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«Mi abuela de Yucatán», lo último de Juan Villoro en Heterodoxos de Altaïr

Mi opinión

Acaba de aparecer en Barcelona el libro “Palmeras de la brisa rápida” (Colección Heterodoxos, Altaïr), del escritor y periodista mexicano Juan Villoro, un viajero que seguimos con entusiasmo y férrea militancia. Les paso el primer capítulo de una antología en clave Villoro que de seguro va a dar que hablar. Qué facilidad la de este hincha furibundo del Barza y trotamundos para construir un retrato tan íntimo y a la vez universal sobre esa abuela que todos tenemos grabada en el recuerdo. Prometo hacer lo mismo próximamente. La mía fue también una abuela energética a la que debo exorcizar pronto.


Juan Ruiz llegó a Yucatán a ver por qué los yucatecos comían tanta azúcar. Trabajaba para una compañía sonorense dispuesta a hacer grandes negocios con el apetito peninsular. En Progreso conoció a una muchacha que acababa de despachar a un pretendiente «porque fumaba cigarros rusos muy apestosos». Estela Milán pertenecía a una familia cuya buena reputación emanaba, no de sus blasones nobiliarios, como hubieran querido algunos de sus miembros, sino de sus sabrosos helados. A unos pasos de la estación del tren, la Nevería Milán ofrecía sorbetes y chufas. Durante años, la familia había probado su habilidad para confitar en frío, pero su verdadera aspiración era el bel canto. Estela Milán solía interrumpir los bailes para interpretar un aria, el codo apoyado en el hombro de su galán.

Juan Ruiz tomaba decisiones con la llana simpleza de quien es rústico y es español. Un día abrió la puerta de su choza en la sierra de León, vio la nieve en derredor, pensó en el trabajo que lo aguardaba en el corral de las ovejas y decidió irse al continente donde todas las frutas son posibles. En sus primeros años americanos «labró futuro» durmiendo en el mostrador que atendía por las mañanas. Sus penurias fueron tantas que aquel mostrador acabó por parecerle confortable. Varios años después había logrado reunir algún dinero. El salón de bailes de Progreso debió parecerle un recinto del imperio austrohúngaro y aquella muchacha que se abanicaba sin cesar, una princesa de Dalmacia (algo que ella no hubiera vacilado en aceptar). Ante Estela, sus mejores credenciales eran su acento español (en las raras ocasiones en que hablaba) y su «pinta distinguida» (una manera de decir que a pesar de su corta estatura y la calvicie incipiente, sus facciones alargadas sobresalían en los salones yucatecos donde abundaban las caritas pícnicas). Así como un día el aire helado cuajó en una insólita palabra, «América», así supo que viviría toda su vida con Estela. Nada mejor para un prófugo del frío que una muchacha para quien la nieve era algo que sabía a guanábana.

Yo los conocí muchos años después como mis abuelos. Su matrimonio tuvo el tipo de éxito que solían tener los matrimonios de entonces: no se divorciaron y no se hablaron en los últimos veinte años.

Vivíamos en el dúplex que mi abuelo construyó en Mixcoac y que era un ejemplo de su carácter; si el arquitecto decía que las paredes debían tener medio metro de espesor, él disponía que fueran de dos metros; no había manera de convencerlo de que no estaba edificando las murallas de Campeche. Y no sólo le molestaban las paredes de medio metro. En su caso, «estar de buen humor» significaba elogiar durante dos minutos a Rojo, el caballo de su infancia, o apiadarse de su único amigo, el señor Marañón, que tenía un trapo en la cara porque le habían quitado la nariz. No le entusiasmaba nada que no fuera beber café negro en una botella de refresco o morder bolillos durísimos. En esa época era idéntico a Fernando Pessoa, cosa que, por supuesto, todos ignorábamos. Sin embargo, a diferencia del poeta, lo permanente en él no era la depresión sino el enojo. De las muchas emociones simples de que dispuso en vida, el abuelo escogió la cólera para sus últimos años.

