Mi opinión
Vuelvo después de varias lunas al tema de los mashco-piros de Madre de Dios. Como lo comenté en su momento, los reiterados encontronazos entre indígenas no contactados –en la jerga cientificista: PIACI, Pueblos Indígenas en Aislamiento y Contacto Inicial- y pobladores, también indígenas, de las comunidades de Diamante, Monte Sagrado y Shipetiari, en uno de los bordes del Parque Nacional Manu, motivó la activación –por primera vez en el Perú, tengo entendido- de un protocolo de contacto previamente desarrollado por los especialistas del viceministerio de Interculturalidad, entonces, año 2015, a cargo de la antropóloga Patricia Balbuena.
Fue la respuesta enérgica de un gobierno interesado, el del presidente Humala, en replantear una relación frívola, mañosa, entre el Estado republicano y la sociedad peruana con los últimos sobrevivientes del mundo paleolítico. Como ustedes saben, en las selvas de Perú, Ecuador, Bolivia, Colombia y Brasil subsisten en pleno siglo XXI grupos muy compactos de nómadas, hombres y mujeres que viven a salto de mata, huyendo exprofeso del contacto con nosotros, los habitantes del otro lado de los bosques que un día llegamos a su territorio para hacerlo nuestro.
En esos días de finales del 2015 me sumé al coro que aprobaba la decisión. En uno de mis comentarios a una nota de la antropóloga Balbuena que subimos a este blog fijé posición sobre el particular. Pueden leerla al final de este artículo.
Esta mañana me he tropezado con este interesante reportaje de Nat Geo que pone nuevamente en el escaparate mediático el tema de los momoles, así habría que llamarlos, que han empezado a contactarse con Occidente en las riberas del río Alto Madre de Dios, decidiendo de motu propio participar de un proceso de adaptación a las nuevas circunstancias que es necesario conocer. Más aún cuando es notorio el cambio de timón sufrido en ese ministerio desde que asumieron funciones las autoridades del nuevo gobierno.
No quiero pecar de desconfiado pero hablando con gente que sabe del tema, una de ellas la propia Patricia Balbuena, infiero que el giro que se ha dado en este tema es de 360 grados, no de 180 como mandan los cánones. En otras palabras, el problema de los pueblos indígenas amazónicos –en evidente contacto y en no contacto- ha salido de la agenda del Ejecutivo. Repito, no quiero pecar de desconfiado, pero urge que las autoridades competentes nos informen como marcha de este proceso. Voy a estar muy atento a una respuesta en ese sentido, Mientras tanto los dejo con el reportaje de Nadia Drake para National Geographic.
Los mashco-piro aparecieron de pronto en los senderos que reptan por esta hermosa aldea boscosa, armados con flechas de bambú de dos metros de largo, con puntas afiladas como cuchillos.
“¿Por qué quieren matarme?”, gritó la subjefe de Shipetiari, una mujer menuda aunque intimidante llamada Rufina Rivera, cuando encontró a los mashco por primera vez, en enero.
Las sigilosas visitas continuaron. Ollas y machetes desaparecían de los apartados grupos de casas de madera elevadas, ocultos en la selva amazónica como a media hora de marcha del río Alto Madre de Dios.
Pero la situación iba a empeorar. En marzo, atacaron a otra mujer mayor, aunque la flecha solo rozó su falda.
Después, a principios de mayo, cuando la mayoría de los hombres de la comunidad había cruzado el río para ayudar a despejar el camino para una carretera, dos partidas de mashco entraron disimuladamente en la población. Una se dirigió al centro; la otra fue a una granja, donde robó una pila de yucas.
Cuando Venancio Italiano, un líder de la comunidad, pasó caminando con un grupo de mujeres y niños, una flecha hendió el aire y rasgó una sangrienta línea en el pecho desnudo de un pequeño de siete años. Los aldeanos huyeron, perseguidos a orillas del sendero por los mashco.
Cerca de allí, Leo Pérez y un amigo corrieron adonde los intrusos robaron la yuca y tomaron fotos. Cuando Pérez revisaba la cámara digital, su amigo escuchó el zumbido de una flecha y gritó una advertencia. Pero fue demasiado tarde. El hombre de 22 años cayó, traspasado, con la flecha saliendo de su espalda.
“No contactados”, pero conocidos
Denominados comúnmente “no contactados”, los mashco son uno de muchos pueblos indígenas de Perú y Brasil que parecen estar abandonando su reclusión.
Desde hace al menos cuatro décadas, los cerca de 600 a 800 mashco del Perú han tenido algún contacto con comunidades indígenas asentadas en el sureste del país.
