Mi opinión
Dos cositas antes de pasar a la muy buena entrevista de Alonso Rabí al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince que acaba de publicar en el portal Ojo Público. Primero, me gusta el género de las entrevistas largas, detallistas, que lo quieren abarcar todo. Por eso leo y releo las de Juan Cruz, el célebre periodista de El País y conocido/conocedor de las grandes plumas de la literatura contemporánea.
(Su antología personal, que precisamente lleva como sugestivo título el de “Toda la vida preguntando” (Círculo de Tiza, 2015), me tiene embobado. De las entrevistas de ese nutrido compendio las que le hace a Fernando Vallejo y John Berger, son extraordinarias, fecundas en todo, llenas de apuntes para guardar).
Segundo, la entrevista de Rabí a Héctor Abad Faciolince termina, al menos para mí, de tallar por completo al escritor de Medellín que se hizo conocido con “El olvido que seremos”, el homenaje filial a una de las miles de víctimas de la violencia que sacude desde hace tanto a Colombia, que por cierto leí de un solo tirón no hace mucho tiempo. Abad Faciolince debe ser como lo describe Alonso, bonachón, pulcro, buen conversador. Dicharachero, enemigo de lo vulgar, solícito. Buena gente.
Con esa idea me quedé al salir de la proyección de “Carta a una sombra”, la película que Daniela Abad, la hija del escirtor colombiano, le dedica a su abuelo y donde justamente Héctor III, así le gustaba que lo llamen, se refiere a Héctor Abad Gómez, el médico asesinado a mansalva por un sicario, con un cariño realmente conmovedor.
Ahora sí, los dejo con la entrevista de Alonso Rabí.
El escritor y periodista colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellin, 1958) estuvo en Lima invitado por la Feria Internacional del Libro para presentar «La Oculta», su última novela. En esta entrevista habla sobre el compromiso en la literatura, la creación literaria, el boom latinoamericano, Bolaño y lo difícil que fue escribir «El olvido que seremos».
La sobriedad parece ser un distintivo en el escritor colombiano Héctor Abad (Medellín, 1958). Es la conclusión a la que uno puede llegar después de charlar cuarenta minutos con él y disfrutar de un interlocutor que habla en limpio, con elegancia y sin el menor resabio de pedantería. Héctor Abad es conocido por muchos libros, pero especialmente por «El olvido que seremos» (2006) conmovedor relato testimonial en tributo a su padre, médico y activista asesinado cruelmente por sicarios en una calle de Medellín. El título del libro es obra de Borges. Entre las pertenencias que llevaba el Dr. Héctor Abad Gómez consigo el día de su muerte había un papelito en el que estaba escrito un verso del argentino: “Ya somos el olvido que seremos”. A su paso por Lima en julio pasado, convinimos en un encuentro que produjo el diálogo que sigue.
En la tradición literaria occidental la figura del padre está asociada muchas veces a la crueldad, a la experiencia de sentimientos negativos o destructivos. Suele ser una figura conflictiva, autoritaria. Pensemos por ejemplo en la “Carta al padre” de Kafka o el capítulo que dedica Vargas Llosa a su padre en El pez en el agua. En cambio, «El olvido que seremos» ofrece una imagen radicalmente distinta, cierta melancolía por su ausencia. La escritura de ese libro fue muy ardua para usted. ¿Cómo fue ese proceso?
Todos somos irremediablemente hijos, incluso quienes no conocieron a sus padres, esos que son hijos de padres ausentes. Pero no todos somos padres y yo tengo la suerte de ser hijo y de ser padre. Tuve un padre muy poderoso, una figura fuerte, pero por fortuna amorosamente fuerte. Los padres tienen siempre un poder; yo no creo que los padres le puedan arreglar a uno la vida, pero estoy seguro de que sí pueden arruinársela. En mi caso no fue así, yo digo en «El olvido que seremos» que si volviera a nacer yo quisiera tener nuevamente un padre como el que tuve y no todo el mundo tiene la suerte de poder pensar de esta manera en el fondo de su corazón. Yo escribí después de mucho tiempo sobre mi padre primero porque la injusticia de su asesinato fue un trauma muy grande, muy doloroso y muy duradero. Entonces, aunque yo sabía que tenía que escribir sobre él, cuando me ponía a hacerlo era demasiado doloroso revivir esos recuerdos. Creo que hubo un momento de olvido necesario. Cuando uno sufre un trauma muy grande necesita recuerdos pero también necesita olvido.
