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Guardianas del paraíso en tiempos del Covid-19

Mi opinión

¿Qué tienen en común estas tres mujeres, estas tres científicas peruanas? Me queda claro que muchas cosas, pero en este momento quiero mencionar solo una de las tantas: sus inmensas ganas de doblarle el pescuezo a la sinrazón para construir un futuro que tenga a la Amazonía, a sus bosques, sus criaturas, sus hombres y mujeres, como actores fundamentales del buen vivir que nos merecemos. Bien por ellas. Bien por nosotros.


“¿Sabes lo qué se siente cuando escuchas el grito de los shihuahuacos al ser atrapados por las motosierras para ser convertidos en parquet?, ¿te lo imaginas? Es terrible, un gigante de casi mil años destrozado en pocos minutos por una industria que no tiene ninguna consideración por el bosque”. Escucho a Tatiana Espinosa, la guardiana imbatible de una concesión de 916 hectáreas en las selvas de Madre de Dios donde sobreviven 700 gigantes emboscados por una gavilla de facinerosos que se han propuesto dejar sin árboles de maderas duras la cuenca del río Las Piedras, el curso de aguas bravías cuyas cabeceras se enmarañan en el territorio habitado por los indígenas en aislamiento de la provincia de Purús, en Ucayali.

La he llamado para preguntarle por el estado de la investigación científica en el rincón pletórico de vida que le ha tocado cuidar de la voracidad de los hombres. Vivimos bajo el mandato del COVID-19 y me toca preparar un reportaje sobre el impacto que el bendito virus ha producido en los estudios y el monitoreo científico en este olvidado rincón de un país que apenas destina un irrisorio 0,08 % de su PBI en ciencia y tecnología. A estas alturas, después de leer un reporte independiente que calcula que la deforestación en la Amazonía peruana superó este año las 170 mil hectáreas destruidas, una cifra de devastación histórica sin precedentes, mis preguntas traslucen vulgaridad; aun así, Tatiana me responde tratando de ocultar, me doy cuenta, su desdén: “Qué se va a poder hacer ciencia en estas condiciones si el bramido de las maquinas no te permite escuchar nada: investigar en medio de la brutalidad de la tala ilegal es imposible. De seis de la mañana a seis de la tarde lo único que se escucha por aquí es el sonido de la destrucción”.  Y en la noche el de la gente que llegó hasta estos confines en unas trochas también ilegales que se han ido construyendo, como en un laberinto, trozando árboles y acabando con la biodiversidad de otro paraíso.

Tatiana que el 2019 fue galardonada con el premio Jane Godall por la defensa de los shihuahuacos del río Las Piedras está harta de tanta sordera estatal y ciudadana, pero no sabe de arredros. Su terquedad es tan sólida como la madera que se esconde tras la carcasa de los gigantes que defiende con tanta pasión y compromiso. Atiende mis inquietudes de sibarita en medio del caos y me va dando cuentas del atropello institucionalizado –la otra pandemia- en la que nos seguimos moviendo. Pobre país nuestro, pobres sus hijos.

Úrsula Valdez, pajarera a tiempo completo, se instaló en Seattle al despuntar el nuevo milenio con un solo objetivo: estudiar a fondo lo que fuese necesario para doctorarse en Ecología, Evolución y Conservación en la universidad de Washington, una de las más reconocidas de la costa oeste de los Estados Unidos y así poder volver las veces que pudiese a su terruño para dedicar su tiempo y sus ganas a una pasión que la persigue desde niña, las aves y la vida natural que bullen en los bosques del Neotrópico. Cumplidos sus planes la Dra. Valdez, bióloga por la universidad Agraria, no ha dejado de retornar al Perú por lo menos desde el 2008 para liderar los cursos de campo que año tras año monitorea en una serie de estaciones científicas –Wayqecha,  Villa Carmen, Cocha Cashu- ubicadas entre los bosques de nubes de Kosñipata, en el oriente cusqueño y la insuperable floresta de Madre de Dios.

En el camino, de tanto ir y venir, la profesora del departamento de ciencias de la universidad donde obtuvo su PhD fue armando en Madre de Dios, con la gente de a pie, las sociedades que necesitaba para que la estadía de sus jóvenes estudiantes, de veinte a treinta cada año, pudiese ser la mejor. Con la familia Herrera, en un bucólico sector del bajo Madre de Dios, en un área natural donde todavía es posible encontrarse con jaguares, yaguarundis, sajinos, todos en buen estado de conservación, fundó el Centro Tambopata de Educación, Ciencia y Conservación (CECCOT), una sencilla y muy combativa organización sin fines de lucro dedicada a promover la investigación en uno de los trópicos más biodiversos del planeta.

“El año pasado tuvimos que cancelar nuestros cursos de temporada: el coronavirus frustró los sueños que tenía con mis socios en Perú”, me va contando desde su base en el hemisferio norte sin ocultar su desazón. Los cuarenta o un poco más de matriculados en sus cursos anuales, la mayoría estudiantes de la universidad de Ohio y de Washington, hacen posible que una decena de chicos peruanos, casi todos madrediosenses, se beneficien con una formación académica que no podrían pagar así quisieran. Claro, la bióloga obtiene algunos beneficios adicionales por tanto esfuerzo: la tropa estudiantil que se aloja en la Hacienda Herrera le permite recoger la data que necesita su proyecto de monitoreo de fauna de unos bosques amenazados en exceso por el cambio de uso de la tierra, el eufemismo que esconde una verdad que duele: la transformación de las selvas en campos agrícolas.