Más recientemente, han detenido barcos en los ríos para pedir comida, ropa y herramientas, como machetes. Personas de la región afirman que les han ofrecido mujeres y bebés mashco; han topado con campamentos en la selva; y han huido de lluvias de flechas mientras pescaban. Saben que los mashco no son buenos nadadores, si bien son diestros para trepar árboles, utilizan dos frutas para producir un licor fermentado en vainas de bambú, y derivan sus nombres de la flora y fauna del bosque.
Por razones desconocidas, las apariciones mashco han aumentado en frecuencia y agresividad en el último año, resultando en la muerte de Pérez, la evacuación de dos aldeas, y la intervención del gobierno.
El Ministerio de Cultura del Perú mantiene ahora un puesto de avanzada permanente en el Alto Madre de Dios, cerca de Shipetiari. Cada día, equipos de agentes de protección del gobierno patrullan el río y se reúnen con los mashco cuando aparecen en las riberas rocosas.
“Nuestro objetivo es proteger los derechos de vida, salud y autodeterminación de los pueblos indígenas”, dice Lorena Prieto, quien dirige el programa encargado de gestionar las poblaciones nativas del Perú. “No podíamos aguardar más”.
La situación es compleja y evoluciona rápidamente. Todos los involucrados en cualquier contacto inicial con una tribu aislada corren el riesgo de morir por violencia o enfermedad, ya que los sistemas inmunológicos selváticos no están preparados para resistir la influenza, el sarampión o incluso, un resfriado común.
El proyecto gubernamental de establecer contacto controlado también ha provocado consternación entre los grupos que insisten en preservar el derecho de los mashco a permanecer aislados. Pero es difícil pasar por alto la evidencia de que los mashco ya han iniciado el contacto.
“Algo ha cambiado”, dice el antropólogo Glenn Shepard, quien ha trabajado con comunidades indígenas de la región. “Son personas que antes hacían enormes esfuerzos para esconderse y rechazar el contacto, pero ahora lo buscan”.
Lenguaje y etnicidad comunes
Durante años, los habitantes de Diamante, río abajo de Shipetiari, han tenido encuentros esporádicos con los mashco. En ese punto, el Alto Madre de Dios desciende de las montañas rodeando el límite sur del Parque Nacional del Manu. Sus tributarios tienen abundancia de peces y ofrecen una ruta hacia fértiles territorios de caza; y también hacia las chozas de palma y las humeantes fogatas de los nómadas selváticos.
Los mashco comparten su etnicidad y lengua con los yine de Diamante y otras comunidades nativas de la zona.
“Entendemos casi 80 por ciento de lo que dicen”, informa Romel Ponciano, presidente de Monte Salvado, aldea evacuada en diciembre después de una redada mashco. “Las cosas que no entendemos… existen las palabras, pero son palabras que usaron las generaciones pasadas”.
Cuando los mashco usan términos como sawnawle o pyosematanu, Ponciano, quien también es un agente de protección del gobierno, pide la ayuda de los ancianos de la comunidad. Esos vocablos –“banana” o “destripar un pescado”- se traducen como paranta y pshigichkaganro en yine moderno.
No obstante, hay una palabra que no ha cambiado: “mashco”, que significa “bárbaros” o “salvajes”. Y como es de esperar, los mashco no se hacen llamar así. Prefieren el término “nomole”, que significa “hermanos” o “paisanos” en yine moderno y antiguo.
“Enfurecen si los llamas ‘mashco’”, asegura Waldir Gómez, residente de Diamante quien se ha encontrado con ellos. Entonces, hace el ademán de un abrazo y añade: “Cuando los llamas nomole, se sienten mejor”.
Para muchos diamantinos, compartir una lengua y etnicidad significa que los mashco son como hermanos. Mas las interacciones entre los grupos son complejas y no siempre amistosas. Uno de los encuentros más conocidos ocurrió a mediados de la década de 1970, cuando Santos Vargas y unos amigos de Diamante encontraron a unos mashco cerca del río Pinquén. Dispararon sus armas al aire y los mashco huyeron, pero un niño tropezó y quedó atrapado.
Alberto Flores es mashco de nacimiento. Foto: Jeff Cremer.De niño, Alberto fue extraído de la selva para llevarlo a vivir en Diamante y ahora habla yine, matsigenka y español.
“Jugaba cerca de la orilla del río con mi hermano mayor. Estábamos trepando árboles”, recuerda Alberto Flores, un hombre alto y amable, con una sonrisa contagiosa y penetrante mirada. “De pronto, mucha gente me rodeó. Mi hermano saltó al agua porque sabía nadar, así que escapó”.
