Mi opinión
Pensé en Daniel Pennac, el autor de Mal de Escuela, el libro que me recomendó leer Constantino Carvallo el último año que estuvo con nosotros, mientras apuraba la descripción que Mo Yan, el Premio Nobel de Literatura 2012, hace de su escuela en Cambios, el testimonio novelado, “juguete literario” al decir de algunos críticos, de los primeros años de su vida durante los años oscuros de la Revolución Cultural.
Pensé en Daniel Pennac, el autor de Mal de Escuela, el libro que me recomendó leer Constantino Carvallo el último año que estuvo con nosotros, mientras apuraba la descripción que Mo Yan, el Premio Nobel de Literatura 2012, hace de su escuela en Cambios, el testimonio novelado, “juguete literario” al decir de algunos críticos, de los primeros años de su vida durante los años oscuros de la Revolución Cultural.
Pennac, maestro por descarte en un instituto de París, recordaba su escuela como una sucursal del infierno: “cada amanecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela”. Era un zoquete, el último de la clase, el inveterado burro del aula. Mo Yan la pasó igual, como él mismo lo refiere, sintiéndose siempre muy poca cosa, un especialista en pasarse de listo para acabar metiendo la pata.
La escuela como padecimiento permanente, como habitáculo donde se incuban las injusticias. Como horror. Pennac resistió como pudo y al final logró sobreponerse a duras penas al bullyng institucional para terminar convirtiéndose en maestro.
Mo Yan siguió una ruta parecida. Expulsado de la escuela por una travesura que no cometió intenta todos los días el camino de regreso a clase ante la repulsa de los maestros que lo han condenado, junto a otro alumno, He Zhiwu -que en lugar de clemencia desafía al sistema – un ostracismo que lo abate y lo induce, finalmente, a emplearse como obrero en una fábrica estatal, una de las escasas opciones para un párvulo pobre en una China medieval, totalmente campesina.
La historia que se narra en Cambios es el relato de un niño soldado (de la revolución) que encuentra su destino a pesar, al margen, del statu quo que Mao y su camarilla trataron de imponer en el país más poblado de la tierra.
Y más porfiadamente arcaico, si seguimos a pie juntillas el testimonio de Mo Yan. La China proletaria que describe es un país feudal, analfabeto y tosco, donde la fantasía es más fuerte que las profecías que el materialismo dialéctico trata de inculcar a toda costa; un país donde los padres continúan hablándoles a sus hijos utilizando proverbios de otros tiempos o apelando a consejas rurales.
El niño que ha nacido en las cercanías de la granja estatal de Jiaohe y que se va haciendo hombre, de a poquitos y sin darse cuenta, será testigo de excepción de los principales cambios políticos y sociales que convirtieron a su joven nación en una potencia socialista capaz de engendrar millonarios (He Zhiwu, el otro expulsado de la escuela estatal conseguirá hacer fortuna en la lejana Mongolia) o situaciones propias de occidente (Lu Wenli, la niña de sus ojos infantiles, lo busca, cuando ya se había convertido en un autor de culto, para que “recomiende” a su hija ante el jurado de un concurso de ópera, billetes en mano).
Recordemos que Mo Yan escribió Cambios a pedido de una editorial india interesada en que resuelva, literariamente, la pregunta ¿qué fue del comunismo chino? Los que esperaban un alegato disidente no debieron quedar satisfechos con está parábola de la vida en el campo, en el corazón de un país en formación con miles de años de historia, donde un camión soviético exuda vida y puede ser, a los ojos de cualquiera, un ser alado capaz de transmutarse para volverse inmortal.
Tal vez por esas metáforas y el uso de silogismos la crítica occidental haya considerado a Mo Yan el García Márquez del gigante asiático; a mí me pareció un narrador atento a sus fuegos fatuos interiores. Un mozalbete hecho hombre que después de resistir la escuela y exorcizar demonios personales, escribe sin mayores pretensiones. Voy a darme un tiempo para leer El Sorgo Rojo, la novela más publicitada del Nobel chino, estoy seguro que encontraré en sus hojas más trazos de la inocencia del pueblo antiguo y contrastado que pasó, en poco menos de un siglo, de la carreta halada por bueyes a vivir en ciudades polucionadas capaces solo de exportar industrialización y sigloveintiuno.
Mientras leía el relato de Mo Yan pensé también en Arguedas, el escritor que edificó su obra apelando a sus recuerdos de niño. ¿No será Mo Yan, más que Faulkner o el Gabo, una suerte de Arguedas chino, un escritor partido por los tiempos y las transformaciones vividas ? Lo podré saber después de adentrarme un poco más en su obra, por ahora solo me toca recomendar este librito de añoranzas infantiles y convicciones adultas.
Cambios
Seix Barral, 2012
127 p.