A veces, al ver que los jugadores de futbol americano se pegan en el casco para celebrar una jugada, pienso que los coscorrones del abuelo eran crípticas felicitaciones. Como quiera que sea, nada podía impedir que pasáramos la mayor parte del tiempo en la parte inferior del dúplex, la casa de los abuelos. Ellos sí tenían televisión.

—Chíquiti pollo, chíquiti pollo —decía mi abuela, y se pellizcaba el cuello repetidas veces, cuando el 7° de caballería liberaba a «los buenos». Ésta era su forma de decir «lero lero candelero».

Para nosotros Yucatán era la peculiarísima forma de hablar de la abuela. Sabíamos que venía de un lugar remoto y que varios de nuestros parientes habían muerto luchando contra México. Tal vez porque el abuelo no daba otros signos de vida que un bastonazo de ocasión, su patria no parecía tan lejana.

Mi abuela tenía una amplia memoria, siempre mejorada por su imaginación. Nos contó mil veces el bombardeo de Progreso (la familia corrió hasta Chicxulub y se refugió en una casa repleta de alacranes), la llegada del cometa Halley, la visita de Madero a Yucatán: el héroe la tomó en brazos en un parque, dijo «qué bonita niña» y le plantó un beso en la mejilla (para mi abuela, la Revolución había sido obra de forajidos, pero guardó un buen recuerdo del «pobre hombre» que la besó de niña).

Lo más interesante de sus historias era que estaban llenas de misterios insolubles. Todo lo que contaba de su abuelo, José Nicoli, era para demostrar que no era negro. Él había llegado de Honduras en compañía de su esclava, la futura nana de mi abuela… «Era un hombre de pelo crespo, boca amplia, algo morenito, pero no negro».

La ignominia máxima para una mujer consistía en no ser blanca (pronunciaba con tal énfasis que se oía balanca) y la siguiente (disponía de una vastísima escala de oprobios) ser blanca y «revolcarse con un turco».

Todos los días renovaba su decencia describiendo con lujo de detalle la indecencia de los demás. Si hubiera dicho «Fulana se fue con Mengano» jamás habría reparado en ello, pero cuando se refería a «¡ésa que se revuelca con los turcos!», me daban ganas de conocerla. La frase tenía una innegable carga sexual y hacía pensar en amores circenses, arábigos, magníficos.

Una tía abuela mía había sido raptada (y devuelta) en su juventud… «pero no por un turco», aclaraba mi abuela. La sangre árabe sólo le parecía recomendable para la cruza de los caballos a los que mi abuelo le apostaba los domingos.

Los apellidos de ciudades suelen señalar un origen judío sefardita y los Milán no debían ser la excepción, pero mi abuela había dado con un documento (perfectamente imaginario) que la vinculaba con Fernando VII. Vivía para ser blanca, decente y hasta santa. Cuando mi abuelo y yo regresábamos del hipódromo, nos informaba que alguien había ido a preguntar si ahí vivía la santa.

—Se conoce que están enterados —añadía, con un gesto de la más transparente vanidad.

—¡Esta mujer! —farfullaba mi abuelo.

Yo estaba de parte de la abuela. Era cariñosa, inventiva, malediciente y encontraba una justificación extralógica para cualquier cosa. Una de nuestras actividades centrales consistía en sopear panes en su café con leche (acaso por ese don yucateco para azucarar las cosas, el suyo sabía más rico que el de los demás). Cuando mi madre nos encontraba lamiendo las gotas que habían ido a dar a nuestros antebrazos, iniciaba una reprimenda:

—¡Qué porquería!

Entonces ocurría la fabulosa explicación de mi abuela:

—Si así lo hacen los americanos —y a continuación inventaba una película de gente refinadísima que sopeaba el pan, con un reparto avasallador: Ingrid Bergman, James Stewart, Grace Kelly y Humphrey Bogart.

