Mi opinión
Encontré en el baúl de los textos perdidos esta entrevista que escribí para la revista Rumbos hace más de quince años, justamente cuando María Rostworowski acababa de cumplir 85. Como pasa el tiempo, la mujer coraje que conocí en una austera oficina del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), va a cumplir cien el próximo 8 de agosto. Cien años fecundos, de amor a nuestra especie y a los hombres que domeñaron estas tierras.
Recuerdo nítidamente esa entrevista. María nos esperaba a mí y al fotógrafo Francisco Zeballos, en su cubil del segundo piso de la casona de Jesús María donde sigue funcionando el IEP. La suya era una oficinita sin más muebles que una mesa, una silla y un estante con pocos libros. María aguardaba de pie, vestida como de costumbre con un pantalón plomo y un saco grueso, a cuadros, de esos que sirven tanto para mitigar el frío de esta ciudad gris y sin cielo.
Una abuelita firme, decidida a enfrentarse a ese par de muchachones que venían a perturbar su trabajo, a invadir su espacio reservado y vital. Hablamos de todos los tópicos, sin rodeos, sin cortapisas, a mí me interesaba conocer un poco más la intimidad de esa mujer rebelde que se había enfrentado a las estrecheces de mente de una sociedad pacata y castradora. Me encontré con una mujer sensata, serena, llena de bríos. Sin más pretensiones que acelerar el paso para seguir firme en la vida, con ganas de terminar proyectos inconclusos e iniciar nuevas quimeras.
Mientras hablábamos, Zeballos no hacía otra cosa que disparar el obturador de su cámara y pedirle a la maestra sonrisas para la posteridad. María lo detuvo molesta, molestísima. “Seré una vieja pero soy una mujer que no pretende exhibir sus años…no me gustan las fotos, no quiero una más”. Tenía razón, seguía siendo la mujer decidida a ser, ante todo, respetada.
Retomé como pude el hilo de la conversación, Francisco dio por finiquitado su trabajo y María volvió a lo suyo: “No me gusta parar con viejas, me dijo, todo el día se quejan de achaques y de enfermedades, me gustan los jóvenes, me alimenta su vitalidad y ganas de construir el mundo”. María para entonces todavía andaba por Lima al timón de su Volkswagen escarabajo y se mantenía tan lúcida como en sus mejores tiempos, cuando el amauta Raúl Porras Barrenechea la convirtió en su discípula preferida.
Dulces y felices cien años María Rostworowski, dichosos los que tuvimos la suerte de toparnos con tus obras y tus ingenios. Feliz 8 de agosto, Maestra.
Si tuviera que decir algo de mi primer encuentro con María Rostworowski diría que se trata de una mujer amable y extremadamente graciosa. Una abuela en pleno ejercicio de sus apasionados ochentaipico años vividos con irreverencia y esfuerzo. Diría que es una coqueta limeña que no quiere fotos que revelen la edad de esos surcos que hace tiempo han empezado a recorrer delicadamente su rostro confiado y bello.
Si tuviera que decir algo de esta perseverante mujer que en el Perú fundó la etnohistoria diría que es gracia y mohín; pero también inteligencia y dulzura…
Sin embargo, ella prefiere que le digan la chola polaca o que la reconozcan sencillamente como la mejor abuela del mundo (de hecho, en el lugar de su oficina donde debieran estar las condecoraciones y diplomas, ella ha colocado orgullosa una réplica en plástico del Oscar que la premia por tan distinguida performance). ¿Cómo empezar entonces a hablar de ti, María, si lo que diga no podrá retratar siquiera brevemente la vitalidad desbordante que transmite tu presencia y tu ánimo?.