Luego, el hecho de ser padre, de haber procreado y haberme convertido también en padre de unos nietos que no alcanzaron a conocer a su abuelo me obligó a dos cosas: al experimento que constituye ser un padre no indigno con respecto al que yo había tenido y también a tratar de explicarles a mis hijos por qué yo era un padre aprensivo, un padre que le temía a ciertas cosas y explicar también por qué en la familia la figura del abuelo era tan venerada y tan recordada siempre. Yo quise, en la escritura, darles a mis hijos ese abuelo que no tuvieron la suerte de conocer en vida. Me demoré por el dolor que esa escritura implicaba, y además porque escribir sobre un personaje bueno siempre es difícil, escribir sobre un malo tiene la facilidad de que nunca es cursi, en cambio, hacer lo contrario, escribir sobre alguien bondadoso está siempre en el borde de la sensiblería y la ridiculez. Yo tenía que hacer una escritura sobre un hombre bueno que fuera muy sincera, muy real, pero a la vez muy contenida para que esta narrativa no se transformara en una cosa melosa, puramente sentimental y ridícula.
MIRADA. Retrato de Héctor Abad Faciolince. Autor: Alonso Rabí.
Es difícil construir un héroe…
…Sí, yo diría que es difícil construir un héroe positivo. Y es que en Colombia estamos acostumbrados a construir héroes horribles, a escribir sobre sicarios, guerrilleros, narcos, paramilitares, padres terribles y personajes corruptos en general. Sin embargo, escribir sobre una víctima bondadosa tiene esa grave dificultad.
¿Usted diría que «El olvido que seremos» es un parteaguas en su carrera como escritor?
Por lo menos en mi relación con los lectores sí. Porque por primera vez un libro mío fue muy leído, por primera vez fue muy traducido. Bueno, ya habían traducido otros libros míos pero tímidamente. Y un parteaguas, sí, lo ha sido. Sin embargo mucha gente me habla de “su libro” con mucha insistencia, como si se trata de mi único libro (risas). Entonces para mí puede ser un parteaguas, pero para mucha gente ese libro es lo único que yo he escrito. Ahora bien, yo podría ser un escritor de un único libro, pero peor sería ser un escritor de ninguno. Si eso es así, estoy resignado. Yo había escrito ya una novela, que se llama «Angosta», que fue traducida al francés y al chino y de la cual ahora están haciendo una película. Fue una novela que me costó mucho hacer, una novela completamente urbana.
Había escrito unos libros un poco más frívolos también y como se dice, “quien canta su mal espanta” y un poco para olvidar todo el trauma de mi padre yo había escrito libros más alegres y sencillos como «Tratado de culinaria para mujeres tristes», escrito para tratar de consolar a mis hermanas y a mi mamá; «Fragmentos de amor furtivo», que es una narración ligera y medio romántica. De alguna manera yo estaba aprendiendo a escribir. Uno necesita escribir varios libros para aprender a escribir. Entonces llegué a escribir «El olvido que seremos» también con la suerte de tener más oficio, de haber adquirido cierta madurez literaria. Claro, luego vino el éxito y ahí el problema ya es distinto: ¿cómo volver a escribir sin decepcionar a los lectores?, es decir, sin pensar en que uno hoy a lo que importaba y que luego no hay más. Antes de «El olvido que seremos» yo fui un escritor que se esforzó por tener unos libros, luego me convertí en un escritor que consigue escribir un libro que llegó a muchos lectores y, finalmente, en un escritor que no sabe si le sonó la flauta al burro una vez en la vida y si ya todo lo demás no importa.