—Pero ellos no se lamen los antebrazos.

—H’m. Se acabó —y las lágrimas fluían puntuales de sus ojos.

—¡Sí, hazte la víctima!

—Tienes razón —sollozaba—, se me figura que la Bergman no estaba en la película, sino Rita Hayworth —era imposible regatearle un argumento.

Mi abuela es la única persona que he visto llorar sin sentirme mal. Las lágrimas eran la exacta puntuación de sus historias. Me gustaba que contara el episodio del chocolate. En una época en que fueron muy pobres, su padre gastó sus últimas monedas en comprar un trozo de chocolate que tuvo que repartir entre sus siete hijos. La primera lágrima siempre caía en la palabra «trozo».

Pero su capacidad histriónica conocía momentos más intensos. Sus desmayos y sus ataques eran espléndidos.  Sabíamos que los fingía, pero parecían tan verídicos que nos arrodillábamos a rezar mientras mi abuelo iba por el alcohol.

Mi abuela había querido ser cantante de ópera. Por suerte para nosotros su padre no la dejó; de lo contrario nos hubiera privado de las escenas que iban del árbol de hule en el jardín a la azotea donde recitaba un aria de fin de mundo hasta que descubría que no valía la pena lanzarse de algo que no fuera un castillo.

Esta pasión la llevó a incluirme en un drama:

—Te voy a costurar un trajecito —me dijo cuando le hablé con entusiasmo de la película El Cid Campeador.

Su inagotable capacidad de extravagancia también pasaba por la Singer. Había hecho títeres en forma de dedales, la familia Tuch (ombligo). Por desgracia he olvidado los parlamentos que le asignaba a los diez ombligos.

En el caso del Cid, nada le pareció más natural que yo llevara mis gustos castizos a la calle. Velamos las armas en el antecomedor y luego me habló pestes de los moros (un moro era un enemigo terrible, un turco histórico).  Así, un día de gracia de 1964 salí a combatir moros a la calle de Santander, enfundado en un traje medieval, con cruz roja al pecho y espada de palo a manera de la Colada.  Por una vez los indios y los vaqueros se unieron para destruir esa incoherente aparición.

Mi abuela quedó feliz con la escaramuza. Curó mis heridas con violeta de genciana, arregló el traje y se ofreció a confeccionar una cota de malla con un mosquitero.  No soporté la idea de un nuevo enfrentamiento. Le hablé de los penachos indios y las afiladas botas de los vaqueros, con tal intensidad que se aficionó al rodeo. Ante la mirada disolvente de mi abuelo, la sala se transformó en un lienzo donde mi abuela toreaba perros de peluche.

—Lo más importante es el público —no podía iniciar una escena sin testigos suficientes; pasábamos la mayor parte del juego abarrotando la falsa chimenea de muñecos y mascotas.

Alguien tan hábil para contar descalabros ajenos debía tener una fuerte noción del qué dirán. Y mi abuela la tenía, pero sólo abarcaba a los yucatecos. Si le llegaba una boleta de luz excesivamente alta, decía:

—¡Machis!, se me figura que me quiere perjudicar un yucateco de la compañía de luz.

En su mente, el pequeño mundo de Progreso se había trasladado a la ciudad para observarla. Sus actos seguían siendo tan comentados como cuando iba a la nevería o al teatro Melchor Ocampo. A juzgar por su recelo, Yucatán debía ser una sociedad de conspiradores. Si alguien le ofrecía presentarle a un paisano, exclamaba:

—¡Fo!, ¡a redo vaya! —que más o menos significa «fuchi, vete al diablo».