Pero, el trabajo obliga y hay que contar tu historia: María nació en Barranco en 1915, copio el dato de un diccionario biográfico, en un hogar conformado por un inmigrante polaco y una dama puneña que llevaba en su sangre blasones de gamonales y latifundios. Su padre era inquieto y poco pudieron las responsabilidades para detenerlo en estas tierras. María cuenta que viajó a Europa dejando el Perú atrás, acompañada por una criada negra y mil referencias sobre una Polonia medieval y lejana. En los campos de las afueras de París –el padre compró tierras por allá y María aprendió a hablar francés- empezó su periplo intelectual, su autoditactismo ejemplar.
“Pasé mis primeros años sola; recuerdo que de niña apenas tuve una amiga; la nieta del viejo jardinero de la hacienda parisina que venía solamente en vacaciones”. Y como era inquieta y quería ser feliz, perseguía al hombrecillo por jardines y estanques recogiendo las hojas y las flores de unas plantas que poco a poco empezaba a descifrar y a entender. Su padre la miraba de lejos y alentaba sus motivaciones. María dice: “Sin niños con quien jugar pedía libros a una librería en París para conseguir los nombres científicos de las plantas que colectaba y guardaba con pasión. A los nueve años, solita, correteaba por el campo buscando plantas, armaba mis herbarios… ”.
Hace setenta años que María aprendió el polaco, finalmente la lengua de sus ancestros paternos, y también hace una pila de años que recorrió por primera vez las tierras de esa Polonia tan arcaica y diferente al mundo andino que conocería cuando volvió al Perú. Ese primer encuentro debió ocurrir en 1936 cuando llega al Cusco y se queda asombrada por las recias construcciones incaicas y la fuerza telúrica de una raza y de una cultura originales, intentando resistir la arremetida de moldes y patrones impuestos desde afuera. El mundo andino la deslumbra y orienta sus investigaciones iniciales.
En aquella época no era muy común encontrar a una mujer husmeando papeles en una biblioteca o asistiendo a clases en la universidad. Mucho menos hablando de historia o divagando sobre temas indigenistas. María, además, tenía una hija de un primer matrimonio y la Lima de entonces, cucufata y colonial, no andaba con remilgos a la hora de censurar conductas y encasillar a las personas. “Empecé a trabajar por mi cuenta, todo lo anotaba, todo lo apuntaba. Leía todo. Estudiaba sin parar, a mi manera. Yo quería desde entonces decir algo nuevo, no quería hacer refritos Fue así como conocí a Porras; él fue quien me enseñó a fichar, a trabajar con orden, fue mi Maestro. En realidad yo era como una esponja, todo lo asimilaba, tenía un deseo inmenso por aprender”.
Y fue precisamente Raúl Porras quien le consigue los permisos apropiados para poder ingresar como alumna libre a tomar clases en San Marcos y también la autorización para poder llevarse a casa los libros de la biblioteca principal de la universidad. María se levantaba a las tres o cuatro de la mañana a leer en medio de la penumbra y el cansancio. “Tenía dos empleadas buenísimas que me decían “señora, vaya a estudiar, no se preocupe por el almuerzo, no se preocupe por esto ni por el otro”. Me ayudaron muchísimo”. Ya para entonces María había contraído matrimonio con Alejandro Diez Canseco.
En 1953 obtiene el premio Nacional de Historia Inca Garcilaso por su libro Pachacútec Ynca Yupanqui. María podía afirmar que su aprendizaje personal había definido un estilo de investigación heterodoxo, poco afecto a los esquematismos. Su autodidactismo y su formación anti-universitaria -al igual que John Murra, otro de sus grandes maestros- le habían dado un carácter distinto a sus trabajos; su mirada a lo andino no estaba viciada por ideas foráneas ni conceptos impuestos. “Nadie me había lavado el cerebro con ideas preconcebidas”. Había nacido la andinista –o mejor aún, había nacido la etno historiadora.
