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[VIAJEROS] Bruna Moreira, portuguesa, se acuerda de Ayacucho

Mi opinión

Me encanta la prosa de Miguel G. Podestá, me encantan sus relatos conmovidos por su apego a su terruño, Ayacucho, y mucha sazón obtenida en su vagabundeo por el planeta. Viajero pertinaz, Miguel impulsa con renovado afán el blog Todo Ayacucho, y camina a buen paso conociendo gente en busca de otros paraderos.

Miguel conoció a Bruna Moreira, una viajera portuguesa de 34 años, artesana de tradición familiar, exploradora y poeta; especialista también en Gestión Turística y Cultural que suele trabajar como consultora en las ciudades de Coimbra, Mealhada y Atenor, en Portugal, y para asociaciones de estudio y protección de ganado sin fines de lucro.

Bruna recorrió alguna vez la dorada Ayacucho y lo recuerda con vivida emoción. Los dejo con ambos.


Nos conocimos en Ayacucho. Bruna tenía un pedazo de madera en la mano. Era un palosanto que encendía en la plaza antes de estirar el paño.

Ella paga a la tierra con arena en Mira, la playa más cercana a su casa en Mealhada.  A los quince su conciencia le sopló un poema de evasión que fue premiado en la escuela. Anécdota solemne.

En un solo instante Bruna es capaz de bailar y cantar fado en su ritmo de guitarra más tradicional, tomarse fotos con cabras en Nueva Delhi,  pintarse un bigote en Foz de Iguazú, tocar el bombo en Buenos Aires,  caminar con antorchas de fuego en una costa de Sri Lanka, morder el pasto de un lago en Macedonia debajo del agua, maquillarse como zombi en París, vestir de monje budista en Nepal, alimentar a los burros y hablarles, recitar en el día de las brujas en Montalegre. Todo en un solo instante. Está en su memoria.

En las noches que no duerme Bruna no canta.  Se despierta cuando el sueño la agotó. Se levanta para abrazar un árbol cualquiera antes de volver a su carpa a recordar sus viajes de rebelde sin vela. Hace mariposas de macramé, pulseras de cuero y collares de plumas, y no todas son artificiales. Es artesana. Con su ropa nunca a la moda toma cerveza y paga antes de beber. Sonríe casi todo el tiempo. Abrigada con un poncho boliviano en la India sobre un vestido de henna leyó tres veces Sidharta. Dieciséis días de navegación en Patagonia. Cinco años en Nepal sin olvidarse de los festivales de jazz en Coimbra.

Después de todo esto, Bruna dice:

“El turismo rural sigue siendo un buen camino y es importante que se distinga de otros tipos de turismo, en los servicios y productos que produce y vende, sin descuidar la comunidad donde está insertado. Creo que en la cooperación está la fuerza, si esa misma cooperación tiene un objetivo común, distinto del lucro”.

Su recuerdo de Perú en general: “¿Cómo es posible que exista un país así?, que tenga todo; costa, montaña, selva…”

Bru usaba un sombrero huamanguino en el salar de Uyuni y uno de Chuschi en Barcelona. No se ha cansado de viajar sin rumbo, pero por el momento prefiere estar en casa con sus papás. Teje mucho, transforma el cuero, junta sus piezas y las vende en ferias medievales. De las celebraciones en el castillo de Obidos regresa siempre contenta. ¿Porto o Lisboa? Porto.  Café cortado con hielo es café pingado. Un pingo. 

¿Ayacucho? En la puerta de su casa, en Mealhada, crece physalis, aguaymanto portugués. En la sierra, más allá de Busaco, donde parece que solo hay burros, allí Bruna se tatuó un burro en la canilla para promocionar un festival de peregrinación de burros. Fue un éxito. No es complicado.

“Me parece que el turismo solo tiene sentido si co-existen de forma sostenible las personas y la Naturaleza y para eso es necesario ser tolerante y cuidar de nuestra Pacha Mama”, responde a una pregunta invisible. Nos la llevamos a Ayacucho.

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10/8/2016


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