Mi opinión
Debo admitir que escribo con menos decisión en estas semanas de tantos desencuentros y coqueteos con la guerra civil y la muerte como única solución para saldar nuestras diferencias. Tremendo: auscultar con optimismo el futuro que nos ha caído encima es complicado, casi una quimera… pero no queda otra: hay que seguir dándole fuego a la esperanza, a las lucecitas que tintinean en medio de la noche tremebunda y el miedo que nos paraliza.
Les quiero presentar una de esas luminiscencias, el destello que cuidan con esmero Isabel Guerra y José Enrique Molina, fotógrafos por elección, soñadores por naturaleza. Tercos defensores de lo que parece un imposible. Propietarios, en suma, del Refugio Selvático Tingo, una utopía que intenta convertir el gusto por el páramo en alegría desbordante.
Isa y José Enrique, una peruana y un ciudadano español, esposos para mayores detalles, se asociaron hace un tiempo para restaurar un bosque que fue transformado en miseria durante los años duros de la colonización a mansalva y los cultivos de coca por todas partes en las afueras de Tingo María, esa postal de ensueño que alguna vez fue una selva imbatible, pletórica de recursos. Y después de darles vueltas y más vueltas a las intenciones iniciales decidieron convertir el fundo de quince hectáreas que habían adquirido en un Sendero por la Paz, en un bosque que al mostrar sus cicatrices nos sirva para indicarnos lo mucho que se puede hacer si nos avocamos a restañar heridas para restaurar lo que con tanto afán destruimos.
La idea, lo comenta Isabel a quien conocí en una breve excursión de periodistas por Cuenca, Ecuador, no es nueva, la creó un visionario, Jimmy Pons, que cansado de asistir a tanta destrucción se propuso convertir las trincheras y los restos de las barracas utilizadas para matarse por los combatientes de la Guerra Civil Española que se desparramaban por los bosques de Guadarrama en una ruta para caminar y tomar conciencia de la capacidad destructiva que anima a nuestra contradictoria civilización. Cambiar, como se dice, barbarie por cuidado ambiental, por reconciliación con Gaia; transformar el odio que lo destruye todo en amor incondicional por el futuro, por el #OtroMundoesPosible que tiene que convertirse en grito de Guerra, en wiphala…
Los Trails for Peace y los Mindful Travel Destinations van ganando espacio por el mundo. Isabel cuenta en sus redes que el Sendero por la Paz que José Enrique y ella han creado en el valle del Alto Huallaga, a veinticinco kilómetros de Tingo María, es el primero en nuestro país y el segundo en Latinoamérica. Y que “la vida es un gran viaje” que debemos disfrutar mientras dure. Y que ese gran viaje, me animo a complementar lo que dice, debemos hacerlo conscientemente, pensando mientras damos cada paso en los que van a proseguir nuestra singladura. Y con el optimismo al vuelo, seguros de entregarles una posta que les permita continuar la tarea de sanar la casa de todos en franca y armoniosa paz.
Me he prometido irlos a buscar muy pronto.
Isabel Guerra / Refugio Selvático Tingo
¿Cómo se deja la ciudad después de más de 50 años de vivir en ella? En mi caso, se juntaron varios factores. No los voy a detallar ahora, porque ya escribí sobre eso hace tiempo. Hoy quiero simplemente compartir algunas reflexiones y anécdotas.
Primero, una puesta al día: el proyecto de turismo sostenible que abrimos mediante el programa Turismo Emprende ya fue ejecutado, auditado, y aprobado. Quedé tan agotada por toda la burocracia que apenas me pude tomar una cerveza en casa con mi esposo para celebrar este exitazo. Así que nuestro Refugio Selvático Tingo ya es una realidad, ya está operativo, y desde él esperamos poner nuestro granito de arena a la paz mundial mediante nuestros Senderos Por La Paz Tingo María, que están afiliados a la red
Muchas personas me expresaron al principio su escepticismo (y sobre todo, sus temores) con una simple y lapidaria pregunta hecha con los ojos desorbitados:
«¿Te vas A LA SELVA?»
Y es que el imaginario popular urbanita asocia «selva» con insectos, fieras, enfermedades, en fin, con «el infierno verde»; es decir con toda clase de cosas misteriosas, desconocidas y peligrosas.
Al pie del Árbol Madre de nuestro Refugio Selvático. Me acompaña mi fiel calatito Alljo.
Y sinceramente, al inicio yo también tenía algunas dudas sobre cuánto me tomaría adaptarme, o si algún día me adaptaría del todo.
A diferencia de mi marido, viajero impenitente, montañero nato, campista experto y más que curtido en toda clase de aventuras, yo era una profesional urbanita, toda mi vida había vivido en la megaciudad de Lima, mis únicos campamentos habían tenido lugar o en la playa o en algún valle de Lima, y mis viajes por el Perú habían sido mayormente a la sierra, y muy poco a la selva. Por no mencionar que estaba muy, muy acostumbrada a todo lo que es la vida en la gran ciudad. En Lima estudié y allí estaba mi trabajo; allí están mis padres, casi toda mi familia, mis amigos de toda la vida. Además la oferta cultural es grande, y eso para mí es muy importante. Aún con todas mis quejas sobre el horroroso tráfico, el estrés del excesivo trabajo, la inseguridad y etc., en Lima nací, en Lima crecí, y siempre será mi querida ciudad natal de clima amable… y la quiero más o menos como todos queremos a la madre que nos agarraba a chancletazos de pequeños
En fin, que lo mío no fue solamente decidirme a salir de mi zona de confort, sino que la pandemia y el haber ganado el Turismo Emprende fueron la patada en el trasero que me empujó con furia fuera de ella. Mi mudanza de Lima a Tingo María fue un volver a empezar desde cero, a todo nivel. Irme con mi marido a un lugar donde no conocía a casi nadie, sin posibilidad de encontrar allí un trabajo académico o fotográfico, sin conocer los códigos ni cultura locales, fue sentirme muy torpe por algún tiempo.