Pero debía seguir luchando en un medio poco afecto a las voces discordantes y a las propuestas originales. Porras intentó convencerla para que se dedicara a lo virreinal. Toledo podía ser un buen tema, le decía; pero María estaba convencida de que lo suyo era los andes. Entonces, a sugerencia del maestro, se sumergió en los archivos, en los documentos, en las visitas. “¿Sabe lo que es llorar de rabia? Yo lloraba de rabia porque no entendía nada de esos papeles. Por eso es que en mi libro sobre el Tahuantinsuyo agradezco no solamente a Porras y a Murra, sino a los archiveros. Ellos me ayudaron mucho».También las amistades que en el camino fue recogiendo. Uno de ellos, José Sabogal, quien supo aprisionarla para siempre en uno de sus cuadros más notables. Allí aparece María con su talle erguido y su rostro penetrante; exagerando tal vez un mestizaje que más que biológico era cultural. Otro, José María Arguedas.“Con él iba a la peña de Alicia Bustamante; era un hombre extraordinario. Para nosotros los andes era lo más importante. Yo, adrede, desconocía el virreinato…para mi ese momento representaba la expropiación de los nuestro”.
Después vendrían otros libros y otras búsquedas. María ha develado ese manto tan espeso que nos obligaba a minusvalorar la costa en beneficio de la sierra. Para la Rostworowski si bien es cierto fue en esta última región donde apareció la agricultura; en la costa, allí donde el mar recrea humedales y extensas playas, debió fructificar una cultura impactante. Ni qué decir de sus trabajos sobre los señoríos costeños y sus vinculaciones con los hábitats más elevados sobre el nivel del mar. O sus indagaciones para reconstruir una historia más real de los incas del Cusco.
Ahora mismo María sigue infatigable en sus pesquisas. “Estoy leyendo con mucho ahínco todo lo referente a los wari –sobre la mesa la etnohistoriadora tiene un grueso volumen abierto donde se puede apreciar un mapa de la región ayacuchana-. Algo nos falta para entender lo que fue Wari. No podemos ver todo desde el punto de vista de la arqueología, hay que leer por eso los documentos…¿Me preguntas sobre qué otros trabajos me gustaría hacer? Me encantaría escribir un libro sobre Australia. Estoy impresionado con esa cultura, con ese país; allá viven mi hija y mis biznietos”.
María nos dice que dentro de unos días se va para Túcume a dar una charla a los estudiantes y que tiene muchas ganas por conocer el nuevo museo de Sicán. Y que no va a ir a votar, que prefiere el descanso creativo, el derecho a no votar si no le da la gana. También que está a la espera de la llegada de unos investigadores norteamericanos que quieren compartir con ella sus dudas con respecto a los Wari. Que ha hablado con Pérez de Cuéllar para agilizar los papeleos para recibir la Orden del Sol.
Nos refiere que tiene fe en el futuro, que tiene fe en los peruanos. “No hay que lamentarnos, los lamentos no conducen a nada. No hay que tener pena de uno mismo. Yo no tengo pena de lo que he hecho, más bien tengo pena de lo que deje de hacer”. María no deja de estar feliz porque el IEP va a publicar muy pronto sus obras completas. Y nos comenta que tendrá que ponerse a escribir un apéndice que actualice la parte que corresponde a su primer libro sobre Pachacútec. Nos confiesa que siente que no deja discípulos debido a que ha trabajado sola, lejos de las aulas y de las cátedras; que ninguno de sus nietos va a transitar los caminos de la historia, quizás, de pronto, sean sus biznietos los que sí lo hagan.
Entonces, le suelto una pregunta que me agobiaba hacía rato: ¿cómo hace María para ser tan jovial y estar siempre fresca? Piensa un rato y responde. “Tener algo que realmente te fatigue, que te llene la vida…para mi investigar no es un trabajo, investigar es la felicidad”.
María Rostworowski, tempestad y regocijo…
María Rostworowski o la pasión por el Perú
Reaño Vargas, Guillermo
En Rumbos de sol & piedra N° 28, 2001
29/07/2015