Una vez en el Olimpo siempre cabe la posibilidad de rodar hacia abajo…
Yo no sé si llegué a algún Olimpo, pero por lo menos conseguí amigos, lectores, creo que incluso a mi mujer la conseguí gracias a que ella había leído «El olvido que seremos». Pienso que eso es lo máximo que te puede dar la literatura, amigos, lectores y amor.
Siento que hay una marcada tendencia entre muchos narradores contemporáneos a trabajar con el tema de la memoria. Me preguntaba si esta antigua idea del escritor comprometido no va siendo desplazada por la figura del escritor de la memoria o si la memoria constituye una nueva forma de este compromiso. ¿Qué piensa usted?
Por lo menos como yo concibo la memoria, sí diría que forma parte de una especie de compromiso. Estoy convencido de que, queramos o no, la novela, ese género literario, es algo que produce en los lectores un efecto importante: produce una capacidad de salirse de su propio mundo egoísta, de su mundo ensimismado. Ese es el compromiso para mí, que el lector sea capaz de sentir compasión, que sea capaz de sufrir y gozar con el otro.
Provocar la empatía…
…exactamente eso, la novela educa en la empatía. Los seres humanos, si hay alguna evolución positiva en el mundo, si podemos creer que el mundo de hoy es menos cruel que el mundo de ayer, aunque siga siendo terriblemente cruel, eso se debe a que la invención de la novela, desde Cervantes, digámoslo así, ha educado mucho a la gente y a los lectores en la empatía y en la compasión. En ese sentido pienso que el compromiso sigue, no ha muerto, y que la memoria sirve para lo mismo. Cuando uno trabaja con su memoria, con la memoria del dolor, con los relatos del amor de otras personas y construye historias a partir de allí, educa a los lectores. Tengo esa convicción.
Leí en una entrevista dada por usted la siguiente frase: “La literatura no me parece una actividad tan importante”. Claro, pensé en una broma, pero pensé también que era una frase contradictoria viniendo de un escritor que ha alcanzado un éxito más que relativo. ¿En qué sentido no es tan importante la literatura?
Le confieso que yo he vivido en un péndulo. Durante mucho tiempo yo creí en la literatura como los creyentes creen en su religión, en su dios. Pero también crecí en un contexto distinto, en una familia de médicos y científicos, de matemáticos, y me di cuenta de que había cosas más importantes. Antes que la literatura, era más importante lo que hacía mi padre, conseguir que la gente tenga agua potable, comida, techo, amor. Eso es más importante que la literatura, que es casi un lujo, un lujo maravilloso eso sí. Tengo la impresión de que las cosas que cambian profundamente el mundo las hacen los científicos: este apartito con el que usted me graba, Internet, las vacunas, los sistemas de calefacción en las zonas frías, en fin, mejorar la vida es algo primordial, importantísimo. Entonces los escritores a veces somos muy vanidosos, muy pretenciosos. Pensamos que somos la gran cosa. La música, las artes, la literatura, le dan a la vida mucho sentido y es hermosísimo que existan, y seguramente la vida sin canciones, sin cuadros y sin novelas sería muy triste, pero no es lo primero. Es maravilloso que nos podamos dar ese lujo, pero es más importante tener antes cosas fundamentales: el techo, el agua limpia, el alimento, la salud. Eso va primero en la lista.
LOS LIBROS DE ABAD. La última novela del escritor colombiano «La Oculta» (Alfaguara, 2015) y su obra más célebre «El olvido que seremos» (Seix Barral, 2006).
Usted tuvo un encuentro temprano con escritores bastante mayores que usted, porque eran amigos de su padre. ¿El entorno familiar fue decisivo para su vocación?