“¿Me preguntas si he perdido la motivación? Sí, naturalmente, pero hay que seguir para adelante, debemos esperar que se logre controlar la pandemia”, me lo dice mientras se da tiempo para digerir una nueva mala noticia. La universidad de Washington le acaba de comunicar que el curso “From Andes to Amazon: Biodiversity, conservation and sustainability in Peru” que se inicia en la Estación Biológica de Wayqecha y termina en Cocha Cashu, Parque Nacional Manu, se cancela de nuevo este año. Pudo más el virus que la garra y buena vibra de la profesora peruana en los Estados Unidos.

Con Roxana Araujo, bióloga por la universidad Federico Villarreal y doctora en ecología y evolución por la  de Utah, recorrí los senderos de Cocha Cashu mientras cubría un cónclave de expertos reunidos para planificar en el quincuagésimo aniversario de la estación científica el trabajo que se debía emprender en los años por venir. Fabuloso, aquella vez se juntaron en el Manu los especialistas más encumbrados de esta parte del planeta en ecología tropical.  Ese viaje, lo confieso, lo aproveché para llenarme de conocimientos e imágenes de una selva, tal vez una de las últimas, inhollada por el hombre.

A consecuencia de la crisis sanitaria producida por los embates del virus de marras, Roxana tuvo salir de Cashu dejando en stand by la investigación sobre las hormigas del bosque tropical que llevaba adelante y mirar desde la distancia otro de sus proyectos preferidos: el de las taricayas de esta impactante sección del Manu, el quelonio que consumen los indígenas que viven en las comunidades nativas dentro del área natural de más de un millón de hectáreas y cazan los indígenas que se desplazan por la manigua huyendo del contacto con nosotros. Las directivas del Sernanp fueron muy claras:  había que alejarse de los bohíos indígenas para evitar posibles contagios. Si alguien sabe de pandemias son precisamente los pobladores de estos bosques, la historia de la Amazonía es la historia de las enfermedades que matan sin piedad, como una plaga bíblica, a quien las padece.

Roxana no solo vio interrumpidas sus investigaciones en al parque nacional, la crisis del coronavirus apuró otra: la de los bolsillos de la institución que administra por encargo del Estado peruano la estación donde ella se desempeñaba como directora adjunta y coordinadora de investigación y desde enero del año en curso se quedó sin chamba.  La encontré en Lima llenándose de pausas para acometer otros proyectos y le lancé, incauto, miles de preguntas. Con la misma calma con la que recorrimos la trocha de ingreso a la estación observando insectos de todas las trazas me fue explicando sus temor: “Como en todo, hay lado bueno y otro no tan bueno: la crisis ha ranqueado de otra manera las prioridades de la ciencia en estos trópicos, el estudio de las enfermedades zoonóticas y su relación con la salud del bosque cobró relevancia y eso está bien, pero no debe dejarse de lado demás estudios de largo plazo que exploran otros procesos también importantes”. Y eso, lo deduzco entre líneas, supone un problema a solucionar: una estación biológica como la de Cocha Cashu, ubicada en un lugar tan apartado y prístino, una locación en uno de los pocos paraísos que nos quedan, no debe perder la vocación por los trabajos de largo aliento, esos que por su misma naturaleza nos permiten entender el todo, el cosmos que late en los trópicos que van quedando. 

Aprovecho uno de sus silencios para preguntarle si es que en el cónclave científico que fui a cubrir para la agencia que hasta el día de hoy publica mis reportajes se habló del impacto en la salud humana de los virus que subyacen en la fauna de estos bosques y me dijo que no. Hace dos años la comunidad científica avizoraba como prioridades de estudio otros problemas, no precisamente los que nos toca combatir en estos días; por entonces solo los primatólogos, y en el contexto del Manu deben estar los mejores, se aventuraban a señalar los peligros en ciernes.  . Increíble, el bendito bicho nos encontró un tanto descolocados, suele suceder. Me despido de la bióloga con más preguntas que respuestas y una constatación: las mujeres de Cashu, las cashuenses, pienso en Alex Trillo, en la propia Úrsula Valdez, en Nuria Apaza, de Mazuko, en Yannet Quispe, en Jessica Groenendijk, sí que son de acero.

¿Qué tienen en común estas tres mujeres, estas tres científicas peruanas? Me queda claro que muchas cosas, pero en este momento quiero mencionar solo una de las tantas: sus inmensas ganas de doblarle el pescuezo a la sinrazón para construir un futuro que tenga a la Amazonía, a sus bosques, sus criaturas, sus hombres y mujeres, como actores fundamentales del buen vivir que nos merecemos. Bien por ellas. Bien por nosotros.

Buen viaje…


Úrsula Valdez, ornitóloga, apasionada de la ecología tropical.

 

Tatiana Espinosa, defensora de los shihuahuacos del río Las Piedras.

 

Roxana Arauco, cashuense. Foto Miriam Moreno.

 

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