Vargas y sus amigos secuestraron a Flores y lo llevaron a Diamante. Fue allí donde el niño descubrió las bananas y el masato, una cerveza de mandioca fermentada que se usa como alimento y bebida. Luego de unos ocho meses, Vargas ofreció a Flores la oportunidad de regresar a su hogar. Para entonces, la dura vida del nómada selvático ya no era atractiva.
“La comunidad es mejor”, asegura Flores.
Aumentan los contactos
En 2010, un encuentro condujo a que unas dos docenas de mashco aparecieran con regularidad en Diamante, donde las casas bordean un largo sendero empedrado que atraviesa la población. Según los aldeanos, un día, Nicolás “Shaco” Flores encontró a un grupo mashco mientras pescaba en el Pinquén. Aunque hacía décadas que los veía en la selva, esa vez Flores les dio machetes y les dijo que lo siguieran a su granja.
Luis Vargas busca señales de los mashco desde la lancha patrulla del gobierno.Foto: Jeff Cremer. Junto con una tripulación de agentes de protección gubernamentales, Vargas se cerciora de que las interacciones con los mashco sean seguras para la tribu y para los residentes del área.
Durante el año siguiente, Shaco Flores siguió entregando al grupo cualquier cosa que pedían, casi siempre herramientas, bananas y más bananas. Pero de pronto, dejó de hacerlo, aunque nadie conoce la razón exacta. A fines de 2011, los mashco lo pusieron en su mira. Lo atacaron con flechas dos veces, más no dieron en el blanco. La tercera ocasión, en noviembre, una flecha perforó su corazón.
“Cuando quieren algo y se los niegas, amenazan con matarte”, dice Gómez. “Si haces demasiadas preguntas o preguntas lo mismo varias veces, se molestan”.
Los habitantes de Diamante habrían podido vengar la muerte de Flores. Durante una semana, intensas lluvias y la crecida del río atraparon a los mashco en la isla donde mataron a Flores, convirtiéndolos en blanco fácil para quienes tenían lanchas de motor y rifles. “Pero no pudimos hacerlo”, dice Edgar Morales, jefe de la comunidad. “Son nuestros hermanos”.
Luego de desaparecer brevemente, los mashco regresaron. Fotos y videos hechos a lo largo de los tres últimos años, pero que solo hasta hace poco han recibido atención, muestran a niños y hombres acarreando machetes y bananas de embarcaciones que transportan misioneros, leñadores y turistas.
“El contacto se estableció mucho antes de lo que imaginábamos”, comenta Shepard, el antropólogo. “Esas fotografías muestran un contacto claro y directo que ha está ocurriendo desde hace años. La novedad es que no es nuevo”.
Una aldea traumatizada
El asesinato de Pérez, este año, no cambió la opinión de los diamantinos acerca de los mashco.
“Es como una mezcla de cautela, porque saben que los nomole son peligrosos. Pero también existe el deseo de tenderles la mano e integrarlos, y curiosidad por esos yine ‘salvajes’”, dice Frank Hajek, presidente de SePerú, organización no lucrativa que trabaja con comunidades nativas.
Pero en Shipetiari, donde vivía Pérez, la mayoría de la población es de etnia matsigenka. No hablan la misma lengua de los mashco, no sienten lazos fraternales y no quieren tener trato alguno con ellos.
“Y ahora están en su territorio, con una actitud cada vez más agresiva”, agrega Hajek. “Cada día corren un riesgo relativamente alto. Su seguridad física y alimentaria, su ingreso. Todo ha sido seriamente afectado”.
Obligada a reconocer que Shipetiari ya no era un lugar seguro, la comunidad cerró una de sus principales fuentes de ingreso, su cabaña de ecoturismo. Desde entonces, guías, cocineros y demás trabajadores han debido buscar otros medios para reunir el dinero que necesitan para enviar a sus hijos a las escuelas regionales.
Agentes gubernamentales patrullan diariamente el perímetro de la comunidad, buscando ramas partidas y otros indicios reveladores de los visitantes del bosque. Las familias comparten radioteléfonos portátiles para comunicar actualizaciones y alertas. Si los mashco regresan, la comunidad pretende refugiarse en el jardín de niños de concreto.
Cada mañana, Rivera y los demás aldeanos escuchan los informes de los agentes del gobierno. Y los días en que los mashco aparecen cerca del puesto de control localizado río abajo, la subjefe de la aldea se siente más segura, señalando que “no pueden caminar hasta aquí en un día”.
Los agentes gubernamentales han advertido a los mashco, repetidas veces, que no regresen a Shipetiari, pero nada garantiza que obedezcan. Por lo pronto, impera una precaria tregua.