Cuando yo era joven, muy joven, me gustaba mucho tener amigos viejos. Aprendía mucho de ellos y gozaba mucho con su compañía, entre ellos editores y muchos escritores. Un gran editor y mi mejor amigo, Alberto Aguirre, editor de García Márquez. También Carlos Gaviria, un gran magistrado, gran lector. A ellos dos dediqué «El olvido que seremos». Ellos fueron mis dos lectores iniciales, los que leyeron mis libros, los que me hacían los comentarios y me ayudaban a mejorarlos. El problema de tener amigos viejos es que se le mueren a uno. Y en los últimos tres años se me murieron varios. Ahora que el viejo soy yo, tengo ahora un taller de escritura con jóvenes. Y supongo que al final de mi vida haré lo contrario: tendré amigos jóvenes, porque amigos viejos ya casi no puede haber (risas). Pero bueno, sí es verdad que tengo amigos más viejos. Tengo la suerte, porque no me atrevo a decir que es una amistad, pero sí un afecto compartido con Mario Vargas Llosa, que tiene 25 años más que yo, pero le debo consejos que me permitieron terminar, por ejemplo, La oculta. Él, que dice que nunca ha padecido un bloqueo y toca madera, yo sí los he padecido muchas veces. Él me ayudó a salir de uno de esos bloqueos. Ahora tengo que ser claro en una cosa y es que pasan los años y ahora me nutro de la alegría y de las ilusiones de los más jóvenes. Estar en contacto con jóvenes es algo muy estimulante.
Un contacto que resulta esencial…
Y si uno no se relaciona con los jóvenes y se encierra y se aísla, pues uno se envejece muy rápido. La tecnología, la sensibilidad, los intereses, todo eso cambia muy rápido y son los jóvenes quienes mejor asimilan o representan esos cambios, ellos tienen el ritmo del mundo, el tempo.
Su padre quiso ser escritor, ¿verdad?
Escribió algunos cuentos y quedó segundo en un concurso, escribió ensayos de medicina social, pero su sueño era ser escritor. De alguna manera los hijos los cumplen. El sueño de mi abuelo era ser médico y se tuvo que salir porque el bisabuelo se murió de tifo, de malas aguas, enfermedad que fue la obsesión de mi padre. Entonces el abuelo se fue a hacer cargo de la finca que les daba el sustento, que era una hacienda. Y gracias a esa hacienda mi padre pudo cumplir el sueño de mi abuelo, que abandonó los estudios al primer año. Así que mi padre le cumplió el sueño al abuelo y yo se lo cumplí a mi padre. Yo quería ser cineasta y mi hija es la que está cumpliendo ese sueño ahora..
Estoy tratando de imaginar la casa paterna y no lo puedo hacer sin considerar una buena biblioteca.
Sí, es verdad, en mi casa había una biblioteca muy buena. Había un cuarto que era la biblioteca y allí había también un equipo de sonido y un sillón de lectura con una lámpara de pie. Mi primera foto, cuando tengo un mes, es precisamente en ese sillón de lectura, casi como predestinado. Para mí era hermosísimo ver cómo mi papá llegaba aburrido, de mal genio, con problemas de la universidad en la que trabajaba, y se encerraba en la biblioteca, ponía música a todo volumen, se sentaba a leer media hora y salía rejuvenecido.
Era un lugar de sanación.
Sí que lo era. Mi padre nos leía mucho en voz alta. Y recitaba también. Él solía leer más poesía que novelas, leía también mucho sobre ciencia y medicina, sobre política, sobre historia. A mí siempre me preguntan qué hacer para que los niños o los jóvenes lean y yo creo que lo mejor es el ejemplo, mostrar que a uno de verdad la lectura lo sana, le sirve. Si no pasa eso alrededor, en un profesor, un amigo, o en los padres, es difícil que uno descubra la gran maravilla que es la lectura.
¿Sigue siendo usted un devoto lector del Siglo de Oro español?
Sigo siéndolo, sí. Hace poco estuve en Madrid y me compré una vieja edición, muy vieja, de los poemas de Quevedo. Me aprendo de memoria muchas cosas de Lope, siempre pienso que nadie tiene derecho a escribir en español si no ha leído varias veces el Quijote. A veces la gente lee demasiada poesía traducida, demasiada novela traducida, teniendo nosotros esa maravilla y esa gloria que es una lengua antigua y muy desarrollada en la cultura literaria y es lo que nos da palabras, maneras de decir las cosas que nos permiten expresar mejor el pensamiento.
Pensaba en el Siglo de Oro por un término que usted inventa, la “sicaresca”. Seguimos siendo un mundo de pícaros, de muchos tipos y subtipos de pícaros.