En cuanto a la familia, sólo entraba en su vida en forma de molestia. Su madre era una figura tiránica. Se acostaba en su hamaca, el único sitio donde estaba «comodita», a comer plátanos con leche y decidir la vida de sus hijos. A Florinda la destinó a la soltería: «Eres la fea, tú me vas a acompañar de vieja». Florinda desarrolló tal fobia a los espejos que gritaba si le colocaban uno enfrente. Ernesto, el hermano mayor, era malísimo, se comía todo el arroz de los años pobres «y ni siquiera engordaba». Este apetito sin provecho apenas era compensado por el humor «del pobre Gonzalo» (mi abuela no podía hablar de alguien bueno sin pobretearlo). Gonzalo murió joven y lo único que sé de él es la frase que dijo en una alberca: «Hago tan bien el muertito que hasta me empiezo a pudrir». Elvia tenía jaquecas todos los días a las cuatro en punto; se acostaba unos minutos antes, a esperar su hora de dolor.

La única amiga de mi abuela era la señora Villa, una italiana (sus elaborados prejuicios le hubieran impedido tratar a alguien que se apellidara como el Centauro del Norte), casada con un expiloto de Mussolini que se mantenía jovencísimo gracias a una dieta de miel.

Además de la señora Villa, Italia tenía otras virtudes: era el país de la ópera y no era España. Y es que la abuela había emprendido una cruzada antihispánica. Aunque el Cid merecía su aval moral para decapitar moros, los españoles del dúplex (mi abuelo y mi padre) sólo podían ser objeto de intriga. En aquellos días primarios, me convenció de que España era el país donde la gente no se cambiaba de camisa. Ella era fanática de la limpieza; los jabones que pasaban por sus manos cobraban otra consistencia, como si hubieran servido a un regimiento, y tenía no menos de tres polveras en servicio. El caso es que una de nuestras complicidades consistía en contar los días que mi padre llevaba con la misma camisa. Es obvio que alguien que creció en un internado jesuita, donde había que romper el hielo en el aguamanil para lavarse la cara, no podía tener la misma relación con el agua que una dama del trópico, pero mi abuela aprovechaba cualquier oportunidad para que la vida de la casa se volviera interesante, es decir, sospechosa.

Vivía rodeada de extranjeros. Mi hermana y yo éramos «mexicanos», y por más lástima que esto le causara, jamás hubiera pensado en compartir nuestra suerte. Mi madre nació en Yucatán, pero su vida estaba marcada por el estigma de los descastados: había empezado a fumar.

Todas sus ideas eran fijas: mi hermana Carmen y yo éramos perfectos, a pesar de que jamás lográramos cumplir una de sus más caras obsesiones: dibujar «un tucho nadando». El tema estaba a la altura de nuestros gustos estrafalarios, pero desperdiciamos cientos de crayones sin lograr que el simio nadara.

Cuando mi madre le dijo (llorando en serio, sin la menor teatralidad) que yo era sonámbulo y hablaba solo, ella respondió: «Cómo sufre el nené». Los culpables de mis defectos siempre eran otros, en especial mis insoportables amigos:

—¡Estos chiquitos sólo vienen a hacer laberinto! —se quejaba.

«Hacer laberinto» era hacer escándalo, lo cual dio lugar a una deformación que mi abuelo usaba para interrumpir el rodeo o algún aria de Verdi:

—¡Detengan el laberinto! —blandía el bastón sobre nuestras cabezas y mi abuela aprovechaba para desmayarse.  En los días de gloria, además de la televisión, la abuela nos dejaba ver sus cálculos del riñón.

—Cuidado con el xix —decía para que no tiráramos las migajitas (el sonido de la x equivalía al sh inglés), luego volvía a guardar los cálculos en un armario repleto de cajitas vacías.

El xix era una de las claves psicológicas de mi abuela.

—¡Mis platillos se gastan tan ligero! —decía en un tono de falso reproche—. No queda ni el xix, ahora, ¿con qué hago los naches?

