Mi opinión
Hay que hacer algo, tenemos que hacer algo: la Amazonía de nuestro país está ardiendo en medio de una de las sequías más espantosas de los últimos años y las autoridades encargadas de asumir con propiedad y energía el problemón que tenemos al frente, bien gracias, siguen sin dar la talla. Peor aún: continúan cabildeando entre ellas con el fin de alzarse en peso con lo poco que nos va quedando. Hace unos días, lo señaló por aquí Marc Dourojeanni a propósito de las nefastas intenciones de funcionarios públicos y amigotes (o al revés) envalentonados por la desidia ciudadana que está buscando desgajar la integridad del Parque Nacional Bahuaja-Sonene para permitir la explotación gasífera, una actividad a contrasentido de la crisis ambiental que amenaza la vida en el planeta tal como la concebíamos hasta ahora. ¿Cuál es el límite de la irracionalidad de nuestra especie?, se preguntaba el profesor Dourojeanni. ¿Cómo frenamos tamaño despropósito? En esta esquina del ciberespacio solo tenemos una receta, agrupándonos hasta ser multitud para al ser muchísimos poder exigir los cambios que de verdad nos permitan avizorar un futuro mejor. Les dejo este alegato por la razón y el entendimiento ciudadano que acaba de subir a redes Karina Pinasco, amazónica por definición y artífice, entre otras maravillas, de la creación de una red nacional de milicianos unidos por la conservación de la Amazonía que queremos. Ellos, cuarenta mil peruanos y peruanas valientes, se están enfrentando en estos días al fuego que lo está arrasando todo. Y solitos, sin el apoyo del Estado que en estos momentos tanta falta nos hace. Hay que parar tanto desatino, la situación es crítica.
Por Karina Pinasco, Red Nacional “Amazonía Que Late”[i]. Foto Inforegión
[i] La Red Nacional de Conservación Voluntaria y Comunal “Amazonía Que Late” es un colectivo que reúne a más de 180 iniciativas que resguardan aproximadamente 2 millones de hectáreas en 11 regiones del Perú (Piura, Cajamarca, Amazonas, San Martín, Loreto, Ucayali, Pasco, Huánuco, Junín, Cusco y Madre de Dios), y reúne a 40 mil personas de comunidades campesinas, pueblos indígenas, comunidades locales, rondas campesinas, asociaciones de productores, sociedad civil organizada, cooperativas, gobiernos locales y familias que dedican sus vidas a conservar voluntariamente el patrimonio natural y cultural del país, aportando en la reducción de la deforestación y atención a delitos ambientales e impulsando un conjunto de emprendimientos sostenibles.
Por Karina Pinasco
Hace mucho tiempo estoy intentando responder sí es que en realidad los humanos, como especie, tenemos instinto de supervivencia, que se define como nuestra tendencia natural de preservar nuestra propia vida; más aún en el contexto actual, donde la crisis climática está golpeando de manera recurrente e intensa a las poblaciones, especialmente rurales, de la Amazonía, y si bien es un tema global, me referiré a las comunidades que tengo cerca, con quienes convivo cotidianamente.
Se está sintiendo un calor sin precedentes, que sobrepasa, en muchas ciudades, los 40 grados, y un frío nunca sentido al otro lado de la cordillera. La sequía está haciendo que los cultivos se pierdan y que los ríos más caudalosos mermen sus fuerzas a niveles no registrados, dejando aislados a miles de ciudadanos que son invisibles en el mapa, olvidados por siglos; recordarlos resulta incómodo a las autoridades que hoy se encuentran ebrias de poder; aumentando las brechas sociales en lo más profundo de nuestro país.
Más info en Perico Heredia, defensor de los bosques de Chachapoyas, un héroe (sin capa) de nuestro tiempo
Las embarcaciones están varadas en orillas de barro y basura interminables, desechos acumulados por nuestros letales hábitos de consumo y de producción que privilegia el extractivismo que nos está orillando al desastre. Los ríos están colmatados, nuestras arterias están llenas de sedimentos que han sido arrastrados por las tormentas desde montañas peladas y quemadas irresponsablemente por quienes aún mantienen la nefasta creencia de que el fuego llama a las lluvias. La ausencia de precipitaciones ha reducido la humedad en los ecosistemas a tal punto que aumentan las brasas hasta convertirlas en incontrolables incendios forestales, dejando paisajes despojados de toda belleza, de todo valor; donde antes abundaba la vida, ahora se respira el chamuscado de cadáveres de biodiversidad, vida que se extingue.
