Mi opinión
Alicia, mi madre, fue una de las primeras clientas de la dulcería Santa Rosa, la Rosita como la llamábamos todos sus hijos con inusitado entusiasmo, el epicentro de los dulces más tradicionales de una Lima que a pesar que se ha ido sigue regalándonos algunos rezagos de sus rinconcitos más entrañables. Los domingos y algunas veces los miércoles, cuando los menores de la tribu salíamos más temprano del colegio, el paraíso se trasladaba por un momento a la calle Leoncio Prado, a dos cuadras del viejo mercado de Magdalena. Entonces la felicidad nos llegaba envuelta con los aromas del arroz con leche, el manjarblanco y el manjarblanco de coco, el arroz zambito, el suspiro a la limeña, la chicha morada o alguna otra de las tantas delicias salidas de las manos de doña Rosa Emilia, una consumada artista del placer; sus hijas, que ya se estrenaban como las maravillosas alarifes del perol y los extravíos gustativos que siguen siendo, para beneplácito de los nietos y sobrinos nietos de mi clan familiar, solían aguardarnos con una sonrisa inmensa, inmaculada. Les dejo esta crónica de Eduardo Abusada, el inquieto narrador detrás de Plaza Tomada, una plataforma de juguetes periodísticos que recomiendo. Sus notas me hicieron evocar el local decorado con unos grabados de toros bravos y mucho criollismo. Y por supuesto, la inmensa satisfacción que le provocaba a la matriarca nuestra las caritas de “viva la vida” de sus retoños. Provecho, larga vida a la Rosita de la Magdalena.
Por Eduardo Abusada / Alejandro de la Fuente / Edición de fotos: Diego Dalmao Chirinos para Plaza Tomada
Al mando de la dulcería Santa Rosa, una de las más tradicionales de Lima, Marina Victoria Scheelje Luna de Cornejo va viendo el indetenible transcurrir del tiempo. La sinfonía circular de los años, con notas altas y bajas. Observa con detenimiento y resignación —y con la sabiduría que precisamente da la resignación— los vertiginosos cambios del barrio de Magdalena, la vorágine del tráfico creciente en los antiguos caminos de tierra, los altos edificios ensombreciendo las viejas casonas, el impostergable cambio de las generaciones y sus costumbres… vidas que se van y otras que nacen. Queda poco de 1957, año en el que ella nació por estas calles de la Magdalena Vieja. Es más, ya hasta poco se parece el mundo a cómo era apenas a principios de este nuevo siglo. El mundo, el Perú, Lima, su distrito, todo parece haber cambiado, salvo su vitrina de postres que sigue exhibiendo acaramelados ranfañotes, sensuales suspiros a la limeña, manjares de coco y lo más exquisito de nuestra tradición repostera limeña, coma era en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos, amén. Dulce tradición que ha ido construyendo nuestra identidad por largos siglos.
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¡El ranfañote vive!
¿Ranfañote? Es la pregunta que muchos parecen hacerse al escuchar que este postre es la especialidad de la casa y, dicho sea de paso, probablemente, uno de los escasos lugares en donde aún lo preparan con la receta usada en épocas de la colonia. “La gente se sorprende cuando ve ranfañote”, nos cuenta Marina Victoria. Pequeños trozos de tostada cortada en cuadraditos y dorados en mantequilla sirven como base para una mezcla que incluye miel de caña, nueces y pecanas. El postre dulce, como la mirada tierna de un niño, es matizado por una fina corona de queso fresco rallado. Las leyes de la física dicen que polos opuestos se atraen. Así el intenso salado del queso fresco con matices andinos se enfrenta al almibarado sabor de las mieles de los cañaverales costeños. Entonces el maridaje de los supuestos contrarios resulta insuperable.