Sí. La novela picaresca coincide un poco con el descubrimiento de América y el proceso de conquista y yo supongo que mucho pícaro emigró a estas tierras. A veces hay cierta cosa en la cultura española en la que uno tiene que luchar contra el poder y contra los poderosos de una forma muy ingeniosa para no ser oprimido o tan oprimido. Eso por supuesto tiene su faceta mala, de engaño, de trampa, de viveza y de astucia. Pero tiene también una faceta muy alegre, que nos dice que el Estado no está siempre tan presente ni es tan opresivo como para no poder a veces mamarle gallo, como decimos nosotros, sacarle algo, evadir el poder oprimente de los más ricos y poderosos, salvarse por la risa y por el inge
“Quizá una historia íntima sea la mejor manera de escribir una denuncia, sin que lo parezca”. La frase es suya, ¿verdad?
Sí, y es que la opresión política no se manifiesta como en grandes palabras o en grandes construcciones ideológicas, la opresión política se manifiesta en personas de carne y hueso que padecen una injusticia. Entonces, cuando en una historia íntima alguien padece una injusticia tremenda, como hace Coetzee cuando pone a un negro a vagar por las calles de Sudáfrica para buscar un sitio en su país, esa historia íntima describe mucho mejor que un ensayo o que un estudio con cifras el problema del apartheid.
Una historia personal en apariencia no tan trascendente pero que al final adquiere una dimensión muy abarcadora.
Exacto. El lector siempre necesita saber el nombre del protagonista de una historia, los detalles de un padecimiento. Si no fuera así los seres humanos no tendríamos la capacidad tan grande de abstracción que tienen los profesores para tratar estos asuntos. Para los profesores o para los académicos está bien hacer estas elaboraciones con datos duros y grandes teorías sobre la opresión, de modo que esa otra narrativa es más efectiva, porque es capaz de conmover con una historia, con el relato de una experiencia determinada.
En los últimos años América Latina vive un verdadero auge de la crónica. ¿Atribuiría usted el entusiasmo reinante por la crónica a una crisis en la ficción o ve usted otras causas, otras razones para explicar esto?
Es verdad que la crónica y el periodismo literario latinoamericano han adquirido una fuerza notable. Esto se debe, creo, a que tenemos muy buenos escritores que se dedican también al periodismo y hay una tradición importante entre nosotros. García Márquez, Monsiváis, el propio Vargas Llosa. Tenemos unos maestros y una tradición, pero más allá de eso, la gente quiere leer verdades, y ha habido como una retroalimentación: la buena literatura ha hecho que se escriban crónicas de mucha calidad y por supuesto el buen periodismo ha provocado también la escritura de buenas novelas. Se trata, desde mi punto de vista, de un enriquecimiento mutuo. Ahora, siempre hay los escritores puros que detestan a los que hacen periodismo, que desprecian a los periodistas. Y viceversa, también hay periodistas que desprecian a los escritores. A mí me parece magnífico que los escritores se expresen en ese doble registro, que usen tanto la crónica y el periodismo como la novela o el relato de ficción. La novela testimonial o sin ficción es otro fenómeno interesante también, es decir, escribir sin inventar pero usando las herramientas de la fic
Supongo que un escritor colombiano tiene que pensar en algún momento en el legado de García Márquez.
Pienso que para los escritores de mi generación el legado de García Márquez es un legado tranquilo. Para los que tuvieron que convivir con él y para los que vinieron inmediatamente después de él quizá fue distinto…
La valla era muy alta…
Muy alta, muy difícil. García Márquez era un genio impresionante, indiscutible, que dejó casi sin que se leyeran en Colombia a algunos escritores muy buenos como Manuel Mejía Vallejo, Héctor Rojas Erazo, Manuel Zapata Olivella… al mismo Óscar Collazos creo que lo apabulló una figura como García Márquez, o a Rafael Humberto Moreno Durán, todos de generaciones muy próximas a la de Gabo. Los que vinimos mucho después afortunadamente tuvimos una experiencia distinta. Uno en general cuenta la historia de sus padres o de sus abuelos, pero García Márquez escribe la historia de un país distinto, un país donde descubren el hielo y la electricidad y aprenden a nombrar las cosas; nosotros crecimos, por así decirlo, en un mundo con diccionario, con neveras, en fin. Y como la historia se ha acelerado tanto, pues ahora leemos a García Márquez como un clásico.