Estos días se respira humo y el cielo azul ha dejado paso a ese gris que nos delata la tristeza de quienes sentimos frustración por una crisis que anunciábamos año tras año, suplicando acciones concretas y jamás escuchadas. Ante tantas evidencias, la pregunta es ¿por qué se siguen aprobando y permitiendo políticas permisivas que propician las invasiones, no sancionan las malas prácticas e incentivan las actividades ilegales?
¿Es egoísmo puro, es negligencia, tal vez ignorancia? Peor aún, ¿acaso es nuestra indiferencia y falta de empatía de seres cortoplacistas y miopes que no nos conmovemos con nada y no miramos más allá de nuestras narices?
Estas semanas de incendios y sequías me recuerdan a la pandemia, solemos ponernos reflexivos e intentamos encontrar culpables de tan extrema situación; incluso se nos da por recomendar soluciones que se repiten cual disco rayado año a año y no se cumplen. Decimos, y hasta juramos que las cosas cambiarán, que nosotros cambiaremos. Mensajes y llamadas de auxilio se escriben desde hace muchos años atrás, incluso antes de que nos encerraran por el virus. Recuerdo la del 2005, cuando nos afectó una sequía que secó quebradas y ríos, ahí nos llamaban mensajeros del apocalipsis ambiental, que éramos unos locos. Parece que la profecía está tocando nuestras puertas más rápido de lo imaginábamos.
Buscando soluciones, en San Martín, aprobamos la zonificación ecológica económica el 2006. que nos dio luces de lo que debíamos y podíamos hacer, nos atrevimos a buscar medidas eficientes y arriesgadas para solucionar o por lo menos reducir el impacto de lo que se venía, de manera revolucionaria no desde el estado sino desde la misma gente, de las comunidades, de la población organizada. Y se logró en parte.
Se fomentó que la sociedad civil se involucrara en labores de conservación. Hoy contamos con aproximadamente el 13 % del territorio protegido de manera voluntaria por poblaciones locales, estamos hablando de casi 700 mil hectáreas, distribuidas en 48 concesiones para conservación, 2 concesiones para ecoturismo y 7 áreas de conservación privada. Esto sumado a las más de 1.3 millones de hectáreas que están protegidas por el estado nacional (Parque Nacional Río Abiseo, Parque Nacional Cordillera Azul y Bosque de Protección Alto Mayo), y por el estado regional (Áreas de Conservación Regional Cordillera Escalera y Bosques de Shunté Mishollo), cubriendo el 25% del territorio. Haciendo un total de 39% del territorio con alguna modalidad de conservación, pero con amenazas permanentes por el escaso apoyo.
Este número, aplaudible, no es suficiente, ya que el 65% del territorio de la región es de protección y conservación ecológica, ratificada en la zonificación forestal. Este conocimiento debe ser respetado y usado de manera obligatoria, hay aún un 26% que debe de ser recuperado y conservado con urgencia para garantizar que los servicios que nos proporcionan los ecosistemas no se acaben.
Para eso se deben tomar medidas valientes, tales como el sancionar efectivamente a los ilegales y a quienes propician la ilegalidad y se hacen de la vista gorda. No dejar que jueces de paz entreguen certificados de posesión en cualquier sitio, y éstos sean validados por los gobiernos locales amparados en la modificatoria de la ley forestal y de fauna silvestre. Un absurda modificatoria de la ley aprobada por insistencia, en febrero pasado, por un congreso que solo piensa en capturar el poder y privilegiar a los ilegales.
Adicionalmente, estos actos son camuflados por una terrible corrupción enquistada en diferentes niveles de gobierno, quienes brindan títulos de propiedad incluso en zonas con derechos otorgados como en concesiones para conservación o predios privados. La justificación, si deforestas para una actividad productiva (como si la naturaleza no produjera nada) ya no importa la capacidad de uso mayor, aun siendo en tierras de protección o de vocación forestal, la tierra es tuya. ¿Incentivo perverso que beneficia a quién?
Las actividades ilegales están matando a nuestros defensores todos los días, y ¿qué hacemos política y socialmente?,¿el acuerdo de Escazú para cuándo? ¿los juzgados ambientales por qué no existen? ¿por qué las denuncias por delitos ambientales no prosperan? ¿acaso eso no aumenta el riesgo para las y los valientes que se atreven a denunciar? ¿cuántos muertes más tienen que suceder para que haya sanciones efectivas y ejemplares?
La situación es grave no solo en nuestro país, es similar en todos los países que compartimos el bioma amazónico, un bioma, que al igual que la ilegalidad, trasciende fronteras. Los incendios en Brasil y en Bolivia han disparado las enfermedades respiratorias y oftalmológicas, la deforestación en Colombia aumenta; las noticias todos los días nos anuncian algún desastre relacionado con eventos climáticos extremos.
