravas, broncas, de extremos y tradiciones inalterables.

 

 

 

 

 

 

 

 


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