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Fernando Savater: “Mi vida consiste en comer, dormir y llorar”

Mi opinión

He leído por allí que Fernando Savater es uno de los invitados al primer Hay Festival de Arequipa en diciembre próximo. Qué buena noticia. Debo comentarles que conozco su obra, sobre todo la periodística, gracias a Constantino Carvallo, uno de sus más cumplidos lectores.

Savater no le ha hecho mientes a los grandes temas de nuestro tiempo; por el contrario, ha sabido diseccionarlos con lucidez y tomar posición -siempre- a sideral distancia de los lugares comunes y las ortodoxias. Su obra, por eso, es tan potente y certera, sin un ápice de las florituras verbales y el academicismo tan frecuente en el gremio. En eso Savater y Carvallo son tan próximos.

Estaba al tanto de sus pesquisas por la vida y los afanes de sus autores favoritos; coincide en ese ánimo fisgón con otros dos grandes de las letras hispanoamericanas: Mario Vargas Llosa y Arturo Pérez Reverte.

Voy a esperar con ansias la llegada a Lima de este último trabajo suyo; escrito, me acabo de enterar, al alimón con su difunta esposa después de una travesía literaria por las ciudades donde vivieron y crearon ocho de sus autores favoritos.

Larga vida al profesor de filosofía de San Sebastián, País Vasco y ojalá que su visita a la Ciudad Blanca se concrete y mi amigo Alonso Rabí lo logre entrevistar para Ojo Público. Sería un golazo, ya me estoy imaginando el diálogo entre ambos y el apunte a lápiz del filósofo español pergeñado por el periodista limeño.

Resista, Savater, resista…


Stefan Zweig y Agatha Christie, Poe y Alfonso Reyes, Flaubert y Leopardi, Shakespeare y Valle-Inclán son los pasajeros de Aquí viven leones (Debate), embriagadora ruta por las luces, las sombras, las manías, los dóndes, los cómos y los porqués –el contexto, en suma- que rodean a los grandes escritores y a la génesis de sus grandes obras. Superposición de textos, viñetas y fotos, este es, paradójicamente, un libro último y primero: el primero firmado al alimón por Fernando Savater y Sara Torres, su compañera durante 35 años, fallecida en marzo. El último hasta la fecha del autor de Ética para Amador, La tarea del héroe y Contra las patrias. Y quién sabe si el último a secas. “Se acabó, como mucho escribiré otro, si reúno fuerzas, sobre la relación que tuvimos Sara y yo y ya está”, susurra el viejo profe de Zorroaga, que acaba de llegar de su paseo matinal de seis kilómetros y que, en el saloncito de su casa de San Sebastián, entre libros, muñequitos de superhéroes y vasos de txakolí, ofrece una entrañable ración de palabras, recuerdos, risas y lágrimas.

En las manos del lector, un artefacto fetichista sobre grandes escritores. El fetichismo como expresión de amor. Son palabras suyas.

Lo que pretendíamos con este libro, en origen, era sobre todo pasarlo bien, ir a los sitios donde habían vivido los grandes escritores y con ese pretexto releerlos a todos. Sara estaba empeñada en demostrar que la cultura elevada puede ser también popular.

Completamente de acuerdo.

Es que tú le cuentas a un chaval el argumento de una obra de Shakespeare y puede ser emocionantísimo. Macbeth se puede contar como una novela de terror. Este libro lo que pretende es abrir el apetito. Que es lo que yo he hecho siempre: poner trampas a la gente para que lea a los grandes autores.

Grandes autores que también eran pobres mortales…

Se trataba de recordar que esos grandes escritores eran también personas. Que gente normal que dormía, cagaba y meaba era capaz de escribir aquellas cosas. La excelencia artística no quiere decir perfección humana. En el mundo hay analfabetos destripando terrones que son personas extraordinarias. Y músicos sublimes que son perfectos canallas.

¿Cómo se dividieron ustedes el trabajo?

Yo elegía a los autores. Sara me preparaba unos dossiers que eran como tesis doctorales que yo no me podía acabar. Ella iba antes a los sitios con nuestro amigo José Luis Merino, y lo preparaban todo para que yo, que solía tener menos tiempo, llegara a tiro hecho. Para mí es un libro felicísimo en gran medida y claro, ahora pues muy doloroso, porque me acuerdo de todos los sitios a donde fuimos, cómo nos lo pasamos… (Fernando Savater se enjuga las lágrimas).