Pero todo pasa. En resumen, dos años después de mi mudanza, considero que he ganado en tranquilidad y calidad de vida. No es que no tengamos problemas: sigo sin sueldo fijo, y seguimos intentando sacar adelante nuestra empresa a pesar de que el Perú nos sigue pegando abajo a todos (para variar), y eso no es fácil. Pero es otro tipo de estrés. Es el estrés de lidiar con tus propios problemas, con las situaciones que uno mismo escogió, en lugar de lidiar con las muchas mierdecillas que puede tener la cultura empresarial, la vida corporativa, los equipos de trabajo. Es decir: si metes la pata con tu empresa, lo asumes, te pones a ver en qué la cagaste y lo arreglas. Y de paso aprendes a no volver a cagarla. Porque es tu trabajo, tu empresa, tus proyectos, tus procesos. En una gran corporación eso es mucho más complicado. No sabes si aunque hagas todo perfecto alguien del equipo va a meter la pata, o si te va a serruchar el piso por X motivos o hasta por racismo… o peor aún, no sabes si en realidad los jefes te necesitan no para solucionar, sino básicamente para taparles sus propios errores. Y dependiendo de los cargos y jerarquías, no puedes decidir prácticamente nada, ni mucho menos plantear cambios. Además, está el estrés de tener que estar pendiente de las argollas y los chismes corporativos, las largas horas de transporte urbano y el llegar siempre muy tarde a casa. Por último, si tu emprendimiento o empresa va mal, o no funciona, siempre tienes la opción de venderla y aunque no ganes con la venta al menos puedes recuperar el capital. Si te botan de una gran corporación, no esperes ni un miserable memorándum de muchas gracias, sólo tendrás tu CTS, y eso si es que la corporación te cumplió.
Me he acostumbrado a no estar en Lima. No, no fue fácil Fue todo un proceso, pero valió la pena. Y a pesar de que me queda mucho aún por ver y aprender, ya me considero una tingalesa más. Me he acostumbrado a la selva, he normalizado cosas, usos y costumbres que antes ni conocía, y no sólo eso: he llegado a amar la selva y a todos sus habitantes, sean personas, árboles, animales, etc. Por poner un ejemplo muy gráfico, si cuando llegué me daba miedo andar por el campo cuando sonaban los truenos, ahora he llegado a amar todos los sonidos de la lluvia, los vendavales y las tormentas eléctricas. Ahora sé que son vida.
Y he aprendido otras cosas. Por ejemplo a no desconfiar de toooooodo el mundo. Aquí he encontrado personas generosas que sin conocerme de muchos años me han ayudado cuando más lo necesité. Por ejemplo cuando mi marido o yo nos hemos enfermado, allí estaban amigos y vecinos con una mano amiga. También he aprendido a escuchar de verdad, sin estar pendiente de qué cosa voy a responder, sino a darme tiempo para pensar en eso recién cuando el otro acabe de hablar… y a cultivar la humildad. Y esto lo aprendí mirando a más de un paisano limeño (sin generalizar, eh) que cuando llegan a provincia son, sinceramente, bastante odiosos y dan un poco de vergüenza ajena. Por favor, amigos de provincia, tengan en cuenta que tantos años viviendo en la gran ciudad nos han traumado. Bastante.
Otra cosa que aprendí es a disfrutar de los procesos. Alcanzar una meta es algo bastante bueno, pero en sí, el momento del logro es eso, un momento. Y los procesos para llegar a él pueden tomar mucho tiempo. Hay que aprender a disfrutar de los procesos y de las esperas, y no sólo en cuanto a proyectos laborales, sino sobre todo en cuanto a la vida. Ojalá hubiera aprendido esto hace 20 años.
Uno no se imagina que se puede vivir de otra forma. Uno no sabe que puede cortar el cordón umbilical que nos une a la ciudad, hasta que lo hace. Uno no cree que puede sacar el pie del acelerador o de plano salirse de la «rat race» hasta que lo hace. Uno cree imposible desconectarse de todo tipo de tecnología, hasta que lo hace. Y de pronto se encuentra uno preguntándose cómo pudimos pasar tantos años viviendo de esa forma, y empezamos a valorar los consejos de los padres y abuelos para aprovechar mejor y conservar en buenas condiciones lo que ya se tiene, para no generar tantos desperdicios, para vivir sin malograr el medio ambiente.
Ojo, no estoy diciendo que ahora todo es perfecto. Nada lo es. Problemas siempre hay. Pero ahí vamos, disfrutando de los procesos, con plena conciencia del «aquí» y del «ahora»… pero «siempre p’alante».