Lo primero que impacta en la boca es la textura crocante de los trozos de tostadas, como los crutones. Cuadraditos que emanan claramente el sabor a mantequilla en la que han sido salteados. No es para menos. Marina Victoria, quien ha heredado la mayoría de recetas de su madre, cada día coloca en una gran olla todas las tostadas en cubitos entre los que va repartiendo generosas porciones de mantequilla. Como en todo postre de antaño, la paciencia es una virtud, así que pasa los minutos entregada a la danza que la preparación le impone hasta que llegue el momento de echar la miel. Todo a su tiempo. Y como decía don Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruanas: “A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado del Rey, chancaquitas de cancha y de maní y frejoles colados”.
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Se dice que el ranfañote era considerado como un manjar de los pobres. De hecho, algunos relatos antiguos dan cuenta que éste apareció durante la época del Virreinato del Perú, entre los siglos XVI y XIX. Épocas aún de esclavos y costumbres que éstos mismos construyeron y que luego superaron sus fronteras. Cuentan así las crónicas de entonces que los esclavos que vivían en Lima comían pan duro remojado en miel de caña. Así suavizaban las duras migas, a la vez que le daban un sabor dulce con el producto que obtenían por su trabajo en la zafra de la caña. El tiempo siguió andando y esta improvisada preparación fue popularizándose y ganando ingredientes hasta devenir en el ranfañote.
En el nombre de la madre
Acá, en la dulcería Santa Rosa, se siente calidez y cariño como el del hogar. Vienen viejos vecinos y amigos. Las hermanas Scheelje los reciben con familiaridad, como si fueran de la misma collera de infancia. Ellas custodian las costumbres de la antigua mesa, los secretos que les transmitió su madre, la matriarca, doña Rosa Emilia. Es como estar en casa de la querida abuelita cuando éramos niños, y de pronto los pasillos se hacían escenarios de nuestros sueños dibujados y aventuras imaginadas o reales, entre barnizados muebles de madera y cachivaches sin fecha.
El salón no es muy grande. Lo hacen unas cuatro mesas cuadradas con sus sillas. Todas las paredes, cual si fuera un museo o un homenaje al propio limeñismo tienen estampas de arraigadas tradiciones por todos lados. Desde postales de corridas taurinas hasta fotografías de garbosos gallos de pelea; tradiciones que van cayendo desuso, pero que, guste o no, construyeron parte de la identidad de la Lima virreinal y aún mucho después. En otra pared está Santa Rosa, la patrona de Lima. El catolicismo es visible en este templo de la repostería.
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También hay los adornos que simulan balcones coloniales con sus celosías, desde donde las antiguas damas limeñas miraban sin ser vistas. “Estas imágenes son de los almanaques de Petroperú. Me gustaron y los pusimos para darle el toque tradicional en cuadros”, dice Marina Victoria. Desde su temperamento pausado y armonioso se atreve un poco más, se embarga de criollismo, y se manda a declamar el antiguo pregón: “Revolución caliente, música para los dientes; azúcar, clavo y canela, para rechinar las muelas”. Como quien se excusa —sin que sea necesario, pero hay un atisbo de timidez—, nos cuenta que su mamá cantaba precioso. “Y se sabía todos los pregones que existían”, agrega.
Quizá sea ese recuerdo siempre latente de su madre el que hace que este lugar tenga esa huella familiar. “Nosotras somos 4 hermanas. Todas mujeres. Le cuento un poco la historia —se adelanta María Victoria—. Mi papá fue viudo con cuatro hijos hombres y mi mamá viuda con 4 hijas mujeres”. Doña Rosa Emilia, la fundadora, falleció hace pocos años, pero su imagen está en una de las paredes, aún participando de la fiesta de los postres.
Doña Marina tiene una expresión serena y dulce —como sus postres, no es para menos— dibujada en el rostro. Transmite paz solo con su mirada. Habla pausadamente. Ha dedicado, al lado de su madre, toda su vida a impulsar este negocio familiar que empezó un ya lejano 20 de abril de 1968, tiempos en que la repostería se hacía mano, artesanalmente, con muchas horas de cariño y dedicación. Hoy que su madre ya partió, ella y su hermana han decidido mantener vigente el legado y no permitir que las antiquísimas recetas amarilleen en la esquina polvorosa de una biblioteca olvidada.