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La mayoría piensa que reforestar es la solución, es una medida necesaria pero no suficiente. Para que una tierra, despojada de vida, recupere el bosque y sus servicios ecosistémicos se necesitan entre 50 y 100 años, y dependiendo si aún hay condiciones para la regeneración natural o la restauración, y si se cuenta con la fuerte inversión que supera con creces los 3 míseros años de un proyecto de inversión pública, sistema pensado solo para infraestructura gris y no la verde, la natural que demanda muchos más años en su cuidado y recuperación.
Reforestar no es la solución, solo parte de esta, la solución está en la CONSERVACIÓN, ya no podemos darnos el lujo de seguir cortando árboles. Cada uno de ellos emite un aproximado de mil litros de agua a la atmósfera por día, al talar un árbol nos matamos a nosotros mismos, nos quitamos de la mesa la posibilidad de no morir de sed, de no morir de hambre, porque sin agua tampoco hay producción de alimentos. El agua y la comida son un derecho humano, un derecho que se está alejando día a día de quienes el bosque y los ríos representan su sustento, su seguridad alimentaria.
Hasta el hartazgo se ha comprobado que el resguardo de los bosques garantiza el flujo de los bienes y servicios ecosistémicos que son fundamentales para nuestra supervivencia. Pues entonces la mejor solución debe de ser la protección de los bosques que aún quedan en pie.
Todas las medidas que se puedan tomar son positivas, y deben de hacerse, pero debemos concentrarnos en la mejor inversión, la CONSERVACIÓN, lo escribo en mayúscula porque parece que aún no hemos entendido del todo cual es nuestro rol dentro de este desafío.
Conservar conlleva a cambiarlo todo, desde nuestra forma cómo pensamos el desarrollo; de cómo planificamos nuestras actividades productivas; de nuestros ineficientes hábitos de consumo y de producción; de los modelos económicos y de conectividad obsoletos que aún defendemos; de nuestra forma de sentir y ver a la naturaleza, sin entender que ella no nos necesita, somos nosotros quienes la necesitamos; de nuestra creencia egocéntrica de dominancia sobre las demás especies y los recursos.
La conservación es la verdadera revolución de nuestros tiempos, una conservación desde los propios actores, de gente de a pie, de personas como tú y como yo, que buscamos una relación sana con nuestro entorno. Ahí donde el egoísmo del sistema nos quiere, porque les somos útiles, indiferentes e individualistas, la conservación nos moviliza a la unión, a la justicia, al amor y a la defensa de la vida en toda en su diversidad.
Es hora de sabernos y sentirnos parte de un ciclo natural, solo eso, parte de la naturaleza. Somos una especie más, que depende de condiciones para vivir que solo nos lo proporciona este planeta. Condiciones que se agotan y desaparecen día a día y nos hacen más vulnerables, ¿por qué no estamos siendo inteligentes y apostando por la resiliencia y el cambio de vida? ¿dónde quedó nuestro instinto?
La conservación es un compromiso de todas y de todos, que nos enlaza y nos reconecta con nuestra propia esencia y nuestra diversidad. La salud ambiental es fundamental para nuestra salud física y mental, somos seres de la tierra y estamos íntimamente interrelacionados, entrelazados, y como todo en la existencia lo que damos regresa a nosotros. ¿Qué le estamos exigiendo a nuestro planeta ahora? ¿Qué le estamos dando a cambio de todo lo que nos provee? ¿Estamos siendo recíprocos?
Por eso admiro a tantos seres humanos que ofrendan sus vidas para el resguardo de nuestro territorio; admiro la fortaleza de su mirada ante las amenazas de los ilegales y el abandono de las autoridades. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, admiro a quienes están luchando solos contra incendios provocados, intentando salvar un poco de sus bosques en la región Amazonas; admiro la esperanza que transmiten a sus hijos e hijas sin importar cuan incierto se visualice el futuro.
Ahí es donde hago un llamado a la acción, tenemos ya un batallón de casi 40 mil personas que estamos dando todo por el resguardo de nuestra casa común, reunidos en la Red Nacional de Conservación Voluntaria y Comunal “Amazonía Que Late”. Movimiento que se está consolidando a ser un “Perú Que Late”, porque el 74% del territorio con criterio de cuenca es amazónico, y el restante depende de la dinámica que existe en la Amazonía. No tenemos que inventar nada, están ahí en pie de lucha en la primera línea de fuego esperando que les demos una mano, que escuchemos su grito de auxilio ante tanta adversidad y negligencia.
La democratización de la conservación exige que todas y todos nos involucremos sin distinción, dejemos de hacernos de la vista gorda y recuperemos nuestra humanidad, a ver si así, por fin, también recuperamos nuestro “instinto de supervivencia” y podamos construir juntas y juntos un mundo mejor.