La verdad sea dicha, le daba gran gusto que sus guisos despertaran en nosotros la legendaria voracidad de su hermano Ernesto. No tenía la menor intención de preparar recalentados (naches), pero aprovechaba la oportunidad para demostrar que la cocina era una labor de sacrificio, extenuante, un capítulo más de su vida de santa que ninguno de nosotros valoraba (a diferencia de los vecinos de Mixcoac que iban a preguntar por ella en nuestra ausencia). Preparar guisos yucatecos es, en efecto, someterse a la tiranía del horno de tierra, las emblemáticas tres piedras del fogón maya o la estufa de gas que según la abuela hacía que la cochinita supiera a «lámpara de explorador». Pero en este caso la sumisión era voluntaria. A dos cuadras había una casa con un jardín donde despuntaban árboles de plátano. Veíamos las hojas en el camino a misa: verdes, bruñidas, capaces de despertar los antojos de la abuela.

—Se me figura que vamos a comer dzotolbichayes —comentaba por lo bajo. Ésta era la señal para que yo subiera a la barda (que a diferencia de otras muchas de la época no estaba coronada de vidrios rotos) y arrancara cuantas hojas estuvieran a mi alcance.

En la iglesia la veía rezar con devoción, tal vez arrepintiéndose de haberme inducido al robo. Yo ya sabía que los pecados se dividían en mortales y veniales. Desde entonces la cocina yucateca me sabe a pecado venial, al hurto de hoja de plátano compensado con avemarías.

Una vez que regresaba con las hojas bajo el suéter, la abuela se ponía a cantar Una furtiva lágrima o Recóndita armonía (ignoro por qué escogía partes de tenores para la cocina) y a sazonar con gustosos aspavientos. Lo que saliera de ahí (cochinita, pan de cazón, relleno negro, brazo de mestiza o espaguetis —con el más yucateco de sus condimentos—) sería un prodigio. La abuela se reconciliaba con Yucatán y con el abuelo por el paladar. Él había aprendido a pedir su frijol cabax y a rechazar el arroz chenté; comía con singular enjundia aunque su salud estuviera muy mermada. La mesa era la zona de armisticio y mi abuela la orgullosa artífice de esa pax succulenta.

Mi abuela le era fiel a los sabores y a un nombre de oro: Ricardo Palmerín.

—Es un trovador —me dijo un día, y me dejó en las mismas.

No teníamos discos de él y ella jamás cantaba sus canciones, pero pronunciaba su eufónico apellido con una admiración que resumía todas las serenatas de su juventud.

En aquella época yo acababa de inventar un héroe imaginario, el atroz Yambalalón, y estaba encandilado por los nombres. Alguien capaz de llamarse Ricardo Palmerín debía tener una voz magnífica.

Un día el señor Marañón llegó a ver a mi abuelo. Todos creíamos que Marañón moriría antes, pues el cáncer ya le había llevado la nariz. Tuvimos que decirle que el abuelo acababa de morir.

—¡Me cachis! —dijo, y escuché un ruido bajo el trapo que tenía en la cara. Los ojos se le llenaron de lágrimas.  Pensé en cómo se suena alguien sin nariz y cerré los ojos antes de averiguarlo. Cuando los abrí, él iba llorando por la calle de Santander.

Es la última imagen que tengo de aquella casa. La muerte de mi abuelo y el divorcio de mis padres hicieron que nos mudáramos a un departamento en el que no había sitio para la abuela.

Ahora nos visitaba los fines de semana. Su lengua no perdía filo. Criticaba el cuarto de Carmen («¡Aquí sólo faltan remos!») y ninguneaba a sus pretendientes («¡Yo sí que salía con ese coconete!, pues señor, ¿qué ya no hay homberes?»). Sólo le gustaban las películas de amor pero detestaba las escenas eróticas. A partir de mediados de los sesenta fue casi imposible llevarla al cine. Al primer pezón gritaba: «¡Tápenle los ojos a los niñios!», y si una pareja se besaba en la oscuridad, decía «yo no pago para ver esta función».

También se dedicaba a dar consejos apocalípticos. Cuando tomé mi primer avión me recomendó que me sentara lejos de la cabina: «Si el avión se zampa sólo sobreviven los de atrás».