“Cuando empezamos, yo estaba en el último año de primaria. Estábamos en la esquina. En esos años, mi padre todavía trabajaba y, en sus ratos libres, venía y la ayudaba a mi mamá y a mi hermana, la mayor de las tres, que estaba en promoción del cole. Todas sabemos mucho de cocina por arraigos familiares. Recuerdo que mi abuelita le decía a mi mamá: «a ti te salen mejor los dulces que a mí»”.
Ranfañote, familia y azucaradas memorias
Ciertamente la dulcería Santa Rosa es un matriarcado que evoca los momentos felices de la infancia, cuando las abuelitas y las mamás, felices de engreír a los más pequeños, conquistaban sus núbiles paladares con cuanto manjar pudiera existir. No eran, pues, épocas de Snickers, ni octógonos en los empaques.
Una anécdota que nos cuenta Marina Victoria da cuenta de lo anterior: “Les voy a contar por qué en mi casa se preparaban postres y por qué yo fui aprendiendo. Lo que pasa es que mi abuelito trabajaba en los vapores [barcos] y traía mucha fruta; como mi mamá era de una familia de 13 hermanos, siempre había postres, si no se malograba la fruta. Además, es la tradición limeña, ¿no? No faltaba nunca el dulce de membrillo, el camote, la mazamorra morada. Mi mamá preparaba un postre con camote y piña. Hay un postre que se llama el Bienmesabe, es un dulce de rescate, porque esto lo hacían en los conventos. Se hace en base a un puré de camote con leche y almendras, canela, clavo. Lo hacemos en el invierno. Otro dulce que preparaban en casa eran los purundungos o milcaes, que es a base de yuca rallada y de camote sancochado: se juntan y con granos de anís se hacen unas bolitas y se les hace un hoyito en el centro con el dedo pulgar y se fríe en abundante aceite y con miel de chancaca”.
La memoriosa doña Marina Victoria no puede ocultar la sonrisa que le atraviesa el rostro cuando evoca sus recuerdos familiares: “Tengo toda una vida de muchas anécdotas muy graciosas. Recuerdo que con mi hermana Rosario jugábamos a la yan ken po para ver quién iba a atender; siempre nos escondíamos debajo del mostrador”.
El dulce de leche de coco
Un vasito con manjarblanco preparado a la antigua. Leche y azúcar rubia al baile hipnótico del fuego hasta ir agarrando espesor, como lo prepararon las abuelas argentinas cuando inventaron el dulce de leche, como lo preparaban las mujeres peruanas cuando querían endulzar los lonches con amor y buen gusto.
Así se prepara este dulce de leche en este templo de la repostería limeña. Al manjar espesado se le agregan largas hileras de coco rallado. El resto es magia pura. A simple vista uno podría tener la impresión de empalagarse y no poder comer más de dos cucharaditas. Todo lo contrario. Se hace un vicio. No puedes parar. Tiene un dulzor notorio, pero que no llega a ser tan agresivo. Al primer contacto con el paladar, algo despierta en algún rincón del alma, una sensación inefable. Solo se comprende si se prueba. Se siente mucho —eso sí lo podemos describir— la textura del coco en tiras largas y gruesas. Le da un toque crujiente, con lo que puedes no solo paladear este postre, sino también masticarlo.
Si uno quiere viajar en el tiempo a través de los sabores de postres de antaño, en Magdalena está el portal hacia el tiempo inamovible. En la dulcería Santa Rosa no solo transmite un ambiente familiar y cálido, sino que se puede conocer un poco más de las expresiones culturales y culinarias de nuestra historia.
DATOS IMPORTANTES
Dirección: Jr. Leoncio Prado 471, Magdalena.
Horarios: 12 pm a 9 pm, todos los días. Solo cierran 01 de enero, 25 de diciembre y Viernes Santo.
Medios de pago: Yape, Plin, efectivo.
Precios: Ranfañote S/ 5, Dulce de coco S/ 7.
Artículo original en https://plazatomada.org/ranfanote-dulceria-santa-rosa/