Entiendo ahora lo de legado tranquilo: equivale a clásico.
Exacto. Y cuando yo conocí a García Márquez, dije ah qué suerte tengo, estoy conociendo como al Homero colombiano (risas), incluso al final un Homero sin memoria, dulcísimo.
¿La misma idea aplicaría para leer al boom?
Creo que nosotros debemos aprender de ellos su amor y su dedicación a un oficio, su pasión. La increíble disciplina de Vargas Llosa, su capacidad de escribir grandes ensayos y grandes novelas e incluso su capacidad de escribir novelas menos buenas y seguir adelante tranquilo y seguir escribiendo. Debemos aprender de ese ejemplo vital. Ellos nos dieron algo muy grande: la confianza de que en este territorio americano se puede hacer gran literatura. Así, nosotros llegamos al mundo y ya no somos unos acomplejados, sino que somos herederos de una tradición importante. Puede que no seamos tan grandes o importantes como ellos, seguramente es así, pero tratamos de dedicarnos a la escritura con humildad pero sin complejos, sin orgullo. Ellos nos quitaron la cola de cerdo, nos dijeron que no éramos la escoria del mundo.
AUTORES. El escritor colombiano y el crítico literario y periodista Alonso Rabí.
Una vez le pregunté a Carlos Fuentes por Roberto Bolaño. Me dijo simplemente que no lo conocía. ¿Qué significa Roberto Bolaño para usted?
Bolaño… tan difícil de definir. Yo a él le debo una cosa. Él era jurado del premio Casa de América de Madrid, que premió mi novela Basura. No lo conocí, solamente hablé con él por teléfono cuando me iban a entregar el premio y se excusó por no estar en la entrega. Ese fue mi único contacto, además de la lectura de sus libros. A mí me parece que Bolaño es una bisagra entre lo que vino después del boom y lo que se escribe ahora.
Alguien que rompe ciertos moldes de solemnidad.
Exactamente. Bolaño trajo una frescura, un desaliño necesario. Fue muy saludable el enfermo Bolaño. Y muy saludable también para recordarnos que este es un oficio humilde, común y corriente, hermoso, de mucha fuerza, de muchas ganas, pero no para pasearse como pontífices por el mundo.
He tenido la suerte de leer en los últimos meses a varios escritores colombianos: Rosero, Gamboa, Vásquez, Franco, usted mismo. Da la impresión de que la narrativa colombiana viviera hoy su propio boom.
La literatura es un fenómeno social común y corriente, se parece un poco al ciclismo. Si hay buenos ciclistas y hubo buenos ciclistas que envejecieron y que ya no pueden ganar la vuelta a España, entonces hay unos jóvenes que miran y admiran a los viejos ciclistas, no los quieren matar, saben que pueden entrenar mirándolos. En Colombia hemos visto una tradición poderosa y mucha gente se ha dedicado a este oficio, somos un país de casi cincuenta millones de habitantes, hay editoriales, librerías, se publica mucho y se decanta una serie de escritores en la que hay mucho talento y ganas de hacerlo bien, sin duda. Hay altibajos, seguro, hay mejores que otros, pero todos, por lo menos con los que usted menciona tengo amistad. No nos imitamos, no nos dedicamos a jodernos la vida. Este es un oficio duro, lleno de envidia. Con esos nombres que ha dado usted trabajamos en paz.
Dejar de escribir. ¿Le ha pasado esta idea por la cabeza?
Uy… a cada rato. Muchas veces pienso que sería un descanso dejar de escribir, pero al mismo tiempo me doy cuenta de que sería un horror, y de que uno se lamenta mucho del cansancio, del ruido, de la dificultad, de los viajes. Y en cambio sin eso la vida sería horrible. Es muy duro escribir pero peor es dejar de hacerlo, así que voy a seguir escribiendo aunque me lamente y piense de vez en cuando en renunciar.
23/08/2015