Aunque mantuvo una larga campaña contra los hippies (sus luchas siempre eran de largo aliento), cuando me dejé la barba y el pelo largo exclamó arrobada:

—¡Pareces un san José! —nada más humillante para alguien que buscaba más ásperos parecidos.

Mi primer amor platónico fue, por supuesto, una actriz yucateca. Vi todas sus telenovelas y tuve que soportar comentarios como éste:

—¿Pero cómo te puede gustar esa bisbirinda?

Una «bisbirinda» era alguien que andaba con cualquiera. Desde entonces, una de las enseñanzas más dolorosas de la vida ha sido descubrir, ante las muchas bisbirindas que me han gustado, mi imposibilidad de ser cualquiera.

La última vez que mi abuela actuó con energía estaba en la banqueta, aferrada al colchón de mi cama.

—¡Pero si abandona a su madre! —le gritaba a los de la mudanza, incapaz de comprender que me fuera de la casa sin casarme.

Por ese tiempo se le empezó a secar la boca, lo cual dio lugar a toda clase de aberraciones anatómicas («se conoce que estoy escupiendo las escamas del cerebro»); hablaba cada vez menos, con frases de una vaguedad total que no dejaban de irritar a mi madre: «Pásame el comosellama que está sobre el negociante aquel».

Pasó sus últimos años en cama, en casa de mi madre.  No volvió a hacer reproches. Entró en un delirio feliz donde tenía «catorce años entrados en quince» y donde yo a veces era «el nené» y a veces su hijo Ponchito. Le gustaba acariciarse con una esponja y decir «mi esponjita dura una barbaridad».

Podía morir en cualquier momento pero esperó seis años hasta la Navidad de 1985, el único momento en que no había nadie en casa: entonces tomó una de esas raras decisiones que tomaba en nuestra ausencia para hacernos ver que tenía una existencia paralela: pasó, como a ella le gustaba decir, «a mejor vida», al mundo donde los vecinos la creían santa y donde todos los muchachos le pedían que bailara un vals («tengo el carné completo» contestaba altiva). Sus últimas palabras podrían haber sido: «Vámonos: Malecón y Colonia», la frase del conductor del tranvía de mulas de Progreso, que ella repetía al ir a cualquier lado.

La muerte, lo sabemos demasiado bien, tiene una poderosa capacidad recordatoria. Nos vestimos de negro para acercarnos a las cenizas del muerto y evocamos todos y cada uno de sus actos. No pude pensar en mi abuela sin sentir que mi infancia entera estaba escrita con sus ojos. Para ella, querer a alguien significaba convertirlo en personaje de la vida que vivía como una trama vastísima y no siempre verdadera. «La vida no acierta a terminar», me decía, como quien desea salir de una obra inacabable.

A veces la veo en sueños. Me habla en su lenguaje peculiar y opina cosas que aun para la lógica subvertida de los sueños son extrañas; recupero su infinita capacidad de intriga, su humor (no siempre voluntario), sus desplantes operísticos, las historias de turcos, esclavos, hombres buenos derrotados como héroes de Conrad y sátrapas envueltos en el lujo de la decencia. La vida no acierta a terminar.

Juan Villoro escribe para conquistar las palabras de su abuela. El Yucatán de la abuela materna, presente en toda su infancia a través de unas cuantas palabras peculiares, unos guisos regionales y ciertos principios éticos que tal vez son más propios de un carácter que de una idiosincrasia sureña. Para Villoro se trata de poner imágenes a un paisaje que se concretaba casi únicamente en una voz y los recuerdos de la abuela, que muchas veces mitigaban la imaginación de un relato sentimental: «Antesala», que es a un tiempo el relato originario —la evocación de la abuela y de sus palabras— y el punto de origen a este viaje de reconocimiento que se llama Palmeras de la brisa rápida (Ed. Altair. Col Heterodoxos).

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