Ya no es un libro, es un recordatorio…

Efectivamente. Para mí ya es así.

El libro plantea un debate, el debate sobre el contexto. Muchos lectores no quieren conocer datos extraliterarios de sus autores favoritos, para que no interfieran en la pura apreciación de la obra. En ese sentido, el otro día alguien decía: “Este es un libro menor de Savater”…

Es que yo solo tengo libros menores (risas). No, en serio, hay sitios en los que, cuando los visitas, notas de verdad cómo pudieron influir en los escritores. Tú vas al jardín donde escribió El infinito Leopardi, con esa forma de proa y con todo el paisaje ese de la Toscana delante de tus ojos y te dices: “¡Claro, este señor aquí pensaba en el infinito!”. Lo malo es que claro, los demás no somos Leopardi y no nos salen esos poemas.

A ver si lo entiendo: ¿pasear por la playa de Trouville ayuda a entender mejor la obra de Flaubert, las ninfas saliendo del agua y todo eso?

 Claro, ninfas que luego él puso ahí, en sus páginas. Claro que ayuda. Bueno, y este libro lo que quiere también es ayudar a la gente a recuperar a todos esos autores. Es que hay un problema para los que hemos leído desde muy jóvenes. Leímos todos los libros buenos demasiado pronto. O sea, yo a los 15 años leí Madame Bovary. ¿De qué te vas a enterar? De poco. Así que lees lo bueno demasiado pronto, y luego, cuando te haces mayor, tienes que leer lo de ahora, y claro, no es lo mismo que Flaubert…

Dice en el libro que Flaubert es adictivo.

Es que lo es. Mira lo que dice en La educación sentimental, que es mi favorito: hablando de un corrupto, escribe: “Era tan corrupto que pagaría por venderse”. ¡Genial!

En cierta forma, Aquí viven leones es una guía de lectura.

No, es una provocación. No hacen más que llamarme para que vaya a colegios a convencer a los chavales de que lean. Pero yo no puedo convencerles. Es como si te dijeran: “Vete a ese sitio y explica por qué hay que comer jamón de Jabugo”. Pues oye, no, pruébalo y ya verás qué rico. Entonces…

… entonces con este libro pretende provocar para contagiar placer.

Es que tampoco hay tantos en la vida. A ver, hablo de placeres que duren y que puedas tenerlos a cualquier edad, ¿eh? Porque claro, hay otros que, primero, duran poco; y segundo, hay un momento en que ya no los puedes tener. Punto. Yo ahora, por ejemplo, ¿cómo es mi vida hoy? Pues como la de los niños pequeños, comer, dormir y llorar. Pero lo único que me sigue apeteciendo de verdad es leer.

¿Eso le ocurre en concreto ahora, en su situación tras la muerte de Sara, o le ocurrió siempre?

Siempre y hasta en las situaciones más duras. En los tiempos de los líos, de ETA, de los guardaespaldas… sufría una tensión horrible. Pero yo me iba a mi cuarto, cogía el libro que tenía entre manos y era como un paraíso invulnerable en el que estaba feliz. A eso le debo, creo, el haberme mantenido ecuánime y tranquilo.

La potencia de tiro del goce, más que el “voy a leer porque me forma”, ¿no?

Por supuesto. Como dice Daniel Pennac en su libro Como una novela, “la voz leer no admite el imperativo”. No digas nunca “hala, niño, lee esto, que te hará triunfar en la vida”. Leer es un placer y los placeres se contagian, no se fingen ni se enseñan. No le dé usted solemnidad a la lectura, no se arrodille ante el altar para leer a Flaubert, porque Flaubert lo que quería era producirle a usted placer y diversión.

El otro día, en la entrega del Premio Eulalio Ferrer, dijo que no se sentía filósofo sino profesor de filosofía. ¿Puede explicarlo?

Pues por lo mismo que un profesor de solfeo no es Glenn Gould. A mí me interesa transmitir, contagiar el interés por la filosofía. Y no conozco a un chico de 14 o 15 años que no esté interesado por ella. Lo que no les suele interesar es el profesor de filosofía. Yo he conseguido que se interesen también por el profesor. Y eso sí que tiene mérito.

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