“Si los mashco no vuelven, no iremos a buscarlos. Pero si regresan, nos defenderemos”, dice Italiano. “Y después, iremos a buscarlos”.
Encuentro en el río
A unas docenas de pasos por una colina fangosa entre Shipetiari y Diamante, dominando la vista del Alto Madre de Dios, se alza el puesto de control del gobierno. El edificio, que fue abandonado durante hace dos años, ahora está continuamente ocupado por agentes de protección.
En el interior, las paredes están cubiertas con fotografías de los mashco que visitan las riberas y un mapa trazado a mano. También hay una punta de flecha de bambú, de 40 centímetros de largo, que los mashco afilaron con los dientes de enormes roedores, así como una foto de Shaco Flores. Afuera, un panel solar apoyado en una silla genera la electricidad para el equipo de comunicaciones.
Hasta el asesinato de Pérez, unas dos docenas de mashco aparecían en las orillas rocosas de las inmediaciones, bordeadas de bambú y palmeras. Luego se ausentaban algún tiempo, pero siempre regresaban; al principio, solo en grupos pequeños.
Desde mayo, cinco mashco se han reunido regularmente con los agentes gubernamentales, quienes los conocen por sus nombres: Putgana (“Araña”), una mujer mayor a quien un oso hormiguero atacó recientemente; Kamotolo (“Avispa”), un hombre con poco menos de 30 años; Yomako (“Trogón,” un ave tropical), una adolescente embarazada; Knayi (“Tangarana”, un tipo de árbol), un muchacho entrado en la adolescencia; y Koka (“Pájaro carpintero”), un niño de nueve o diez años que carga las flechas del grupo.
Durante meses, el quinteto solo dijo que los demás estaban “lejos”, lo que hizo especular que el clan padecía una epidemia o sufrió una venganza de la que no se tenía noticia. Pero en agosto, apareció un sexto mashco y ahora, hay más de una docena. Dicen que reaparecen poco a poco porque tienen miedo.
Cada día, Ponciano y otros agentes de protección patrullan el río en lanchas de motor acompañados por Reynaldo Laureano y Luis Vargas, residentes de Diamante. Su misión es impedir que las embarcaciones se detengan en las orillas donde aparecen los mashco, cosa que, según Laureano, ahora ocurre cada tres días, solo para pedir bananas.
Las reglas del contacto son simples: darles lo que quieren; no hablar mucho; advertirles que se mantengan alejados de Shipetiari; organizar encuentros en distintos lugares para evitar alguna trampa; y no hacer preguntas sobre temas delicados, como la muerte de Pérez.
“Lo más importante es la disciplina, en la interacción y en el programa”, dice Ponciano. “Hay que tener mucho cuidado con las palabras en esas situaciones”.
Para reducir el riesgo de desatar una epidemia entre los mashco, Ponciano y los demás han sido vacunados en varias ocasiones y siempre hay un médico disponible para tratar a los mashco al primer signo de enfermedad. En determinado momento, los agentes de protección intentarán explicar porqué es importante que los mashco reciban vacunas, si acaso quieren mantener el contacto con el mundo exterior. Pero hasta ahora, dice Ponciano, “parecen fuertes y sanos”.
“No hay una receta para el éxito”
Nadie sabe qué sucederá después. La paz de la región depende de que el gobierno mantenga su compromiso y sus agentes se ganen la confianza de los mashco.
“Harán falta paciencia, humildad y la voluntad de dedicarles años para ganar su confianza”, dice José Carlos Meirelles, quien tiene más de 40 años de experiencia dirigiendo situaciones de primer contacto con tribus de Brasil. “De nada servirá llevar nuevos equipos continuamente. Las relaciones con los pueblos indígenas son personales, no institucionales”.
Tal vez, en algún momento, averiguaremos por qué los mashco han empezado a abandonar su aislamiento boscoso; si fue por la presión de la tala o por narcotraficantes que violaron su territorio, por escasez de alimentos, enfermedades, conflictos dentro de la tribu o simplemente, porque cedieron ante las tentaciones que ofrecían los extraños. Quizás también sabremos por qué tomaron dos vidas recientemente, y si desean conservar su estilo de vida nómada o prefieren establecerse en algún lugar junto al río.
“¿Cómo recibirlos sin matarlos cultural o físicamente? Estamos aprendiendo”, dice Meirelles. “Tenemos que acompañarlos en el proceso, permanecer con ellos para que su entrada en nuestro mundo sea menos dolorosa. No hay una receta para el éxito”.
4/9/2017